XXIV

Aquellos días existía en París una docena de cortes de los milagros. Todas estaban organizadas de acuerdo con el modelo heredado de la Edad Media; reunían en lugares cerrados a comunidades de mendigos, truhanes y marginados. Plagaban la capital, y debían su nombre a los mendigos profesionales —falsos enfermos y falsos tullidos— que recobraban «milagrosamente» la salud lejos de miradas indiscretas, después de una jornada de trabajo. Una de ellas estaba situada en el barrio de Saint-Denis, la corte de Sainte-Catherine; otra, en la calle del Bac; y una tercera, cerca del mercado de Saint-Honoré. Pero la más famosa, la que merecía ser escrita en mayúsculas y no precisaba localización explícita, era la de la calle Neuve-Saint-Saveur, cerca de la puerta de Montmartre.

Perdida según un cronista en uno de los barrios «peor edificados, sucios y apartados de la ciudad», consistía en una amplia corte que databa del siglo XIII. Era apestosa, fangosa, y estaba rodeada de construcciones sórdidas y oscilantes, de una maraña de callejuelas tortuosas tras el convento de Les Filles-Dieu. Aquí se alojaban varios centenares de mendigos y malhechores con mujeres y niños por al menos un millar de habitantes que reinaban como señores absolutos sobre su territorio, y no admitían la intrusión ni de extraños ni de patrullas de vigilancia; es más, de buena gana los recibían a pedradas, a bastonazos y con insultos. En 1630, se iba a construir una calle que pasaría por allí: los obreros fueron importunados, y el proyecto, forzosamente abandonado.

El pequeño mundo insumiso de la corte de los milagros, obsesionado con su propia independencia, vivía según sus propias leyes y costumbres. Tenía al frente un jefe, el «Gran Coësre», a quien Saint-Lucq esperaba encontrar aquella tarde. Desde detrás de sus antiparras rojas, observaba por los cristales gruesos de una ventana de la primera planta el gran callejón desolado y casi desierto a tal hora: sólo se animaría entrada la noche, cuando truhanes y mendigos regresaran de su jornada de rapiña o de manos tendidas en París. Había algo siniestro e incómodo en el ambiente. Uno se sentía como espiado en terreno enemigo, justo antes de la inevitable emboscada.

El semidragón no estaba solo.

Para empezar, le hacía compañía una anciana toda vestida de negro que, sentada a su lado, roía obleas como un conejo hojas de endivia, sosteniéndolas entre los dedos de sus manos descarnadas, los ojos perdidos en el vacío. También se hallaba Tranchelard, el bruto al que Saint-Lucq había amenazado. El hombre se esforzaba en hacer la atmósfera lo más odiosa posible con su pesado silencio y la mirada fija y oscura que clavaba en la visita, sin apartar la mano de la empuñadura de la espada. Pero a Saint-Lucq, de espaldas a él, eso le traía sin cuidado. Los minutos pasaban, y los crujidos de la anciana arañaban el silencio.

Al fin el Gran Coësre, precedido por un individuo serio de calvicie pronunciada, entró en la estancia donde suelo, paredes y marcos de aspecto desconchado contrastaban con el lujo heteróclito de los muebles y de las alfombras robadas en algún palacete o rica mansión burguesa.

El Gran Coësre, rubio y delgado, aún no había cumplido los diecisiete años, edad que por aquel entonces ya se consideraba adulta; pero parecía muy joven para dirigir a algunos de los más violentos y peligrosos representantes del hampa parisiense. Sin embargo, ostentaba toda la seguridad de los monarcas temidos y respetados cuya autoridad no se discute sin que corran sangre y lágrimas. Su mejilla derecha llevaba la cicatriz de un tajo mal curado. Sus ojos claros brillaban de cinismo e inteligencia. No iba armado, pues estaba convencido de que no había nada que temer en su propio feudo, donde una mirada suya podía condenar a muerte.

Mientras el Gran Coësre se instalaba cómodamente en la butaca de respaldo alto que le habían reservado, el hombre que le había abierto la puerta se colocó a su lado, de pie e impasible. Saint-Lucq lo conocía. Se llamaba Grangier y era un «archiservidor». En la rigurosa organización jerárquica de la corte de los milagros, los archiservidores se encontraban justo por debajo del Gran Coësre, ocupando el mismo rango que los «santurrones». Estos últimos tenían la misión de comandar las tropas y formar a los neófitos en las artes de vaciar bolsillos ajenos y suscitar la compasión del prójimo. Los archiservidores eran jueces y consejeros, a menudo cultos. Grangier, un sacerdote que había colgado los hábitos, debía usar su temible perspicacia para hacerse escuchar por su señor.

Saint-Lucq se inclinó, pero no se quitó el sombrero.

—Reconozco que no te falta valor —soltó el Gran Coësre, sin preámbulos—. Si no fuera porque eres tú, pensaría que trato con un idiota. —El semidragón no respondió—. Presentarte aquí después de haber dejado maltrechos a dos de mis hombres y amenazado de muerte al pobre Tranchelet…

—Quería asegurarme de que te transmitiría mi mensaje.

—¿Sabes que sólo habla de destriparte?

—Me da lo mismo.

Tranchelard se estremeció, consumiéndose por desenvainar. Su jefe indiscutible se rio a carcajadas.

—¡Bien! Siempre podrás presumir de haber despertado mi curiosidad. Habla, te escucho.

—Es la cuadrilla de los Cuervos.

Al oír estas palabras, el rostro del Gran Coësre se ensombreció:

—¿Qué le pasa? —preguntó.

—Recientemente, los Cuervos se han apoderado de cierta mercancía. Una mercancía frágil y valiosa. Una mercancía de un género que, hasta entonces, nunca les había interesado. ¿Sabes de qué estoy hablando?

—Puede.

—Quiero averiguar dónde esconden su mercancía. Sé que no es en París, pero nada más. En cambio, tú…

El señor de la corte de los milagros hizo una pausa. Luego se inclinó hacia Grangier y le susurró unas palabras en narquois, ese argot del hampa francesa incomprensible para los profanos. El archiservidor respondió en el mismo lenguaje. Saint-Lucq no supo reaccionar y esperó a que terminara el conciliábulo. Fue breve.

—Y, suponiendo que sepa lo que tú quieres saber —prosiguió el Gran Coësre—, ¿por qué te lo iba a decir?

—Es una información que estoy dispuesto a pagar al precio más alto.

—Soy rico.

—También eres un crápula sin fe ni ley. Pero, ante todo, eres un hombre sensato.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Los Cuervos te ponen chinas en el camino. Por culpa suya, disminuyen tu influencia y los ingresos de tus negocios. Pero, lo que es más importante, no obedecen tus órdenes.

—Este problema tendrá pronta solución.

—¿En serio? Yo puedo arreglarlo por ti. Dime lo que quiero saber, y daré a los Cuervos un golpe del que tardarán en recuperarse. Incluso podrás atribuirte tú el mérito si lo deseas… No nos tenemos mucho aprecio, Gran Coësre. Sin duda, un día de éstos correrá la sangre entre nosotros. Pero ahora nos unen nuestros intereses.

El Gran Coësre, pensativo, se alisó el bigote y la perilla bien recortados, que eran más vello que pelo.

—¿Tan valiosa es esa mercancía?

—Para ti, no.

—¿Y para los Cuervos?

—Vale el precio que se les ha ofrecido. Creo que, en este asunto, son sólo ejecutantes y que pronto entregarán su mercancía a quien los utiliza. No me corresponderá actuar a mí cuando esto pase, y tú habrás desaprovechado una buena ocasión para pagarles con la misma moneda. El tiempo apremia, Gran Coësre.

—Concédeme una hora para reflexionar.

El hombre y el semidragón intercambiaron una larga mirada, con la que cada uno de ellos ahondaba en el alma del otro.

—Una hora. No más —exigió Saint-Lucq.

Cuando Saint-Lucq se fue, el Gran Coësre preguntó a su archiservidor:

—¿Qué piensas tú de todo esto?

Grangier se tomó su tiempo.

—Dos cosas —dijo.

—¿Cuáles?

—La primera, que te interesa ayudar al semidragón contra los Cuervos.

—¿Y la segunda?

Antes de responder, el archiservidor se volvió hacia la anciana, que sabía que le había leído el pensamiento. Entonces ésta, entre dos crujidos y con la mirada siempre al frente, como ciega o indiferente al mundo, dijo:

—Cualquier día de éstos, habrá que acabar con él.