XVI

En el mesón de camino a Clermont, nadie osaba hablar ni moverse desde que los cinco mercenarios habían entrado.

—Malencontre —retomó su jefe colocándose el cabello rubio estopa tras la oreja—. Es un nombre de guerra que se no se olvida, ¿verdad?

Estaba sentado a la mesa de Leprat y, después de haber pedido vino, hablaba con un tono que revelaba demasiada seguridad para ser inocente. Tres de sus hombres permanecían en pie detrás de él mientras que el último del grupo, un dragón de escamas grises como la pizarra, lo vigilaba todo desde la puerta.

—Así que —prosiguió Malencontre— mi nombre no te dice nada. ¿Sabes por qué?

—No —contestó Leprat.

—Porque quienes lo oyen de mi boca sin ser amigos míos suelen morir.

—¡Ah!

—¿Eso no te preocupa?

—Poco.

Malencontre se rascó con la uña la cicatriz que tenía en la comisura de los labios y se obligó a sonreír.

—Tienes razón. Porque, ¿ves?, hoy me siento de un humor misericordioso. Estoy dispuesto a olvidar las dificultades que nos has hecho pasar; incluso a perdonarte los dos cadáveres que dejaste sobre ese puente de la frontera. Y no hablemos de la mala pasada que nos jugaste en Amiens. Pero…

—¿Pero?

—Pero tienes que darnos lo que tú ya sabes.

Los mercenarios no dudaban de su victoria. Eran cinco contra uno que no podía esperar ninguna ayuda. Ellos se sonreían, sólo esperaban a desenvainar y hacer correr la sangre.

Leprat pareció analizar la situación y luego dijo:

—Entendido.

Se metió suavemente la mano izquierda en el polvoriento jubón y sacó una carta sellada con cera roja. La dejó sobre la mesa, delante de él, y esperó.

Malencontre lo observó, con el entrecejo fruncido.

No esbozó ni un gesto para coger aquella misiva que ya había costado dos vidas.

—¿Y eso es todo? —se sorprendió.

—Eso es todo.

—¿Entonces obedeces? ¿Sin resistirte?

—Ya he hecho bastante, me parece. Debería responder, pero de nada me serviría que pasarais por encima de mi cadáver para llevaros ese papel, ¿no? Además, tienen que haberme traicionado para que me hayáis encontrado tan rápido. Alguien os ha informado del camino que seguiría. Considero que eso me autoriza a tomarme algunas libertades con mis señores. Uno no debe nada a quienes le fallan. —Como Malencontre aún dudaba, Leprat insistió—: ¿Ves esta carta? Llévatela. Es tuya.

En la penumbra del local donde ardían las llamas de aquél, el silencio se hizo espeso como antes del hachazo de un verdugo, cuando el filo blandido atrae un rayo de sol y contiene las respiraciones.

—Vale —dijo Malencontre.

Lentamente, tendió una mano de uñas sucias hacia la carta.

Y, aunque en el último momento se inmutó al ver que un fulgor resplandecía en la mirada de Leprat, tardó demasiado en reaccionar.

El alarido de su jefe cogió desprevenidos a los mercenarios: Leprat acababa de clavarle la mano en la mesa con el cuchillo grasiento que le había servido para trinchar su pollo. Malencontre se liberó la diestra torturada y escupió:

—¡MATADLO!

Leprat, de pie, ya había desenvainado su espada.

Con una violenta patada, lanzó la mesa a las piernas de los reiter y eso los confundió aún más, porque así los obligaba a apartarse mientras ellos desenvainaban y Malencontre, apretándose la mano ensangrentada, los empujaba para reunirse con el dragón que llegaba. Leprat estaba acorralado, con la espalda contra la ventana tapada. Pero tenía espacio suficiente para combatir. Tranquilamente, fustigó el aire con su espada y se desenganchó el tahalí, que deslizó por el suelo.

Luego se puso en guardia.

Esperó.

Las mesas de alrededor se vaciaron en medio de un caos de muebles. Los clientes del mesón, silenciosos y solícitos, se amontonaron junto a las paredes o en los peldaños de la escalera que llevaba a la planta superior. Nadie estaba dispuesto a salir malparado de allí; sin embargo, todos querían mirar. El mesonero se refugió en la cocina. Sin duda, no le gustaba esta clase de espectáculo.

Alejado, el dragón vendaba la mano de Malencontre con los jirones del primer trapo que encontró. Los otros tres, listos por fin para la pelea, se desplegaron prudentemente en círculo.

Sin quitarles los ojos de encima, el caballero d’Orgueil dejó que se acercaran.

Mucho.

Muchísimo.

A estoque de espada.

Eso debería haberlos preocupado, pero descubrieron por qué demasiado tarde.

De repente Leprat se llevó la mano derecha a la espalda y arrancó la cortina de la ventana. La enorme claridad del exterior penetró en la oscura estancia, perfiló su silueta y les dio a los mercenarios en la cara. Sin aguardar un instante, se abrió paso. El marfil acerado topó con la garganta de un reiter cegado e hizo salir un chorro escarlata que el desventurado, al desplomarse, intentó en vano contener con los dedos mientras la sangre le borbotaba por la boca y la nariz. Entonces Leprat interrumpió y esquivó la torpe embestida de un mercenario que aún se protegía los ojos con el codo. Lo derribó de un rodillazo y lo estampó de cabeza contra la campana de la chimenea. El hombre se partió el cráneo. Cayó de bruces en el fuego y empezó a quemarse: un olor a cabellos calcinados y carne asada impregnó el aire al instante. El tercer reiter, que para entonces ya veía mejor, lo atacaba por detrás espada en mano. Leprat no se volvió. Con un solo movimiento, echó hacia atrás la espada que encajó debajo de la axila, retrocedió un paso al tiempo que apoyaba una rodilla en el suelo y dejó que el mercenario se empalara en el marfil. El hombre se quedó petrificado, con incredulidad en el rostro y baba rosa en los labios. Lentamente, Leprat dio media vuelta y terminó de hundir la espada hasta la guarnición. Clavó su mirada impasible en la del moribundo, luego empujó al cadáver que quedó estirado en el suelo.

No había transcurrido ni un minuto desde que había arrancado la cortina y tres espadachines aguerridos yacían muertos con los estoques d’Orgueil. Famoso en París, tanto en el Louvre como en todas las salas de armas, pasaba por uno de los mejores esgrimistas de Francia. Sin duda alguna, hacía honor a su reputación.

Malencontre no estaba en condiciones de batirse, pero el dragón esperaba a entrar en acción.

Leprat lo talló. Imprimió un movimiento seco a su espada que moteó el suelo de gotitas bermellón, sacó con la mano izquierda una daga de la funda que llevaba en los riñones y se puso nuevamente en guardia. El dragón pareció sonreír. Por su parte, cruzó los brazos ante él a la vez que desenvainó un sable recto y un puñal.

Él también lucharía con dos armas.

El duelo fue encarnizado desde los primeros estoques. Tensos y concentrados, el dragón y Leprat intercambiaron ataques, paradas, contras y réplicas sin piedad. El reptil sabía a quién se enfrentaba y el caballero enseguida supo lo que valía su adversario. Ninguno parecía ir ganando. Cuando uno de ellos retrocedía unos pasos, pronto recuperaba la ventaja. Y, cuando el otro parecía a la defensiva, lograba siempre hacerse con la iniciativa del siguiente ataque. Leprat era un bretón experimentado y con talento. Pero el dragón tenía de su parte la fuerza y la resistencia: su brazo parecía infatigable. Acero contra marfil, marfil contra acero, las espadas daban vueltas y se entrechocaban más rápido de lo que el ojo podía captar. Leprat sudaba y sentía que se debilitaba.

Aquello debía terminarse ya.

Por fin, las dagas y las espadas se cruzaron hasta la guarnición. Empujando el uno contra el otro, el dragón y Leprat se encontraban así cara a cara, con los brazos en tensión más arriba como si de un campanario se tratara. Con un ronco bufido, el reptil escupió una baba ácida al rostro del caballero, que respondió con un cabezazo en toda la cara. Así consiguió librarse de un adversario aturdido y, mientras se alejaba de allí, se enjugó con las mangas los ojos que le ardían. Pero el dragón ya se volvía a abalanzar sobre él, la boca espumante y las narinas ensangrentadas. Era el defecto de estas criaturas: de tan impulsivas, enseguida se entregaban a una cólera ciega.

Entonces Leprat vio una oportunidad que no se le presentaría jamás.

Con el pie, deslizó un taburete hacia el dragón. Éste tropezó y aprovechó el impulso inicial, medio corriendo, medio cayéndose. Su ataque fue violento, pero poco preciso. Leprat se apartó y se volvió a la izquierda cuando el reptil pasaba a su derecha. Terminó de girarse con una estocada importante, el brazo extendido en horizontal.

La espada de marfil hizo un corte limpio.

Una cabeza escamada dio vueltas y, después de una última vuelta sangrienta, rebotó en el suelo y rodó más lejos. El cuerpo del dragón decapitado cayó soltando un chorro abundante por el cuello.

Leprat buscó enseguida a Malencontre. No lo encontró, pero oyó gritos en el patio y un caballo que salía al galope. Se precipitó a la puerta a tiempo para ver que el hombre se alejaba a toda prisa, observado por quienes se habían quedado fuera y aún dudaban si ponerse a descubierto.

Manchado de la sangre de sus víctimas y con restos de baba reptiliana todavía en las mejillas, Leprat volvió al interior del mesón. Era objeto indiferente de todas las atenciones con un servicio entre espantado y aliviado. Nadie se atrevía aún a moverse, y menos a hablar. Nerviosas suelas restregaban el rústico suelo de madera.

Armas en mano, Leprat contempló el desorden y la carnicería con aire tranquilo. Entre los muebles desordenados, la vajilla rota y las vituallas pisoteadas, tres cadáveres flotaban en espesos mares rojos y un cuarto seguía calcinándose en el hogar, mientras las carnes grasas de su rostro crepitaban en contacto con las llamas. Aquel olor, mezclado con el de la sangre, la bilis y el miedo, era infame.

Una puerta chirrió y el mesonero salió de la cocina blandiendo un antiguo arcabuz. El hombre gordo llevaba un casco improbable y una pechera acorazada de la que no había podido atar todas las correas. Y, como le temblaban todos los miembros, el cañón de su arma abierta como una boca incrédula parecía seguir el vuelo errático de una mosca invisible.

Leprat estuvo a punto de reír, y sólo acabó esbozando una sonrisa cansina.

Entonces vio la sangre que le corría por la manga derecha y supo que estaba herido.

—Todo va bien —dijo—. Al servicio del rey.