VI

Había transcurrido una larga noche desde que el capitán Saint-Georges solicitara solemnemente la espada y comunicase su arresto a Laincourt por traición. Luego el preso fue acompañado por una buena escolta a Châtelet, donde lo despojaron de sus últimos efectos personales antes de encerrarlo anónimamente. Para el resto del mundo, bien habría podido desaparecer en las entrañas de la tierra.

Ya no existía.

En 1130, Luis VI había hecho construir un pequeño castillo fortificado o châtelet para defender el puente del Cambio en la orilla norte del Sena. El Gran Châtelet, que así era designado a veces para distinguirlo del Petit Châtelet en la orilla sur a la salida del puente Pequeño, pasó a ser innecesario con la construcción de la muralla de Philippe Auguste y perdió su carácter militar. San Luis lo amplió, Carlos IV lo reformó y Luis XII lo restauró. En el siglo XVII, el Châtelet acogió la sede del prebostazgo de París, mientras que su torreón albergaba los calabozos. Éstos, bautizados, se escalonaron. En la parte superior, había estancias comunes donde los presos se hacinaban: Beauvoir, Salle, Barbarie y Gloriette; debajo, tres celdas individuales: Boucherie, Beaumont y Griesche; en la planta inferior: Beauvois, otra sala común; y, finalmente, en los bajos fondos, las peores de todas, sin aire ni luz como sus nombres sugerían: Fosse, Puits, Gourdaine y Oubliette.

A Laincourt lo habían honrado con la Gourdaine, donde sólo él pisaba una paja putrefacta y atestada de parásitos. Al menos se había librado de la Fosse, un pozo adonde el preso era bajado con una cuerda a través de una trampilla. El fondo de esta celda infame se hallaba encharcado de agua estancada y tenía forma de cono invertido, de manera que uno no podía ni sentarse ni acostarse, y ni siquiera respaldarse.

Desde que la puerta se cerrara tras Laincourt, las horas habían pasado, largas y silenciosas, en la más absoluta tiniebla. De vez en cuando, le llegaba el eco de un alarido, el de algún preso loco de soledad o algún desgraciado sometido a la tortura. También se oía ruido de agua, gotas que caían lentamente en charcos salobres. Y la rascadura de las ratas contra la piedra húmeda.

De repente, tal vez una mañana, una llave hurgó en la cerradura. Entró un gentilhombre de bigote entrecano, a quien el carcelero dejó una linterna encendida antes de volver a cerrar la puerta.

Laincourt se levantó y, frunciendo el entrecejo, reconoció a Brussand.

—No deberíais estar aquí, Brussand. Estoy incomunicado.

—Tomad —replicó éste mientras le tendía un frasco de vino y un trozo de pan blanco.

El viejo alférez de la Guardia aceptó las vituallas de buen grado. Mordió el pan con gana, pero se obligó a masticar lentamente. Luego, tras haber echado un trago de vino, preguntó:

—¿Cómo os han dejado entrar aquí?

—El oficial del portillo me debía un favor.

—¿Valía el que os ha hecho él ahora?

—No.

—Entonces estáis vos en deuda con él… Es inútil y lamentable. Pero os lo agradezco… Ahora, ya podéis partir, Brussand. Marchaos antes de comprometeros del todo.

—Igualmente, tenemos el tiempo contado. Pero sólo quiero que me digáis una cosa.

Con las mejillas ásperas y los rasgos demacrados, Laincourt esbozó una pálida sonrisa.

—Os lo debo, amigo mío.

—Decidme solamente que todo esto es falso —se inflamó el viejo guardia—. Decidme que se equivocan con vosotros. Decidme que no sois el espía que os acusan de ser. ¡Decídmelo y, en el nombre de la amistad, yo os creeré y os defenderé!

El preso miró de hito en hito al viejo guardia.

—No quiero mentiros, Brussand.

—Entonces ¿es cierto?

Silencio.

—¡Qué bueno! —exclamó Brussand—. ¿Vos?… ¿Un traidor?…

Abatido, decepcionado, confundido, todavía incrédulo, retrocedió un paso. Después, como un hombre resignado a afrontar lo inevitable, respiró muy hondo y soltó:

—Pues confesad. Confesad, Laincourt. Pase lo que pase, seréis juzgado y condenado. Pero evitad el interrogatorio…

Laincourt buscó sus palabras.

Luego dijo:

—Un traidor traiciona a sus maestros, Brussand.

—¿Y?

—Yo sólo puedo jurar que no he traicionado a los míos.