Como de costumbre, el joven marqués de Gagnière cenaba temprano, solo y en casa. Un ritual inmutable determinaba los pormenores de la comida, desde la disposición de la mesa hasta el silencio impuesto a las criadas, pasando por la ronda de platos preparados por un célebre y talentudo cocinero al corriente de los gustos del más exigente de sus clientes. Sobre el mantel de lino inmaculado, había una vajilla de corladura, vasos y aguamaniles de cristal, cubiertos de plata. Vestido con bastante lujo para brillar en la corte, Gagnière comía con tenedor, según una moda italiana que no acababa de cuajar en Francia. Cortaba trocitos iguales que masticaba lentamente, tenso e impasible, con la mirada al frente, y dejaba reposar los cubiertos de cada vez, las manos a ambos lados del plato. Para beber, se limpiaba los labios y el fino bigote rubio para no manchar el borde de los vasos.
Terminaba una ración de paté de faisán cuando un lacayo, aprovechando un cambio de plato, le murmuró unas palabras al oído. El marqués escuchó sin revelar emoción ni mover un músculo. Luego asintió.
Poco después, entró Malencontre.
Tenía el rostro descompuesto, iba sucio y desaliñado, apestaba a cuadra, llevaba el cabello pegado a la frente y la mano izquierda oprimida por un mugriento vendaje.
Gagnière lo miró con ojo clínico.
—Apuesto —dijo— que las cosas no han salido según lo previsto. —Le pusieron delante una codorniz rellena que empezó a trinchar meticulosamente—. ¿Y tus hombres? —preguntó.
—Muertos. Todos. A manos de un hombre.
—¿Uno solo?
—¡Pero no un hombre cualquiera! Era Leprat. Reconocí su espada.
Gagnière se llevó un trozo de codorniz a la boca, masticó, tragó.
—Monsieur Leprat —dijo para sus adentros—. Monsieur Leprat y su célebre espada de marfil…
—¡Un mosquetero! —insistió Malencontre como si eso justificara su fracaso—. ¡Y de los mejores!
—¿Tú te crees que el rey confía su correspondencia secreta a criados de comedia?…
—No, pero…
—¿Y la carta?
—La tiene él.
El marqués terminó su codorniz mientras Malencontre observaba su perfil impasible y juvenil sin pronunciar palabra. Luego, después de cruzar sus cubiertos en el plato, agitó una campanilla y dijo:
—Te puedes ir, Malencontre. Y procura cuidarte esa mano, porque manco me serás aún menos útil.
Un lacayo entró para recoger la mesa y el espadachín, al salir, se cruzó con un criado que traía una carta sellada en una bandeja. La misiva le fue entregada a Gagnière, que la deselló cuidadosamente y la abrió.
Estaba escrita del puño y letra de la vizcondesa de Malicorne.
«Vuestro hombre ha fracasado. El caballero pasará antes de medianoche por la puerta de Saint-Denis. La carta no debe llegar al Louvre». El marqués dobló el papel y echó un último trago de vino.
En ese preciso instante, Leprat, caballero solitario, cabalgaba bajo el sol poniente por un camino desierto y polvoriento.
Junto al corazón, entre los pliegues de la camisa, bajo su jubón encostrado de mugre, sudor y sangre seca, portaba un correo diplomático secreto que había jurado defender con la vida. Exhausto y herido, debilitado por la enfermedad que lo carcomía pacientemente, galopaba hacia París y la noche, ajeno a los peligros que allí le acechaban.