XV

En París, la carroza del vizconde de Orvand dejó a Marciac en la calle de la Grenouillère[3], como él había pedido, y más exactamente delante de una bonita casa sin ningún rasgo particular a la que los amigos conocían como de las «Ranitas». Como asiduo del lugar, el gascón sabía que encontraría la puerta cerrada a aquella hora de la tarde. Así que dio la vuelta y saltó un muro para atravesar un apacible jardín y empujar una puerta baja.

Entró sin hacer ruido en una cocina donde una mujer más que redonda, en falda, delantal y gorro blanco, le daba la espalda. Él se le acercó de puntillas y la sorprendió con un sonoro beso en la mejilla.

—¡Señor Nicolas! ¿Pero de dónde venís? ¡Me teníais muerta de miedo!

—¿Otro beso para que me perdonéis?

—Vamos, señor. Bien sabéis que se me ha pasado la edad de las galanterías…

—¿En serio? ¿Y ese carpintero guapo y gallardo que se riza el bigote en el umbral de su puerta cada vez que vais al mercado?

—No sé de quién me habláis —respondió la cocinera sonrojada.

—Como quieras. ¿Dónde están esas señoritas?

—Al lado.

Poco después, Marciac hizo una entrada apoteósica en una luminosa sala amueblada con elegancia, donde cuatro bonitas jóvenes en salto de cama mataban el tiempo. La primera era rubia y rolliza; la segunda era morena y esbelta; la tercera, pelirroja y traviesa, y la última era una belleza judía de ojos verdes y tez mate. La rubia leía, mientras que la morena bordaba y charlaba con las otras dos.

Armado con su sonrisa más canalla, Marciac se inclinó fustigando el aire con su sombrero y exclamó:

—¡Buenos días, señoritas! ¿Cómo están mis preciosas ranitas?

Lo recibieron picaras admiraciones de alegría.

—¡Señor Nicolás!… ¿Cómo estáis?… ¡Cuánto tiempo!… ¡No sabéis lo mucho que os hemos echado en falta!… ¡Nos teníais preocupadas!…

Las jóvenes se apresuraron, le quitaron a Marciac el sombrero y la espada y lo sentaron en una butaca.

—¿Tenéis sed? —preguntó una de ellas.

—¿Hambre? —preguntó otra.

—¿Queréis alguna otra cosa? —preguntó la más descarada.

Marciac, encantado, aceptó de muy buen grado un vaso de vino y las muestras de afecto que le prodigaban. Unos dedos guasones se perdieron por su pecho, por el cuello de su camisa.

—Bueno, señor Nicolas, ¿qué nos contáis después de todo este tiempo?

—¡Oh! Me temo que poca cosa.

Las jóvenes pusieron cara de la más profunda decepción.

—… salvo que hoy ¡me he batido en duelo!

Esta noticia causó furor.

—¿Un duelo? ¡Contad! ¡Contad! —aplaudió la pelirroja.

—Antes debo hablaros de mi adversario, porque era bastante bueno…

—¿Quién era? ¿Lo habéis matado?

—Paciencia, paciencia… Si mal no recuerdo, creo que medía casi cuatro toesas.

Una toesa equivalía a dos metros. Las jóvenes se rieron a carcajadas.

—¡Estáis de broma!

—Para nada —protestó Marciac, riendo como un bendito—. Sabed que tenía seis brazos.

Más risas.

—Y, para terminar su retrato, añado que este demonio recién salido del infierno tenía cuernos y sacaba fuego por la boca y por el c…

—¿Pero qué pasa aquí? —inquirió de pronto una voz llena de autoridad.

Se hizo un gran silencio y todos permanecieron inmóviles mientras la temperatura ambiente parecía caer varios grados en picado. Como un bajá en su butaca, Marciac tenía una ranita a la derecha, otra a la izquierda, la tercera arrodillada a sus pies y la cuarta y última sobre las rodillas. Esbozó una sonrisa que debilitaba la delicada situación en que fue sorprendido.

La bella Gabrielle acababa de entrar.

Tenía los cabellos de un rubio veneciano con tonos irisados y era de esas mujeres que impactan menos por su belleza, gran belleza, que por su presencia. Un vestido oscuro de seda y satén resaltaba a la perfección su tez y el brillo azulón de sus ojos. Con el paso de los años, unas minúsculas arrugas habían empezado a aparecer en la comisura de los párpados: arrugas que delataban la experiencia y se asociaban a la risa.

Pero Gabrielle no reía, ni sonreía.

Examinó al gascón de arriba abajo con una mirada glacial, como si fuera un perro fangoso a punto de arruinarle la alfombra.

—¿Qué haces ahí?

—He venido a presentar mis respetos a tus ranas.

—¿Y ya lo has hecho?

—Esto… Sí.

—Entonces te puedes marchar. Adiós. —Dio media vuelta.

Muy a su pesar, Marciac se separó de la butaca y de las ranas. Alcanzó a Gabrielle en el pasillo, la agarró por el codo y la retuvo mientras ella le dirigía una mirada asesina.

—Gabrielle, cariño, por favor… Una palabra…

—No me vuelvas a dirigir la palabra. Después de la mala pasada que me has jugado, ¡debería hacer que te molieran a palos!… Mira, no lo había pensado.

Gritó:

—¡Thibault!

Se abrió una puerta, la de un vestíbulo por el que normalmente se entraba a la casa. Apareció un coloso vestido de lacayo, que pareció sorprendido y luego encantado de ver a Marciac.

—Buenos días, señor.

—Buenos días, Thibault. ¿Cómo está tu hijo, el que se rompió el brazo al caer?

—Ya se ha recuperado, señor. Gracias por preocuparos, señor.

—¿Y la más pequeña? ¿Qué tal?

—Llora mucho. Le están saliendo los dientes.

—¿Pero cuántos hijos tienes, exactamente?

—Ocho, señor.

—¡Ocho! ¡Vaya, no pierdes el tiempo, hombretón!

Thibault enrojeció y bajó la mirada.

—¿Habéis terminado? —preguntó Gabrielle con una voz opaca—. Thibault, no te felicito. —Como él la miraba sin comprender, tuvo que explicarse—: ¡Aquí todo el mundo entra como Pedro por su casa!

Thibault se volvió hacia el vestíbulo y la puerta de entrada:

—De ninguna manera. La puerta está bien cerrada y os juro que no me he movido de mi escabel. Aunque estaría bien tener un cojín, por los dolores que…

Marciac hizo un esfuerzo para no contener la risa.

—¡Basta ya, Thibault! —decidió Gabrielle—. Vuelve a tu escabel y a tu puerta bien cerrada.

Y, advirtiendo a las ranas que espiaban tras la puerta del salón, ordenó:

—¡Y vosotras, viento! ¡Fuera! ¡Largo de aquí! Y cerrad la puerta. —Obedecida, pero no satisfecha, añadió—: Es que una no puede estar tranquila en esta casa. Tú ven conmigo.

Marciac la siguió hasta una antecámara, la de su dormitorio de delicias pasadas. Pero la puerta a la alcoba estaba cerrada y Gabrielle, tensa y de brazos cruzados, soltó:

—¿Querías que te concediera una palabra? ¡Hecho! Venga, te escucho.

—Gabrielle… —empezó el gascón con un tono conciliador.

—Ya está. Una palabra. Tú lo has dicho. Y, ahora, adiós. Conoces el camino… Y no me obligues a pedirle a Thibault que te acompañe.

—En estas circunstancias —intentó un Marciac contrito—, apuesto a que un beso casto sería mucho pedir…

—¿Un beso de Thibault? ¡Nunca se sabe!

Con los hombros alicaídos, Marciac fingió que se iba. Luego dio media vuelta y ofreció en son de paz la sortija ganada en duelo al marqués de Brévaux.

—¿Un regalo? —Gabrielle trató de permanecer impasible. De repente, en su mirada, brilló un resplandor de la misma intensidad que el zafiro encastado—: ¿Robada?

—¡Qué pesada! Entregada por voluntad de su anterior propietario.

—¿Hay testigos?

—Sí. D’Orvand. Pregúntaselo a él.

—Ya no viene por aquí.

—Es una sortija de hombre.

—Pero la piedra es bella.

Gabrielle se suavizó un poco.

—Cierto.

—Y no repara en sexo.

Encogiéndose de hombros, ella tomó la sortija movida por un impulso y, amonestándolo con un dedo, precisó:

—¡No creas que te perdono por esto!

Entonces Marciac, encantador y feliz, soltó con disimulo una mirada de complicidad y repuso:

—Pero es un buen comienzo, ¿no?