XXI

El sol aún estaba alto cuando Agnès de Vaudreuil avistó el pueblo. Con el jubón abierto y la vaina de su espada golpeando contra la pierna, iba gris del polvo que los cascos de su caballo habían martilleado a galope tendido desde que saliera apresuradamente de casa. Estaba colorada y la frente le brillaba de sudor. Un tanto maltrecha por la cabalgada, su larga coleta se reducía a una masa de trenzas flojas que ya sólo se mantenían unidas por el mechón, y de las que se escapaban anchos bucles negros. Su rostro, sin embargo, reflejaba siempre la misma mezcla de implacable determinación y cólera contenida. Y mantenía la mirada al frente, clavada en el objetivo hacia el que su montura espumante volaba sin aflojar.

El pueblo, que antaño era una simple aldea, había crecido en torno a su capilla en la encrucijada de dos caminos que serpenteaban entre dos colinas boscosas. Entonces era sólo una etapa en la ruta de Chantilly, pero debía su naciente prosperidad al Tonelete de Plata, una hostería conocida por la calidad de su cocina y de su bodega, así como por la agradable compañía de sus chicas de servicio. La gente de la región venía a tomar un vaso de vino de vez en cuando, y los viajeros bien informados se alojaban allí de buena gana: a la ida, cuando sus asuntos no les exigían llegar a Chantilly al amanecer; si no, a la vuelta.

Agnès aminoró el paso al dejar atrás las primeras casas. En las calles, su caballo pisó la misma tierra batida que en el camino, y ella lo guio al trote hasta la plaza del pueblo. Allí, delante del porche del Tonelete de Plata, los vecinos se dispersaban. Sonreían, charlaban, hacían grandes gestos de vez en cuando. Uno de ellos se subió a un banco de piedra musgosa y provocó risas amagando puñetazos y fuertes patadas en el culo. Todos parecían encantados, como a la salida de un teatro donde se hubiera ofrecido una farsa de las más cómicas. Agnès se preguntó quién habría desencadenado aquel alborozo, que por otra parte podía no augurar nada bueno. Porque unos espectadores contentos no implicaba necesariamente que el espectáculo hubiera sido bonachón. En aquella época se asistía en masa al suplicio de los condenados, y la gente se divertía mucho con los alaridos y los sobresaltos de los desgraciados sometidos a la tortura.

Al ver pasar a la amazona, algunos se descubrieron y el payaso se bajó de su banco.

—¿Quién es? —preguntó alguien.

—La baronesa de Vaudreuil.

—¡La dama!

—Lo que tú digas, amigo. Lo que tú digas…

El Tonelete de Plata ofrecía un pintoresco decorado con sus edificios de soslayo, sus viejas y nobles piedras grises, sus fachadas recubiertas de hiedra y sus tejados de teja roja.

Nada más pasado el porche, Agnès se bajó de la silla y las espuelas tintineaban al tiempo que los talones de sus botas altas golpeaban el pavimento del patio. Se enjugó la frente sudorosa con el revés de la manga, se desató del todo los cabellos y sacudió la cabeza para que sus anchos y pesados bucles negros se arreglaran ellos solos. Luego, desaliñada, cubierta de polvo y sin por ello temer que alguien la viera, observó el lugar.

Ante el edificio principal, reconoció al mesonero, que se esforzaba por calmar la impaciencia, si no la cólera, de algunos clientes. Nerviosos y agitados, éstos casi se peleaban por reprender severamente al dueño del local, con gran acompañamiento de índices que le apuntaban al pecho. El mesonero les hacía gestos conciliadores y manifestaba un respeto empalagoso, mientras prohibía el paso a quien quería entrar. Sin embargo, nada parecía impedirlo. Los clientes seguían enfadados y Agnès se fijó en que el aspecto de algunos, si es que ella no iba igual de descuidada, dejaba mucho que desear. Uno tenía la manga derecha del jubón que, rasgado en la espalda, le daba forma de tirabuzón en el codo; otro, descamisado, se apretaba una servilleta húmeda contra la frente; un tercero llevaba un sombrero de fieltro abollado y el encaje del cuello le colgaba de forma miserable.

Cuando por fin el mesonero advirtió su presencia, se excusó ante los gentilhombres. Estos refunfuñaron mientras él se apresuraba a atender a Agnès. De paso, llamó a un mozo de cuadra, que abandonó su cubo y su horca para ocuparse del caballo de la baronesa.

—¡Ah, señora! ¡Señora!

Ella se dirigía hacia él con paso decidido. Y, como no aminoró el paso ni cambió de rumbo cuando se encontraron, el mesonero tuvo que hacer un giro brusco para ponerse a su lado.

—¿Qué ha hecho ya? —preguntó Agnès.

El mesonero era un hombrecillo enjuto y delgado que lucía una barriga redonda como un tonel. Llevaba una camiseta de manga corta debajo de la camisa y, atado a la cintura, un delantal que le cubría las piernas.

—Alabado sea Dios, señora, habéis llegado.

—Más que al cielo, agradecédselo al muchacho que habéis enviado para prevenirme, maestro Léonard… ¿Dónde está Ballardieu? ¿Y qué ha hecho?

—Está dentro, señora.

—¿Por qué la gente espera fuera?

—Porque tienen su abrigo o su equipaje en la sala, señora.

—¿Y por qué no los van a buscar?

—Porque el señor Ballardieu no deja entrar a nadie.

Agnès se detuvo.

Sorprendido, el mesonero se avanzó dos pasos antes de imitarla.

—¿Cómo, maestro Léonard?

—Como lo oís, señora. Amenaza con romper la cabeza con un pistoletazo a quien abra la puerta sin ser vos.

—¿Está armado?

—No con una pistola.

—¿Está borracho?

El maestro Léonard la miró como quien no está seguro de haber entendido una pregunta y teme cometer una torpeza.

—¿Queréis decir: más borracho que de costumbre?

La baronesa soltó un suspiro de molestia.

—Sí, eso es exactamente lo que quiero decir.

—Entonces sí, señora. Está borracho.

—¡Maldito borracho! ¿No sabe beber con mesura? —dijo para sí.

—Creo que jamás aprenderá, señora. O que no tendrá el gusto…

—¿Y cómo empezó todo?

—Pues… —titubeó el mesonero—. Había tres señores… Pensad, señora, que habían comido muy bien y que hablaba más el vino que ellos…

—Vale. ¿Y?

—Algunas de sus palabras molestaban al señor Ballardieu…

—… que se lo hizo saber a su manera. De acuerdo, lo he entendido. ¿Dónde están esos señores?

El mesonero se asombró.

—¡Dentro, señora!

—¿Y quiénes son entonces los tres que veo ahí fuera, cubiertos de golpes y heridas?

—Ésos son los que quisieron intervenir.

Agnès alzó la mirada al cielo y reanudó su camino hacia el mesón y, de paso, hacia quienes estaban delante. El maestro Léonard se apresuró a adelantarla para abrirle camino.

Al verla entrar, un elegante oficial al que nadie retenía allí salvo lo gracioso de la situación, le dijo:

—Señora, os aconsejo que no abráis esa puerta.

—Y yo, señor, os aconsejo que no me empujéis —repuso enseguida la baronesa.

El oficial echó atrás los hombros, más sorprendido que enojado. Entonces Agnès comprendió que el hombre sólo había querido mostrarse galante. Y se calmó:

—No temáis, señor. Conozco al hombre que ocupa el interior.

—¿Qué? —intervino el cliente del sombrero de fieltro abollado—. ¿Conocéis a ese loco furioso?

—Medid vuestras palabras, señor —dijo una Agnès de Vaudreuil glacial—. El loco del que habláis ha empezado con vos un trabajo que yo bien podría terminar. Y os costaría algo más que un sombrero.

—¿Queréis que os acompañe? —insistió amablemente el oficial.

—No, gracias, señor.

—Sabed, sin embargo, que me tenéis a vuestra disposición.

Ella asintió y entró.

La estancia baja y silenciosa se hallaba sumida en un caos de sillas desmontadas, mesas caídas, vajilla rota. Manchas de vino salpicaban las paredes donde las jarras se habían estampado. A una ventana le faltaban varios cristales. En el suelo yacía una bandeja de servicio resquebrajada. Y, en el hogar, el asador sólo se sostenía por un horcón y el sabio mecanismo de contrapeso pensado para hacerlo girar tintineaba inútilmente.

—¡Por fin! —exclamó Ballardieu, con el tono de quien recibe una visita mucho tiempo esperada.

Dominaba triunfante el caos, sentado en una silla, con un pie apoyado en una viga de contención para balancearse. Llevaba el jubón de terciopelo rojo abierto sobre un torso macizo, velludo y reluciente, sonreía de oreja a oreja y parecía lleno de lasciva alegría pese a tener un labio partido y un ojo a la funerala, o tal vez por eso. A Ballardieu le gustaban las peleas.

En una mano sostenía un frasco de vino y, en la otra, lo que parecía un bolo de madera.

—¿Por fin? —se asombró Agnès.

—¡Pues claro! ¡Te estábamos esperando!

—¿«Estábamos»? ¿Nosotros? ¿Quién?

—Estos señores y yo.

Agnès apartó a duras penas su incrédula mirada del viejo soldado para observar a aquellos señores. Daba pena verlos a todos, la paliza que habían recibido era importante.

Dos hombres bastante bien vestidos, sin duda mercaderes, estaban apilados el uno sobre el otro, inconscientes o fingiendo estarlo. Otro, probablemente un vendedor ambulante, no había salido mucho mejor parado: sentado, cabeceaba y tenía los brazos y el busto atrapados en su gran cuévano de mimbre, en el que había tocado fondo con la cabeza. Por último, un cuarto se encontraba acurrucado a los pies de Ballardieu, y todo en su medrosa actitud indicaba que temía recibir una bofetada. A este lo conocía la baronesa, al menos de vista: se trataba de un veterano a quien las guerras de religión habían amputado una pierna y que, renqueando, dedicaba sus días a la ruta de los cafetines locales.

—Los has dejado muy guapos —comentó Agnès.

Se fijó en que el veterano no llevaba su maza, y entonces supo qué era el objeto en forma de bolo con el que Ballardieu jugaba.

—Lo merecían.

—Eso espero. ¿Por qué me esperabais?

—Quería que este señor, aquí presente, te pidiera disculpas.

Agnès miró al pobre cojo que, temblando, se protegía la cabeza con los antebrazos.

—¿Excusas? ¿Por qué motivo?

De repente, Ballardieu se sintió bastante incómodo. ¿Cómo explicarlo sin repetir a la baronesa las vulgares e injuriosas palabras dichas con respecto a su persona?

—Pues…

—Estoy esperando.

—Lo importante… —se corrigió el viejo soldado, agitando la pata de palo como un cetro—. Lo importante es que este mamarracho presente sus disculpas. ¡Eh, tú, mamarracho… la señora está esperando!

—Señora —gimió el otro antes de empezar—, os ruego que aceptéis mis más sinceras y respetuosas disculpas. He faltado a todos mis deberes, para lo cual ni mi pobre temperamento, ni mi mala educación ni mis costumbres deplorables sirven como excusa. Prometo controlar mi conducta y mis actos a partir de ahora y, consciente de mis faltas, me remito a vuestra benevolencia. A esto añado que soy feo, que mi boca huele como el culo y que, viéndome, nadie diría que el Altísimo creó a Adán a su imagen y semejanza.

El hombre había pronunciado su acto de contrición de un solo tirón, como una salmodia aprendida que, además, Ballardieu había acompañado con cabeceos regulares y movimientos de labios sincronizados.

El resultado pareció satisfacerlo.

—Muy bien, mamarracho. Toma, te devuelvo tu pata de palo.

—Gracias, señor.

—Pero has olvidado mencionar a tu fea troglodita que es…

—… de las que hacen de la leche lo peor. Lo siento, señor. ¿Tengo que volver a empezar?

—No lo sé. Tu arrepentimiento me parece sincero, pero… —Ballardieu preguntó a Agnès con la mirada.

Agnès lo observó estupefacta, sin saber qué decir.

—No —prosiguió—. La señora baronesa tiene razón: ya basta. Los castigos deben ser justos y no crueles, si se quiere que sean provechosos.

—Gracias, señor.

Ballardieu se levantó, se estiró, vació su frasco de vino de dos tragos y lo arrojó por encima del hombro. Al concluir una curva de muy limpia trayectoria, el susodicho frasco rebotó en el cráneo del vendedor ambulante que permanecía sentado y preso de su cuévano de mimbre.

—¡Bien! —soltó alegremente Ballardieu, frotándose las manos—. ¿Nos vamos? —A su espalda, el aturdido vendedor ambulante cayó de costado como una cesta volcada.