XXII

Prevenida por su hijo, la mujer salió al umbral de la choza para observar al caballero que llegaba. Con una palabra, ordenó al muchacho que fuera a buscarle algo al interior. Éste se apresuró a obedecer y regresó con una pistola de rueda, que entregó a su madre.

—Escóndete, Tonin.

—Pero, mamá…

—Escóndete debajo de la cama y no salgas hasta que yo te lo diga.

Soplaba una pizca de viento al caer la tarde. Ya no se veían las casas que había más allá de la puerta. El pueblo más cercano se encontraba a una legua larga y el camino que llevaba hasta él quedaba lejos de allí. Incluso los mercaderes ambulantes y otros vendedores de almanaques se desviaban del camino principal sólo muy de vez en cuando. Uno tenía que valerse por sí mismo en este rincón perdido de la campiña francesa.

La mujer se quedó sola, y comprobó que la pistola estaba cargada y que la pólvora fulminante estaba bien seca en la cazoleta. Luego dejó que el arma le colgara del brazo ligeramente apartada del cuerpo, fuera de la vista del caballero que entraba en el patio, donde algunas gallinas picoteaban el suelo de tierra parda.

Apenas asintió cuando Antoine Leprat la saludó desde lo alto de su montura.

—Quisiera dar de beber a mi caballo. En señal de agradecimiento, os pagaré un vaso de vino.

Ella lo examinó detenidamente sin decir palabra.

Mal afeitado, mugriento y descuidado, parecía agotado y no inspiraba mucha confianza. Iba armado: llevaba pistolas en las fundas de su silla de montar y una curiosa espada blanca le colgaba del lado derecho, como si de un zurdo se tratara. Su jubón azul oscuro estaba abierto sobre una camisa aureolada de sudor y, cerca del hombro, la manga tenía un feo desgarrón que permitía intuir un vendaje reciente. Por si fuera poco, un hilo de sangre fresca le manchaba la mano, señal de que la herida se había vuelto a abrir.

—¿Adónde vais? —preguntó la mujer.

—A París.

—Por estos caminos, no llegaréis antes de la noche.

—Lo sé.

Ella lo miró otra vez de arriba abajo.

—Estáis herido.

—Sí.

Tras el combate con Malencontre y sus pistoleros, Leprat no se había dado cuenta de que sangraba hasta pasado un rato. En el fervor de la acción, no había visto cuál de sus adversarios lo había herido en el brazo. Tampoco había sentido el dolor en el momento. De hecho, no lo sintió hasta más tarde, cuando descubrió el hilo de sangre que le resbalaba por la manga y le empapaba la mano derecha. Aunque el corte no era especialmente peligroso, habría merecido unos cuidados dignos de su nombre; sin embargo, él se conformaba con que le aplicaran un vendaje improvisado antes de reanudar el camino.

—Un mal encuentro —explicó.

—¿Salteadores?

—No. Asesinos.

La mujer no pestañeó:

—¿Os persiguen?

—Me perseguían. Desconozco si aún es así.

Desde la posta, Leprat había tomado senderos que, si bien no siempre eran atajos, reducían el riesgo de emboscada. Viajaba solo, y su herida hacía de él una presa fácil para los salteadores de caminos. Pero también temía que lo estuvieran esperando en algún punto de la ruta de París quienes ya habían enviado hombres tras sus pasos.

—Yo os curaré —dijo la mujer sin tratar ya de esconder la pistola que llevaba—. Pero no quiero que os quedéis.

—Sólo pido un cubo de agua para mi caballo y un vaso de vino para mí.

—Yo os curaré —repitió ella—. Yo os curaré, y después partiréis. Entrad.

Leprat la siguió al interior de la casa, que consistía en una enorme estancia baja y sombría, pobre pero limpia, con suelo de tierra batida y pocos muebles.

—Puedes salir, Tonin —soltó la mujer.

Mientras su hijo salía de debajo de la cama y dirigía una tímida sonrisa al extraño, ella preparó un balde de agua y paños limpios al tiempo que dejaba la pistola a mano.

Leprat esperó a que ella le señalara un banco antes de sentarse.

—Me llamo Leprat —dijo.

—Geneviève Rolain.

—¡Y yo Tonin!

—Buenos días, Tonin —dijo Leprat con una sonrisa.

—¿Sois gentilhombre? —preguntó el chiquillo.

—Lo soy.

—¿Y soldado?

—Sí.

—Mi padre también era soldado. En el regimiento de Picardía.

—Un regimiento muy antiguo y prestigioso.

—¿Y vos, señor? ¿En qué regimiento servís?

Previendo la reacción que provocaría, Leprat anunció:

—Sirvo en la compañía de mosqueteros a caballo de su majestad.

—¿En los mosqueteros del rey? —se maravilló Tonin—. ¿En serio? ¿Lo has oído, mamá? ¡En los mosqueteros!

—Sí, Tonin. No grites tanto, que ya te oigo…

—¿Conocéis al rey, señor? ¿Habéis hablado con él?

—Alguna vez.

—Venga, vete a dar de beber al caballo del señor mosquetero —intervino Geneviève, mientras posaba un balde lleno de agua sobre la mesa.

—Pero, mamá…

—Ahora, Antoine.

El chiquillo sabía que no era buena señal que su madre se pasara de Tonin a Antoine:

—Sí, mamá… ¿Me hablaréis después del rey, señor?

—Ya veremos.

El niño salió de casa, feliz con aquella idea.

—Tenéis un hijo muy bueno —dijo Leprat.

—Sí. Está en esa edad en que uno sólo sueña con gloria y aventuras.

—Es una edad por la que no siempre pasan los hombres.

—Y así murió su padre.

—Lo siento, señora. ¿Cayó en combate?

—Los soldados mueren más de hambre, de frío o de enfermedad que de una estocada… No, señor, la ranse se llevó a mi esposo durante un brote.

—La ranse… —murmuró Leprat como recordando a una vieja y temible enemiga.

Se trataba de un mal virulento causado por los dragones y su magia. Los dragones, o más exactamente sus lejanos descendientes de apariencia humana, apenas la padecían, pero los hombres y las mujeres que los frecuentaban durante demasiado tiempo rara vez se libraban. El síntoma inicial era una pequeña mancha en la piel, al principio poco más preocupante que un lunar, y que a menudo pasaba inadvertida en una época en que la gente no se lavaba y nunca se quitaba la camisa. La mancha crecía, violácea y rugosa. A veces, con el tiempo, se volvía negra y se agrietaba, supurante, mientras se desarrollaban unos tumores internos. Era la «gran ranse». El enfermo era contagioso y conocía los primeros dolores, los primeros bultos, las primeras malformaciones, las primeras monstruosidades…

La Iglesia veía en aquella enfermedad la flagrante demostración de que los dragones eran la viva encarnación del mal, de que uno no podía ni acercarse a ellos sin perder la partida. En cuanto a la medicina del siglo XVII, era incapaz de combatir y prevenir la ranse, grande o pequeña. Se vendían remedios, sí, y casi cada año aparecían otros nuevos en las boticas y en los puestos ambulantes. Pero la mayoría eran sólo obra de charlatanes y practicantes más o menos bienintencionados. En cuanto a los medicamentos supuestamente serios, resultaba imposible evaluar objetivamente su eficacia porque no todos los afectados reaccionaban de la misma manera ante la ranse. Unos fallecían en dos semanas mientras que otros vivían mucho tiempo tras la aparición de los primeros síntomas, y sin sufrir demasiado. Pero uno también se cruzaba en la calle con desdichados en la última fase de la enfermedad que, convertidos en temibles monstruos, mendigaban para sobrevivir. Cuando no los encerraban a la fuerza en el hospicio de los Incurables recientemente fundado en París, los obligaban a llevar un sayal rojo y a anunciarse con un chirrido de carraca.

Geneviève disipó los malos recuerdos y se encogió de hombros antes de ayudar a Leprat a quitarse el jubón. Luego deshizo el vendaje que él había improvisado de prisa y corriendo alrededor de su bíceps, sobre la manga de la camisa.

—Ahora vuestra camisa, señor.

—Rasgad la manga, con eso bastará.

—La camisa es buena. Sólo hay que coser el desgarrón.

Leprat imaginó que una camisa nueva no costaba lo mismo para un gentilhombre que para una aldeana condenada al ahorro.

—De acuerdo —aprobó él—. Pero cerrad la puerta, os lo ruego.

La mujer vaciló y echó una ojeada a su pistola, pero finalmente entornó la puerta abierta al patio. Luego fue a ayudar al mosquetero que acababa de desnudarse el torso, y lo comprendió todo al ver aquella espalda musculosa.

Una gran mancha de ranse, áspera y violácea, se le extendía por la espalda.

—No temáis, señora. Mi mal no ha llegado al punto de poder contagiaros. Pero es un espectáculo que he preferido ahorrarle a vuestro hijo.

—¿Duele?

—Todavía no.