II

Armand Jean du Plessis de Richelieu, que se había acostado algo más temprano que de costumbre, leía cuando llamaron a la puerta. Las velas ardían y, en aquella fría noche de primavera, grandes llamas golosas de leños crujían en la chimenea. De los tres secretarios que compartían la estancia con el cardenal, siempre dispuestos a escribir una carta al dictado o a prodigar a su señor los cuidados que su decrépita salud requería, dos dormían en los catres de tijera que había a lo largo de las paredes mientras que el otro hacía guardia sentado en una silla. Éste se levantó, esperó a que su eminencia asintiera con la cabeza, fue a entreabrir la puerta y luego la abrió de par en par.

Entró un fraile capuchino quincuagenario. Enfundado en un sayal gris y con sandalias en los pies, se acercó sin hacer ruido a la gran cama de cortinas y columnas en la que Richelieu estaba sentado, la espalda acomodada sobre unas almohadas para alivio de sus riñones.

—Acaba de llegar este correo de Ratisbonne —dijo, tendiéndole una carta—. He pensado que querríais leerla antes de mañana.

Bautizado con el nombre de François-Joseph Leclerc du Tremblay, aquél a quien todo el mundo conocía como «el padre Joseph» era de familia noble y había recibido una sólida formación militar antes de ordenarse capuchino por vocación a los veintidós años. Reformador de su orden y fundador de las hijas del Calvario, se distinguía en la corte por su celo y su prédica.

Luego fue la famosa «eminencia gris», esto es, el colaborador más íntimo y más influyente de Richelieu: el que, partícipe a veces de las sesiones del Consejo, pronto se convertiría en ministro del Estado, y al que su eminencia confiaba de buena gana la dirección de ciertos asuntos de Estado. Una amistad sincera, un aprecio recíproco y una misma convicción de la política contra los Habsburgo en Europa unían a estos dos hombres.

El cardenal cerró Las vidas de hombres ilustres, tomó la carta y dio las gracias.

—Hay algo más —dijo el padre Joseph.

Richelieu aguardó, comprendió, despidió a sus secretarios. Y, cuando el que estaba en pie hubo despertado y acompañado a sus colegas a una estancia contigua, el capuchino tomó asiento y el cardenal dijo:

—Os escucho.

—Quisiera hablaros de vuestras… Espadas.

—Pero si daba el asunto por zanjado ínter nos.

—Yo cedí, sin por ello rendirme a todos vuestros argumentos.

—Sabéis que hombres de este temple pronto serán necesarios en Francia…

—Existen otros como ellos.

Richelieu sonrió.

—Ni por asomo. Y cuando decís «ellos» os referís a «él», ¿verdad?

—Es cierto que no me gusta mucho monsieur de La Fargue. No se somete y os ha desobedecido demasiadas veces.

—¿En serio?

El capuchino inició un rápido inventario contando con los dedos de la mano.

—Haced memoria. En Colonia, en Breda, en Bohemia. Y no hablemos del desastre de La Rochelle…

—Si La Rochelle se ha separado de Francia para convertirse en república protestante, no creo que se le pueda imputar la responsabilidad al capitán La Fargue. Después de todo, bastó con que el dique resistiera unos días más las embestidas del océano… En cuanto a los demás acontecimientos que mencionáis, creo sobre todo que La Fargue ha olvidado las consignas en esas ocasiones para salir mejor parado en las misiones encomendadas.

—No cambiará. Pertenece a una raza de hombres que nunca cambian.

—Pues eso espero.

El padre Joseph suspiró, reflexionó, volvió a la carga:

—¿Y qué creéis vos que pasará cuando La Fargue descubra los motivos ocultos de la misión que está a punto de confiársele? Se sentirá engañado y, en nombre de las quejas que tendrá de vos, podrá verse tentado de abocarnos al fracaso. ¡Si llegara a descubrir la verdadera identidad del conde de Pontevedra!…

—Primero tendrá que descubrir su existencia.

—Lo hará, que no os quepa duda. Vuestras Espadas tanto son soldados como espías. No les faltan astucia e imaginación y se les ha visto desenredar madejas mucho más intrincadas.

Le tocó a su eminencia soltar un suspiro.

—Ya pensaremos algo, llegado el momento… Por ahora, lo importante es que esta misión resulta crucial para los intereses de Francia. Y que, por las razones que vos ya sabéis, las Espadas son a la vez los más indicados para llevarla a buen término y a quienes habrá que mantener al margen de esta cábala…

—Curiosa paradoja.

—Ayer dije al capitán que no siempre podía elegir arma. Es cierto. En este sentido, las Espadas son el arma que debo emplear. España ha puesto sus condiciones. Y yo he preferido darle motivos de satisfacción a permitir que nos perjudique.

El padre Joseph asintió con cabeza de hombre resignado.

—Estáis cansado —prosiguió el cardenal con un tono amable, casi afectuoso—. Reposad, amigo mío.

En el palacio cardenalicio, la habitación del capuchino era contigua a la de Richelieu. El padre Joseph echó una mirada a la puerta que llevaba hasta allí.

—Sí —dijo—. Tenéis razón.

—Y, si eso os puede ayudar a conciliar el sueño, pensad que hablamos de un navío que ya boga y no puede volver al puerto del que zarpó.

El capuchino frunció el entrecejo.

—En este preciso instante —explicó el cardenal—, Rochefort refiere a La Fargue los detalles de su misión.

—Entonces la suerte está echada.