—Sabes que no es culpa tuya, ¿verdad?
Agnès de Vaudreuil se estremeció como si le hubieran puesto un atizador ardiendo en los riñones. Estaba adormilada y, al sobresaltarse, hizo caer el libro que tenía abierto sobre las piernas. Se había apoderado de ella una sorpresa teñida de pavor, pero le bastó un segundo para comprender que estaba sola. Además, la voz que había oído o soñado que oía sólo podía venir de ultratumba.
Nada más llegar del mesón con Ballardieu, se había aislado en la estancia preferida de la casa solariega, una estancia muy larga y casi sin muebles donde el silencio parecía más grande cuando reinaba. A un lado, antiguas armaduras se alternaban sobre pedestales con panoplias y armeros medievales. Al otro, por cuatro altos ajimeces de piedra, la luz del día entraba en rayos oblicuos ante los cuales las armaduras parecían montar intrépida guardia. Dos chimeneas amplias abrían bocas de ladrillo negras en cada extremo de la estancia originariamente destinada a acoger banquetes. Pero las sillas y la inmensa mesa habían sido trasladadas y, desde entonces, grandes arañas de hierro forjado dominaban sólo una extensión de losas desnudas.
Agnès se entrenaba en aquella estancia cuando hacía mal tiempo, sola o con Ballardieu. También le gustaba refugiarse allí para leer, reflexionar o simplemente esperar a que otro día, a veces otra noche, llegara a su fin. Para ello había acondicionado el espacio alrededor de la única chimenea que aún funcionaba desde los primeros fríos: una butaca con respaldo de cuero, una mesa pulida por el tiempo, un baúl carcomido, estantes donde se alineaban tratados de esgrima y un viejo estafermo.
Era su mundo.
Aquella tarde, Agnès se había puesto cómoda para leer. Había colgado su tahalí en el estafermo, se había quitado las botas y el corsé de búfalo rojo, luego se había arrellanado en la butaca, con las piernas estiradas y los tobillos cruzados sobre el baúl que tenía delante. Pero estaba más cansada de lo que pensaba. La somnolencia se había apoderado de ella cuando leía un capítulo dedicado a comparar paradas de cuarta y de sexta con una estocada efectuada por un adversario beneficiario de una mejor distancia.
Luego se hizo la voz:
—Sabes que no es culpa tuya, ¿verdad?
La mirada de Agnès topó con el estafermo.
Antes de tener la desgracia de convertirse en perchero, había servido mucho tiempo como maniquí de entrenamiento para esgrima. A los brazos estirados en horizontal les habían sido amputados dos tercios; y su busto, clavado en un pie sólido que no le permitía pivotar, estaba lleno de cortes cuyo número aumentaba a medida que uno se acercaba al corazón simbólico grabado en la madera. Era Ballardieu, el soldado de la guardia por el que Agnès había sido abandonada a causa de su padre, y que había traído aquel estafermo carcomido de un campo donde entonces servía de espantapájaros. En dicha época la futura baronesa, que aún era una niña, se esforzaba por levantar con dos manos una espada casi tan alta como ella. Pero no quería otra.
El grito cercano de una guiverna rasgó el silencio.
Agnès se puso las botas, se levantó, se enfundó el corsé de cuero que se ataba por delante y, con el tahalí al hombro y la espada envainada cruzándole el cuerpo, salió al patio que invadían las primeras sombras de la noche.
El guivernero ya se había posado y se apeaba de su montura blanca con largas alas de cuero replegadas. El color del animal y de la librea del hombre no dejaban lugar a dudas: se trataba de un mensajero real. Debía de haber venido directamente desde el Louvre.
Tras haber comprobado la identidad de la baronesa de Vaudreuil y haberla saludado respetuosamente, el guivernero le tendió una carta que llevaba en las pistoleras de la silla de montar del gran reptil.
—Gracias. ¿Espera respuesta inmediata?
—No, señora.
Al ver que Marion aparecía en el umbral de su cocina, Agnès le envió el mensajero real para que le sirviera un vaso de vino y todo cuanto quisiera antes de emprender el camino de regreso. El hombre se lo agradeció y dejó a Agnès en compañía de su guiverna que, dócil y apacible, torcía su largo cuello para observar cuanto la rodeaba con una plácida mirada.
Agnès rompió el sello de cera con las armas del cardenal de Richelieu y la leyó sin inmutarse.
—¿Qué es eso? —preguntó Ballardieu, enterado de las noticias.
Ella no respondió al momento, sino que volvió la cabeza hacia él para mirarlo de arriba abajo durante un buen rato.
Al fin, y por primera vez en mucho tiempo, sonrió.