En casa de las Ranitas, Marciac se despertó contento y ahíto en una cama muy deshecha, y entonces se apoyó sobre un codo para mirar a Gabrielle, que se volvía a peinar, sentada medio desnuda delante de su tocador. Aquel espectáculo acabó de satisfacerlo. Ella era hermosa y, aunque las arrugas de la tela que la cubría apenas tenían la elegancia de los pliegues de las estatuas antiguas, la luz del sol poniente que entraba por la ventana irisaba el vello de una nuca grácil, acariciaba unos hombros redondos y pálidos, y perfilaba en ámbar la curva de una espalda satinada. Era uno de esos instantes perfectos en que se conjuga toda la armonía del mundo. La habitación estaba en silencio. Casi sólo se escuchaba la caricia del cepillo sobre la cabellera lisa.
Al poco rato, Gabrielle sorprendió la mirada de su amante en el espejo y, sin volverse, rompió el hechizo:
—Deberías guardar la sortija.
El gascón vio la sortija de sello que había ganado en duelo. Gabrielle se la había quitado del dedo y la había dejado junto a su joyero.
—Te la he regalado —dijo Marciac—. No me la voy a quedar.
—Tú la necesitas.
—¡Qué no!
—Sí. Para pagar a la Rabier.
Marciac se sentó en la cama. Gabrielle, que casi le daba la espalda, siguió peinándose, impasible.
—¿Lo sabes? —preguntó él.
Ella se encogió de hombros.
—Por supuesto. En París, todo se sabe. Basta con escuchar… ¿Le debes mucho?
Marciac no respondió.
Se dejó caer boca arriba, con los brazos ligeramente flexionados, y contempló el cielo de la cama.
—¿Tanto es? —dijo Gabrielle discretamente.
—Sí.
—¿Cómo has llegado a eso, Nicolas? —Había reproche y conmiseración en su tono de voz, en definitiva un tono muy maternal.
—Jugué, gané y perdí el triple —explicó el gascón.
—La madre Rabier es una mujer muy malvada. Puede perjudicarte.
—Lo sé.
—Y los hombres que trabajan para ella tienen sus manos manchadas de sangre.
—Eso también lo sé.
Mientras dejaba a un lado el cepillo, Gabrielle se giró sobre la silla y dirigió a Marciac una mirada tranquila y penetrante:
—Tienes que pagarle. ¿Bastará con la sortija?
—Bastará para empezar.
—Entonces, decidido.
Intercambiaron una sonrisa. Una sonrisa llena de afecto en ella y de agradecimiento en él.
—Gracias —dijo Marciac.
—No le demos más vueltas.
—Debería consultarte antes de tomar cada decisión.
—Conformate con hacer lo contrario de lo que te diete tu antojo, verás qué bien.
Sonriendo de buena gana, Marciac se levantó y empezó a vestirse mientras su amante se ponía las medias blancas, otro espectáculo del que no perdió detalle.
Luego, sin más preámbulos, Gabrielle soltó:
—Te han traído una carta aquí.
—¿Cuándo?
—Hoy.
—Y, como estabas furiosa conmigo —dio por supuesto el gascón al tiempo que se enfundaba las calzas—, la has quemado.
—No.
—¿Ni siquiera rasgado?
—No.
—¿Ni arrugado?
—¡No me fastidies, Nicolas! —exclamó Gabrielle. Casi había gritado, y miraba fijamente al frente.
Como tenían la costumbre de gastarse bromas de este tipo, Marciac no comprendió su reacción. Todavía con el torso desnudo, observó a la mujer que amaba y le preguntó qué la angustiaba.
—¿Qué te pasa, Gabrielle?
Con el índice, se enjugó discretamente una lágrima en la comisura de los ojos. Él se le acercó e, inclinándose sobre ella, la abrazó tiernamente por detrás.
—Dímelo —murmuró.
—Perdóname. Ten.
Marciac tomó la carta que ella le ofreció y entendió su desconcierto al reconocer el sello impreso en la cera roja.
Era el del cardenal de Richelieu.
—Yo creía… —dijo Gabrielle con una voz sofocada—. Yo creía que esa etapa de tu vida era agua pasada.
Él también lo creía.