XXIII

Marciac, malhumorado, había bebido.

Sentado a la mesa de una taberna desierta cuyo patrón barría encorvado el suelo al final de una jornada demasiado larga, el gascón borracho miraba el fondo de su vaso cuando advirtió que a su lado había alguien de pie.

—Capitán.

—Buenas noches, Marciac.

—Sentaos, os lo ruego.

—Gracias.

La Fargue arrastró una silla y se sentó.

Como cabría esperar en esta clase de lugar, pusieron un segundo vaso en la mesa. Marciac lo cogió para llenárselo al viejo gentilhombre.

—La jarra se acababa. Apenas daba para un trago.

—Lo siento, capitán. Esto es todo cuanto queda.

—Está bien así.

La Fargue no tocó su vaso y, aprovechando que el silencio se alargaba, se fijó en la carta arrugada que el gascón había recibido en la calle de la Grenouillère.

—Las Espadas retoman el servicio, Marciac. —Este asintió, triste y soñador—. Te necesito, Marciac.

—¿Eh?

—Las Espadas te necesitan.

—¿Cuáles?

—Las mismas. Se les han enviado cartas. Pronto llegarán.

—La mismas, querrás decir las que están vivas.

—Sí.

Volvió a hacerse un silencio, sin duda más denso.

Por fin, Marciac soltó:

—Ahora tengo una vida, capitán.

—¿Una vida que te gusta?

Se cruzaron una larga mirada.

—Que me gusta bastante.

—¿Y que te lleva adónde?

—Todas las vidas llevan al cementerio, capitán. Sólo importa que el camino sea agradable.

—O útil.

—¿Útil? ¿Útil para quién?

—Servimos a Francia.

—En las alcantarillas.

—Servimos al rey.

—Y al cardenal.

—Es lo mismo.

—No siempre.

La conversación, seca y tensa como un intercambio de réplicas mortal, se interrumpió con estas palabras. Marciac secó su vaso entornando los ojos y preguntó:

—¿Seremos recompensados esta vez?

—Ni honor ni gloria, si es a lo que te refieres. En este sentido, todo sigue igual.

—Me refiero a la pecunia. Si acepto, quiero que se me pague bien. Muy bien. Dicho y hecho. A la menor demora, cuelgo la espada. La Fargue, intrigado, entrecerró los párpados:

—Entendido.

Entonces el gascón dedicó unos instantes de reflexión a examinarse el sello de acero:

—¿Cuándo empezamos? —preguntó.