Provisto de la información que el Gran Coësre le había facilitado, Saint-Lucq esperó hasta el alba para pasar a la acción.
El lugar se revelaba perfecto para el uso que se le daba: discreto, apartado del camino por el bosque que lo rodeaba y, por lo menos, a una hora de París. Se hallaba en la lejana periferia del barrio de Saint-Jacques, a cierta distancia de una aldea en la que despuntaba un campanario silencioso. El viejo molino, cuya rueda gruesa ya no giraba, se alzaba en la orilla de un río. Sus piedras se mantenían en pie, pero su techumbre estaba como la de las construcciones vecinas: un cobertizo, un granero de trigo y la casa del molinero habían sufrido años de intemperie. Una pared aún sólida rodeaba la propiedad abandonada. Su porche daba a un solo camino que llevaba hasta allí, intransitado desde que el molino había dejado de funcionar.
¿Cómo sabía el Gran Coësre que los Cuervos habían establecido aquí una de sus guaridas? ¿Y cómo sabía que aquí se encontraba lo que Saint-Lucq buscaba? Después de todo, poco importaba. Lo que en verdad valía era que se tratara de información exacta. Quedaba una zona de sombra: las razones que habían empujado al monarca de la corte de los milagros a ayudar al semidragón. Sin duda, le convendría que Saint Lucq se saliera con la suya y perjudicara a los Cuervos. Esta banda llevaba dos años haciendo estragos en la provincia y en los barrios de las afueras y ahora se interesaba por la capital. Se perfilaba un conflicto territorial que el Gran Coësre prefería prevenir. Pero, sobre todo, temía que las actividades de los Cuervos le afectaran a él, aunque fuera indirectamente y a más o menos largo plazo. Estos salteadores de caminos saqueaban, violaban, torturaban de buena gana, muchas veces mataban. Aterrorizaban a la población y exasperaban a las autoridades, que acabarían reaccionando brutal e indistintamente, movilizarían un regimiento de ser necesario y levantarían decenas de horcas. Los Cuervos correrían un grave peligro. Sin embargo, ellos no recibirían todos los golpes. La corte de los milagros también, y su jefe quería evitarlo. Aun así, Saint-Lucq se la había jugado yendolo a buscar a su feudo de la calle de Neuve-Saint-Sauveur como para retarlo a informarlo. No había tiempo que perder, desde luego, y el semidragón jamás se rendía ante nada para lograr sus objetivos. No obstante, algún día pagaría el precio de su osadía. Nadie forzaba impunemente la mano del Gran Coësre.
Había un hombre adormecido en una silla ante la casa del molinero, la espada en el respaldo y la pistola apoyada al través en las piernas. Con un sombrero calado sobre los ojos, estaba arropado en uno de esos abrigos grandes que eran el distintivo de la banda. Tiritaba después de haber pasado toda la noche haciendo guardia.
Otro Cuervo salió de la casa. Vestido de cuero y paño basto, bostezó, se estiró, se rascó los riñones con una mano y la nuca con la otra, luego sacudió el hombro de su cómplice, que se incorporó y bostezó a su vez. Intercambiaron algunas palabras antes de que el hombre de cuero se alejara destapándose la cintura. Fue al cobertizo donde los caballos descansaban, se bajó las calzas, se puso en cuclillas, orinó ruidosamente con un suspiro de alivio y se disponía a defecar cuando Saint-Lucq lo amordazó por la espalda.
Incapaz de pedir auxilio, el salteador quiso agarrar la correa que penetraba en sus carnes y se levantó bruscamente. Sin dejar de hacer presión, el semidragón acompañó el movimiento y arrastró a su víctima hacia él retrocediendo dos pasos. El Cuervo tenía los tobillos presos de las calzas bajadas. Forcejeando con los brazos, se tambaleó hacia atrás sin llegar a caer porque Saint-Lucq lo mantuvo en equilibrio a media altura, oprimido por su propio peso. El hombre se debatió, pataleó como pudo. Sus talones escarbaban frenéticamente el suelo impregnado de orina. Unos estertores le desgarraron el pecho mientras su rostro se volvía carmesí. Sus uñas se rasguñaron la garganta torturada, incapaces siquiera de marcar el garrote de cuero. Entonces quiso golpear y sus puños hendieron el aire ante el rostro del semidragón que, impasible y concentrado, mantenía los hombros apartados. El terror acabó de vaciar las entrañas del pobre desgraciado. Una materia parda y pegajosa le salpicó las piernas desnudas antes de caer al suelo con un ruido sordo. Con un último sobresalto, el Cuervo buscó desesperadamente un asidero, un apoyo, un socorro inexistente. Sus contorsiones cesaron. Por último, se le rompió la tráquea y su sexo desprendió un resto oloroso. Lengua colgante y ojos en blanco, el hombre se desplomó lentamente sobre sus propias deyecciones, sujetado por su verdugo.
Los caballos apenas habían protestado.
Mientras abandonaba el cadáver manchado, Saint-Lucq enrolló su garrote y se subió las antiparras de cristales rojos en la nariz antes de ir a echar un vistazo fuera.
El salteador que estaba de guardia seguía en su puesto. Piernas estiradas y tobillos cruzados, dedos entrelazados sobre el vientre y ojos cubiertos por el sombrero, dormitaba en la silla cuyo respaldo tenía apoyado contra la pared de la casa.
El semidragón sacó su daga y, aventurándose con paso decidido al descubierto, se dirigió al hombre que lo oyó acercarse pero lo confundió con su compañero.
—¿Qué? ¿Mejor? —preguntó sin levantar la cabeza.
—No.
El Cuervo se sobresaltó e hizo caer al suelo la pistola que tenía sobre el regazo. Con un solo gesto, Saint-Lucq le tapó la boca con una mano para amordazarlo y obligarlo a permanecer sentado, y le clavó la daga bajo el mentón. La espada subió con un movimiento seco, atravesó el paladar y hurgó en el cerebro. El salteador murió al instante, abriendo desmesuradamente los ojos.
El semidragón limpió la daga en el hombro del Cuervo y dejó el cadáver en la silla, apenas hundido, con los brazos colgantes.
Había contado seis caballos en el cobertizo. Seis menos dos. Quedaban cuatro.
Se acercó a la puerta, pegó la oreja, empujó de forma suave el batiente. En el interior, dos salteadores que se acababan de levantar tomaban un desayuno frugal y charlaban de espaldas a él, uno sentado en un tonelete, y el otro en un taburete cojo.
—Pronto nos quedaremos sin vino.
—Lo sé.
—Y sin pan. Y tú, que querías darle de comer al otro…
—Vale, vale… Hoy nos lo habremos terminado.
—Ya te lo dije ayer.
—Me refiero al de hoy. Ya no pueden tardar mucho más.
Saint-Lucq entró sin hacer ruido. De paso, cogió un atizador que había en la campana de la chimenea apagada.
—En todo caso, te digo que yo no pienso pasar ni una noche más en estas ruinas.
—Tú harás lo que se te ordene.
—¡Ya veremos!
—Está todo visto. ¿Recuerdas a Figard?
—No. No llegué a conocerlo.
—Eso es porque desobedeció antes de que tú llegaras.
Saint-Lucq se dirigió a ellos más rápida y silenciosamente que un asesino común. El primero se desplomó con el cráneo hendido por el atizador. El segundo sólo tuvo tiempo de levantarse para desplomarse también, con la sien destrozada.
Dos segundos. Dos golpes. Dos muertos. Ni un grito.
El semidragón se disponía a dejar el atizador ensangrentado sobre el vientre de un cadáver cuando oyó el chirriar de unos goznes.
—¿Qué, chicos? —soltó alguien—. Ya estáis comiendo, ¿verdad?
Saint-Lucq dio media vuelta estirando el brazo.
El atizador zumbó al arremolinarse y fue a parar con el gancho entre los ojos del Cuervo que, despeinado y desaliñado, llegaba sin recelo. Atontado, el hombre tropezó hacia atrás y cayó de espaldas.
Cuatro y uno hacen cinco: no le salían las cuentas.
Con la mano derecha en la empuñadura de la espada envainada, entró en la estancia de donde salía el salteador al que acababa de matar.
Allí dentro había lotes de fortuna y, sobre uno de ellos, se encontraba el último superviviente de la masacre paralizado por un terrible espanto. Era joven, aún adolescente, de unos catorce o quince años. Sólo le adornaba el labio un vello rubio y un acné de cuidado que le carcomía las mejillas. Despertado de un sobresalto, parecía incapaz de apartar la mirada del cadáver y de la varilla de hierro forjado que llevaba clavada en la frente. El atizador se movía lentamente, y su punta manchada de materia viscosa levantaba una escama de hueso que arrancaba la piel. Con un último crujido, acabó de desplomarse en el suelo con un ruido sordo.
El ruido provocó un gran escalofrío en el adolescente, que desvió entonces su atención hacia el semidragón de antiparras rojas. Con los ojos ya llenos de lágrimas, lívidos y fuera de las órbitas, intentó en vano articular palabra y negó varias veces con la cabeza: súplica silenciosa y desesperada. Abandonó su cobijo y retrocedió a gatas hasta tocar la pared. Sólo llevaba una camisa y unas calzas, unas calzas impregnadas ya de orina.
—Pi… Piedad…
Saint-Lucq se le acercó con paso lento y desenvainó.
Lucien Bailleux temblaba de miedo, de frío e inanición. Sólo llevaba puesto un camisón, y la tierra batida sobre la que estaba acostado se revelaba fría como la piedra contra la que a veces se apoyaba.
Ya hacía tres noches que unos desconocidos lo habían sorprendido en pleno sueño en su casa, en el aposento que ocupaba bajo su despacho de notario. Antes de taparle la cabeza con una capucha, lo habían amordazado; acto seguido, le habían dado una paliza. ¿Qué habían hecho con la esposa que dormía a su lado? Él se despertó aquí, atado de pies y manos, en un lugar que sólo podía intuir porque lo cegaba la capucha que tenía atada alrededor del cuello. Fijada a una pared, una cadena corta y pesada le trababa la cintura. No sabía qué querían de él. Sólo estaba seguro de una cosa: de que ya no se encontraba en París, sino en la campiña. Lo inquietaban los ruidos circundantes que iban a permitirle recordar sus días de cautiverio.
Creyéndose abandonado, había roído su mordaza de tela y había pedido auxilio, gritado hasta quedarse sin voz. Luego había escuchado una puerta que se abría, los pasos de varios hombres con botas que se aproximaban, y una voz que le decía:
—Aquí sólo estamos tú y yo. Nadie más puede oírte. Pero tus gritos nos molestan.
—¿Qué… qué queréis de mí?
Más que responderle, le pegaron. En el vientre y en los riñones. Un talonazo incluso le había arrancado un diente que él se tragó, la boca llena de sangre.
—¡En la cabeza no! —desaprobó la voz—. Pronto tendremos que liberarlo.
Después de esto, el notario no volvió a manifestarse. Pasaron horas y noches, con la incertidumbre y la angustia de saber qué le aguardaba; mientras que a nadie se le ocurría llevarle de comer y de beber…
Alguien empujó la puerta y entró.
Bailleux se acurrucó por acto reflejo.
—Os lo suplico —murmuró—. Os daré todo lo que tengo.
Le quitaron la capucha y, cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, descubrió a un hombre en cuclillas junto a él. El desconocido iba vestido de caballero, con la espada al costado y unas extrañas antiparras de cristales encarnados que le ocultaban la mirada. Había algo sombrío y amenazante en él. El notario se asustó.
—No me hagáis daño, os lo ruego…
—Me llamo Saint-Lucq. Los hombres que os han secuestrado están muertos. He venido a liberaros.
—¿Li… Liberarme?… ¿A mí?
—Sí.
—¿Quién… quién os envía?
—Poco importa. ¿Habéis confesado?
—¿Cómo?
—Os han golpeado. ¿Era para haceros confesar? ¿Habéis dicho lo que sabéis?
—¿Pero de qué me estáis hablando, señor?
El semidragón suspiró y soltó con paciencia:
—Recientemente, habéis descubierto y leído un testamento olvidado. Ese testamento indicaba dónde encontrar cierto documento.
—¿Entonces era… eso?
—¿Qué?
—No. No he dicho nada. —Saint-Lucq esperó—. ¡Os lo juro! —insistió el notario—. ¡No me han hecho la menor pregunta!
—Bien.
El semidragón soltó a Bailleux, que preguntó:
—¿Y mi esposa?
—Es una mujer muy fuerte —respondió Saint-Lucq que, en realidad, no sabía nada de ella.
—¡Gracias a Dios!
—¿Podéis caminar?
—Sí. Me siento débil, pero…
Se oyeron un relincho y una cabalgada cada vez más cerca. Saint-Lucq dejó que el notario se liberara sus propios tobillos y se dirigió hacia la puerta. Entonces Bailleux se interesó en el decorado. Se encontraban en la planta baja de un molino abandonado y polvoriento, cerca de la enorme muela.
Tras haber echado un vistazo al exterior, el semidragón anunció:
—Seis jinetes. Seguramente, a los que debíais ser entregado.
—¡Dios mío!
—¿Sabéis batiros? ¿O al menos defenderos?
—No. Estamos perdidos, ¿verdad?
Saint-Lucq vio una escalera de madera carcomida cuyos peldaños subió de cuatro en cuatro.
—Por aquí —soltó al poco rato.
El notario se reunió con él arriba, donde el cubo de la gran rueda alcanzaba el eje vertical, que atravesaba el suelo y animaba la muela.
El semidragón forzó un tragaluz.
—Vamos a tener que deslizamos por ahí y dejarnos caer en el río. Su corriente nos llevará lejos. Con un poco de suerte, no nos verán. Y, respecto a los caballos que nos esperan en el bosque, ¡qué le vamos a hacer!
—¡Pero si yo no sé nadar!
—Aprenderéis.