XXVII

Al anochecer, los tres jinetes pasaron por la puerta de Bucio de Bussy, como se escribía entonces, para adentrarse en el amplio y apacible barrio de la abadía de Saint-Germain. Continuaron por la calle del Colombier; pronto llegaron a la de los Saint-Pères, pasaron el cementerio de los Protestantes y, frente al hospital de la Charité, enfilaron la calle de Saint-Guillaume.

—Ya estamos —dijo La Fargue poniendo el pie en el suelo.

Marciac y Almadès miraron a un tiempo la puerta cochera ante la que se habían detenido: una puerta inmensa, sombría, con dos batientes rectangulares y cuarterones de madera fijados mediante grandes clavos de cabeza redonda. Luego se apearon y, mientras su capitán levantaba tres veces una aldaba de hierro forjado, observaron el ambiente de una calle tranquila que se bifurcaba a medio camino hacia la de Saint-Dominique. Muy pocos pisaban ya su adoquinado bajo el oro y el púrpura de poniente, y sus comerciantes recogían sus puestos. Olores de cocina difíciles de determinar se mezclaban con el excremental del fango parisiense. No lejos de allí, un haz de heno servía de insignia a una taberna.

—Eso apenas ha cambiado —comentó el gascón.

—No —respondió lacónicamente el maestro de armas español.

En uno de los grandes batientes de la puerta cochera, se había instalado otro peatonal. Apenas fue entreabierto, una voz preguntó desde el interior:

—¿Quién viene?

—Unas visitas —respondió La Fargue.

—¿Se les espera?

—Se les reclama.

Aquella curiosa conversación hizo sonreír a Marciac con nostalgia.

—Tal vez va siendo hora de cambiar nuestro sésamo —le murmuró Marciac a Almadès—. Aunque, después de cinco años…

Almadès puso mala cara: lo importante a aquellas horas era que alguien les abriera, lo cual sucedió.

Entraron uno detrás del otro, La Fargue el primero, tirando del bocado de sus monturas para obligarlas a bajar la cabeza. Nada más franquear la puerta, los cascos de los caballos taconeaban por un adoquinado sonoro y el patio donde los dejaron se llenó de ecos.

Era una vieja residencia de arquitectura austera, maciza, toda en piedra gris, que un hugonote rigorista había hecho construir según lo prometido el día después de la masacre de la Saint-Barthèlemy. Recordaba a esas antiguas construcciones señoriales que sobreviven en ciertas campañas, cuyos muros son baluartes, y las ventanas, troneras. Una muralla alta separaba el patio de la calle. Entrando a la derecha, se erguía el lado ciego y desconchado del inmueble vecino. Enfrente estaban las dos puertas cocheras de una gran cuadra levantada con un pajar. Finalmente, a la izquierda, el edificio principal hacía esquina. Flanqueado por una torreta y un palomar, contaba con una buhardilla a ras del tejado de pizarra, dos hileras de ajimeces en piedra orientados al patio, un despacho saliente y una planta baja a la que se accedía por una escalinata de varios peldaños.

Tras haber guardado su caballo, Marciac se dirigió a la escalinata y, volviéndose hacia sus compañeros, que iban a la zaga, manifestó con cierto énfasis:

—Y aquí estamos otra vez en el palacete del Épervier donde, como podéis ver, nada ha perdido su encanto… ¡Caramba! —añadió en un tono más bajo—. El lugar es aún más siniestro de lo que yo recordaba, increíble pero cierto…

—Este palacete ofreció un buen servicio en el pasado —decretó el capitán—. Y lo seguirá haciendo. Además, uno tiene sus costumbres.

Al cerrar la puerta peatonal, quien les había venido a abrir se reunió con ellos.

El anciano cojeaba con una pata de palo. Pequeño, flaco, descuidado, tenía las cejas pobladas y el cráneo calvo adornado con una corona de cabellos largos y finos, de un blanco amarillento.

—Buenas noches, señor —dijo a La Fargue tendiéndole un buen manojo de llaves.

—Buenas noches, Guibot. Gracias.

—¿Señor Guibot? —intervino Marciac acercándosele—. Señor Guibot, ¿sois vos?

—Os lo juro, señor, soy yo.

—Me parecía haber reconocido vuestra voz, pero… ¿No llevaréis por casualidad cinco años custodiando estas tristes piedras?

Guibot reaccionó como si hubieran insultado a alguien de su familia:

—¿Tristes piedras, señor?… Tal vez este palacete no sea muy risueño, y seguramente encontraréis unas motas de polvo aquí y unas telas de araña allá, pero os puedo asegurar que su tejado, su estructura, sus paredes y sus suelos son sólidos. Sus chimeneas tiran bien. Sus bodegas y sus cuadras son amplias. Y al fondo del jardín hay una puertecita que da a un callejón sin salida que…

—¿Y ella? —lo interrumpió Almadès—. ¿Quién es?

Había una joven con gorro y delantal blancos en el umbral de la entrada. Rubia y de ojos azules, hermosa, sonreía con timidez apretándose las manos.

—Es Naïs —explicó Guibot—. Vuestra cocinera.

—¿Y la señora Lourdin? —preguntó Marciac.

—Falleció el año pasado, señor. Naïs es su sobrina.

—¿Cocina bien?

—Sí, señor.

—¿Y sabe mantener la boca cerrada? —preguntó La Fargue, que tenía el don de la oportunidad.

—Es, por así decirlo, muda, señor capitán.

—¿Qué es eso de «por así decirlo»?

—Tan tímida y recatada que casi nunca le vienen las palabras.

—Eso no es exactamente lo mismo…

Naïs dudaba si avanzar, así que La Fargue se disponía a hacerle señas para que se acercara cuando la aldaba de la puerta cochera resonó dos veces. Los cogió a todos desprevenidos e incluso hizo que la joven se sobresaltara.

—Es él —anunció Guibot con un deje de sospecha en la voz.

El capitán asintió, los cabellos plateados acariciándole el cuello del jubón gris.

—Id a abrir, monsieur Guibot.

—¿«Él»? —preguntó el gascón mientras el portero obedecía—. ¿«Él», quién?

—Él… —dijo el Capitán levantando el mentón hacia el gentilhombre que entraba en el patio tirando de la brida de un caballo bayo.

De unos cuarenta y cinco o cincuenta años, era alto, delgado y pálido, altanero y seguro de sí mismo, y vestía un jubón púrpura y calzas negras.

Marciac lo reconoció antes de llegar a distinguir su bigote bien recortado y la cicatriz que tenía en la sien.

—Rochefort.