III

—Gracias —dijo Marciac a Naïs cuando ésta dejaba una botella de vino sobre la mesa—. Ahora deberíais iros a dormir.

La joven y bella sirvienta lo agradeció con una sonrisa y, muy agotada, se retiró acompañada por la mirada del gascón.

Él y Almadès se encontraban en la gran sala del palacete del Épervier, donde les había aprovechado una excelente cena servida por Naïs. Quedaban restos de comida y algunas botellas sobre la larga mesa de castaño, alrededor de la cual antes se reunían de buen grado las Espadas y, al parecer, estaban llamadas a repetir. De momento, sólo eran dos, y la enorme sala se veía muy desolada. El fuego de la chimenea ya no bastaba para iluminarla ni para caldearla. Crujía, cantaba, gemía y parecía empeñado en librar un combate perdido de antemano contra las sombras, el silencio y el frío de la noche.

—Es encantadora, esta chiquilla —soltó Marciac para tener conversación. El maestro de armas español no respondió—. Sí, mucho… —repitió el gascón.

Menos distendido de lo que quería aparentar, sacó una baraja del bolsillo y propuso:

—¿Una partida?

—No.

—Vos decidís a qué jugar. ¿O preferís una partida a los dados?

—Yo no juego.

—¡Pero si todo el mundo juega!

—Yo no.

Desanimado, Marciac se dejó caer contra el respaldo de su silla, que crujió damnificada.

—Permitid que os diga que sois una pobre compañía —manifestó.

—Soy maestro de armas. No domador de osos.

—Yo os diré lo que sois: un hombre vil. —Almadès echó tres pequeños tragos de vino—. Siempre de tres en tres, ¿eh? —dijo el gascón.

—¿Cómo?

—No. Nada.

Soltando un suspiro, Marciac se levantó y se paseó por la estancia.

Era de aquéllos para quienes el encanto canallesco e impertinente quedaba subrayado por un aspecto descuidado. Tenía una barba de tres días más oscura que sus cabellos rubios; las botas merecían ser cepilladas, y las calzas, planchadas; el jubón desabotonado le bailaba sobre la camisa; y llevaba una espada con indolencia estudiada aunque no forzada que parecía decir: «No te fíes, compañero. A mi lado hay una buena amiga que me pesa tan poco que no me estorba, y con la que siempre puedo contar». Por último, en su mirada brillaba el resplandor risueño y cómplice de una inteligencia burlona, la de un hombre no más engañado de sí mismo que de la comedia del mundo.

Almadès, en cambio, era la severidad en persona. Con más de una quincena de años, el pelo negro y el bigote entrecano, economizaba sus gestos tanto como sus palabras, y su rostro alargado de rasgos angulosos expresaba, en el mejor de los casos, una austera reserva. Llevaba la cintura impecablemente recogida en un viejo jubón zurcido; le faltaba la pluma en el sombrero, mientras que las mangas y el cuello de la camisa lucían un encaje por el que el tiempo no había pasado. Daba la impresión de ser pobre. Pero aquella indigencia no le hacía perder la dignidad: sólo era una prueba más a la que se oponía un estoicismo tan orgulloso como inquebrantable.

Mientras Marciac iba y venía sin propósito, el español permanecía como una piedra, cabizbajo, los codos sobre la mesa y las manos entrelazadas alrededor del vaso de estaño que hacía girar.

Tres vueltas, una pausa. Tres vueltas, una pausa. Tres vueltas…

—¿Cuánto tiempo creéis que llevan ahí dentro?

El maestro de armas dirigió al gascón una mirada sombría y paciente. Su pulgar señalaba la puerta tras la que La Fargue y Röchelet se habían encerrado.

—No lo sé.

—¿Una hora? ¿Dos?

—Tal vez.

—Me pregunto de qué hablan. ¿Tenéis idea?

—No.

—¿Y no sentís curiosidad?

—El capitán nos contará a su debido tiempo todo cuanto debemos saber.

Marciac, pensativo, se rascó a contrapelo la barba incipiente.

—Podría pegar la oreja a la puerta y escuchar —dijo.

—No, no podéis.

—¿Por qué?

—Porque yo os lo prohíbo y os lo impediría.

—Sí, claro. Es un excelente motivo. —El gascón volvió a su asiento como un escolar castigado.

Secó el vaso, lo rellenó y, más que decir algo, lo preguntó:

—¿Qué habéis hecho vos en estos cinco años?

Quizá con intención de desviar la atención de Marciac de la puerta, Almadès hizo el esfuerzo de responder.

—He practicado mi oficio —dijo—. Primero en Madrid. Luego, en París.

—¡Ah!

—¿Y vos?

—Ídem.

—Porque… ¿vos tenéis una profesión?

—Esto… Lo cierto es que no —reconoció el gascón. Mas enseguida añadió—: ¡Lo cual no quiere decir que no haya estado muy ocupado!

—No lo dudo.

—Tengo una amante. Eso roba mucho tiempo, una amante. Se llama Gabrielle. Os la presentaré cuando deje de odiarme. Pero es muy bella.

—¿Más que la joven Naïs?

Marciac coleccionaba aventuras.

Captó la alusión y, mal jugador, se encogió de hombros.

—Eso no tiene nada que ver.

Se hizo un silencio que los ruidos del fuego se esforzaron en ocupar bajo los techos tenebrosos.

—No se caen muy bien —soltó finalmente el gascón.

—¿Quién?

—La Fargue y Rochefort.

—Rochefort no le cae bien a nadie. Es el instrumento ciego del cardenal. Un espía. Sin lugar a dudas, un asesino.

—Y nos, ¿qué somos nos?

—Soldados. Libramos una guerra secreta, pero no es lo mismo.

—Aun así, estos dos mantienen una pelea que trasciende el caso general.

—¿Eso creéis?

—Estoy seguro. ¿Os habéis fijado en la cicatriz que Rochefort tiene en la sien?

Almadès asintió con la cabeza.

—Pues bien, jamás se la mencionéis a Rochefort en presencia del capitán. Rochefort podría ver en ello una alusión burlona. Podría creer que estáis al corriente.

—¿Y vos? ¿Vos estáis al corriente?

—No. Pero hago como si lo estuviera. Eso me da cierta clase.

El español lo interrumpió:

—Ahora preferiría que os callarais, Marciac.

La puerta se abrió y Rochefort atravesó la gran estancia sin dirigir una mirada a nadie. La Fargue apareció después. Se dirigió a la mesa, se sentó a horcajadas en una silla y, preocupado, empezó a hurgar en los platos.

—¿Y bien? —preguntó Marciac como si nada.

—Tenemos una misión —respondió el veterano de algunas guerras.

—¿Cuál?

—Resumiéndolo mucho, se trata de servir a España.

España.

España, enemigo jurado de Francia y su corte de dragones.

La noticia cayó como el hacha del verdugo sobre el tajo, y hasta el reservadísimo Almadès arqueó una ceja de circunspección.