I

Grandes antorchas iluminaban la puerta de Saint-Denis cuando el caballero Leprat d’Orgueil se presentó allí una hora después de caer la noche. Cansado, mugriento, con los hombros encorvados y torturado por las riendas, no valía mucho más que su caballo. Al pobre animal cabizbajo le costaba ya poner una pata delante de la otra y, a cada paso, amenazaba con dar un traspié.

—Hemos llegado, amigo mío —dijo Leprat—. Te habrás merecido quedarte en la cuadra a descansar una semana entera.

Pese a la fatiga, tendió su salvoconducto con mano bastante firme, sin quitarse el sombrero de fieltro y penacho ni apearse del caballo. Desconfiado, el oficial de las milicias burguesas le enfocó con la linterna para ver mejor a aquel caballero armado cuyo malvado rostro lo inquietaba: mejillas ásperas, rasgos desencajados, mirada dura. Después examinó el documento, vio la prestigiosa firma estampada, se mostró repentinamente respetuoso, lo saludó y dio orden de abrir las puertas.

Leprat se lo agradeció haciéndole una señal con la cabeza.

La puerta de Saint-Denis ofrecía un acceso privilegiado a París. Situada al oeste sobre una muralla nueva y fortificada que abarcaba viejos barrios, cerraba la calle de Saint-Denis, que atravesaba de norte a sur toda la orilla norte de la capital, hasta el Châtelet, que se alzaba ante el puente del Cambio. De día, esta arteria casi rectilínea era un hervidero turbulento y escandaloso. Pero, al caer la tarde, se convertía en una estrecha trinchera entregada a las tinieblas mudas y amenazantes. De noche, todo París tenía la misma cara.

Leprat enseguida se percató de que lo seguían.

Primero lo previno su instinto. Luego, la especial cualidad de un silencio habitado. Y, finalmente, un movimiento furtivo sobre un tejado. Sin embargo, hasta llegar a la altura del hospital de la Trinité, cuando vio el cañón de una pistola entre dos chimeneas, espoleó súbitamente a su caballo.

—¡ARRE!

Sorprendida, su montura agotó el último recurso de lanzarse al galope de un brinco.

Abrieron fuego.

Las balas silbaron y marraron el blanco.

Sin embargo, después de varias zancadas al galope, el caballo topó con un obstáculo que lo hizo fallar de las patas delanteras. Relinchando de dolor, el animal saltó pesadamente para no volverse a levantar.

Leprat se había caído del caballo. Recibió un fuerte golpe y notó un dolor intenso en el brazo herido. Haciendo gestos, se levantó apoyándose sobre las rodillas…

… y vio la cadena.

En sus extremos, las calles parisienses disponían de torniquetes que permitían tender una cadena de un lado a otro de la calzada: un viejo dispositivo medieval con la finalidad de entorpecer los movimientos del gentío en caso de motín. Dichas cadenas, que sólo se podían desenrollar con una llave, estaban bajo la responsabilidad de los oficiales de la milicia. Eran largas y consistentes, demasiado bajas para detener a un caballero pero lo bastante altas para obligarlo a saltar. Y, en la oscuridad, representaban una trampa temible.

Entonces Leprat comprendió que los tiradores no tenían como principal objetivo abatirlo y que el verdadero lugar de la emboscada estaba aquí, en la esquina de la calle que iba hacia Ours, no lejos de uno de los escasos faroles suspendidos que la Ciudad encendía al crepúsculo y ardía hasta que las velas de sebo se apagaban.

Tres hombres surgieron del pálido resplandor, y otros más fueron llegando. Enfundados en guantes y botas, armados de espadas, llevaban sombreros y grandes abrigos oscuros, pero ocultaban sus rostros con unos pañuelos negros.

Leprat se puso en pie con dificultad, desenvainó la espada de marfil y plantó cara a los primeros que cargaron contra él. A uno lo esquivó y lo dejó pasar, arrastrado por su propio impulso. Luego bloqueó el ataque de un segundo y empujó al tercero por el hombro. Se abrió paso, atravesó un pecho, reculó in extremis para evitar el filo de una espada. Entonces se presentaron otros dos espadachines enmascarados. El caballero d’Orgueil reculó y enseguida contraatacó. Agarró a uno de sus nuevos agresores por el cuello y lo lanzó contra una pared batiéndose a espada. Esquivó, reposó, volvió a esquivar, se esforzó en imponer su ritmo a la acción, en repeler o burlar a un adversario a tiempo para encargarse del siguiente. Si bien el hecho de ser zurdo lo favorecía un poco, su herida reabierta en el brazo lo perjudicaba; y sus adversarios contaban con el beneficio del número: cuando uno flaqueaba, otro lo relevaba. Finalmente, traspasó un hombro y, con un violento golpe de empuñadura, rompió una sien. Este asalto le supuso un corte grave en la pierna, aunque pudo retroceder mientras el herido en el hombro huía y el otro yacía muerto sobre el fangoso adoquinado.

Los dos espadachines que quedaban hicieron una pausa. Prudentes, se desplegaron con lentos pasos de chassé[4] para rodear al caballero. Éste, con la espalda contra la pared, se puso en guardia y procuró mantenerlos juntos en su campo de visión. Su brazo y su pierna lo hacían sufrir. El sudor le picaba en los ojos. Y, como los espadachines no parecían decidirse a tomar la iniciativa, comprendió que esperaban refuerzos. Refuerzos que, además, llegaron: tres hombres bajaron corriendo la calle de Saint-Denis. Sin duda, eran los que habían abierto fuego desde los tejados.

Leprat no se podía permitir esperarlos.

Modificó ligeramente su guardia, puso cara de atacar a su adversario de la izquierda, brindó una oportunidad al de la derecha y cambió bruscamente de objetivo. El marfil rasgó un rayo de luna antes de cortar en limpio una mano que descansaba crispada en la empuñadura de una espada. El amputado gritó y se batió en retirada apretándose el muñón, que sangraba a borbotones. Leprat lo olvidó y se giró para desviar una bota que se dirigía a su cara. Esquivó dos embestidas, agarró un brazo demasiado extendido, tiró del hombre hacia él, le dio un cabezazo en plena boca, luego un rodillazo en la entrepierna y, finalmente, lo remató con un revés de espada que lo degolló.

Mientras dejaba que el cadáver se desplomara sobre un fango ya empapado en sangre, el caballero le quitó un puñal que llevaba en la cintura y plantó cara a los tres rezagados. Desvió un primer acero con su espada blanca y un segundo con el puñal, esquivó el tercero que, en lugar de atravesarle el ojo hasta el cerebro, lo rasguñó en la mejilla. Luego empujó a un bretón de una patada, logró parar en alto las espadas de los otros dos y, con el marfil que rechinaba bajo la doble mordedura del acero, los repelió juntos por el costado para obligarlos a apuntar sus espadas hacia el suelo. Tenía el puñal libre: lo clavó tres veces en el flanco que un espadachín dejó al descubierto. Cada vez con más ventaja, Leprat se apoyó en un mojón de piedra y, dando una voltereta en el aire, decapitó al hombre cuya suela había esquivado y que ahora perdía el equilibrio. Un chorro escarlata volvió a caer en forma de lluvia pegajosa sobre el caballero d’Orgueil y su último adversario. Intercambiaron algunos ataques más, paradas y réplicas, cada uno avanzando y retrocediendo a lo largo de una línea imaginaria, bocas gesticulantes y miradas rabiosas. Por fin, el espadachín cometió un error fatal y su vida cesó de repente cuando un delgado filo de marfil se le deslizó bajo el mentón y despuntó manchado por detrás de su cráneo.

Ebrio de fatiga y de violencia, debilitado por sus heridas, Leprat se tambaleaba y se encontraba mal. Una violenta náusea lo partió en dos y lo obligó a apoyarse contra una puerta para vomitar una flema negra de ranse que fluía en largos hilos.

Creía haber terminado, pero oyó un caballo que avanzaba a paso ligero.

Los párpados pesados y la mirada enfermiza, siempre apoyado con una mano contra el muro al pie del cual había vomitado, Leprat miró de reojo para ver al caballero que avanzaba hacia él.

Era un gentilhombre muy joven y elegante de bigote rubio, que iba montado en un caballo lujosamente enjaezado.

—Mi enhorabuena, monsieur Leprat.

Con todos los miembros torturados, el caballero hizo un esfuerzo por erguirse, aunque sintiera que una ráfaga de viento lo podría derribar.

—Para los desconocidos, soy «monsieur d’Orgueil».

—Como queráis, señor caballero d’Orgueil. Os ruego que aceptéis mis disculpas.

Leprat escupió restos de sangre y bilis.

—¿Y vos quién sois?

El caballero esbozó una sonrisa compasiva mientras apuntaba al caballero con una pistola cargada.

—Importa bien poco, señor caballero d’Orgueil, que llevéis mi nombre a la tumba. —Los ojos del caballero resplandecieron—. Un hombre de honor se apearía de su caballo y tiraría la espada.

—Sí. Seguramente.

El marqués de Gagnière apuntó y abatió a Leprat con un disparo en pleno corazón.