XIV

—¿Sé lo bastante?

—Siempre sabréis lo bastante si vuestro adversario sabe menos que vos.

—No obstante, ¿diríais que he progresado?

Acabando de contar su escaso salario, Almadès se apretó los cordones de su blusa y alzó los ojos hacia el jovencísimo hombre que, todavía húmedo y jadeante de su última lección de esgrima, lo miraba con ansiedad. Conocía aquella mirada. Se había cruzado con ella el año pasado, y le sorprendía que aún se pudiera emocionar con eso.

—Sí, señor. Habéis progresado.

No era mentira, teniendo en cuenta que aquél nunca había tenido una espada en sus manos hasta una semana antes. Estudiante de derecho, había venido a verlo una mañana a este mesón del barrio de Saint-Antoine donde Almadès recibía a su clientela. Tenía un duelo y quería aprender a batirse con la espada. El tiempo pasaba. ¿Y no decían que el traspatio donde el español enseñaba era equiparable a las mejores salas de esgrima de París? Bastaría con unas buenas lecciones pagadas en mano. Después de todo, sólo se trataba de conocer dos o tres movimientos cuyo imparable encadenamiento le permitiera matar a su hombre, ¿verdad?

Como de costumbre, Almadès se preguntaba si el joven creía de verdad en la existencia de estocadas mortales cuyo éxito está asegurado si se conocen los arcanos, sin que el talento de quien los conoce cuente en absoluto. Aunque así fuera, ¿se imaginaba que tales secretos lo librarían de un puñado de pistolas? Lo más probable era que aquel estudiante, aterrado por la idea de arriesgar la vida espada en mano, quisiera creer. Era como el resto, a quienes el honor, el orgullo y la tontería preocupaban de la noche a la mañana ante un desafío. Tenía miedo y, acorralado, esperaba maravillas de un hacedor de milagros.

Almadès le había explicado que, en las clases impartidas, no le prometía enseñar más que los rudimentos de la esgrima, que el mejor esgrimista no siempre gana y que más valía renunciar a un mal duelo que a la vida. Luego, ante la insistencia del estudiante, lo había aceptado como pupilo durante una semana, con la condición de que pagara más de lo convenido en un primer momento. La experiencia había enseñado a Almadès que los novatos, desanimados por las dificultades para aprender esgrima, solían abandonar en el camino y que, con ellos, se iba el beneficio de clases jamás impartidas.

Sin embargo, éste no había renunciado.

—Os lo ruego, señor, decidme si estoy preparado —insistió el joven—. ¡Me bato en duelo mañana!

El maestro de armas lo miró de arriba abajo durante un buen rato.

—Sobre todo, es importante —dijo él— saber si estáis dispuesto a morir.

Aníbal Antonio Almadès di Carlo, de nombre completo, era alto, enjuto, con una delgadez natural que demasiadas privaciones habían acrecentado. Tenía el pelo y los ojos negros, la tez macilenta, el bigote entrecano y bien recortado. Llevaba el jubón, la camisa y las calzas limpios, aunque discretamente remendados. El encaje de las mangas y del cuello habían vivido mucho; al sombrero le faltaba la pluma, y al cuero de las botas, cera. Pero, aunque Almadès vistiera sólo harapos, tenía buen porte. Una ancestral sangre andaluza corría por sus venas y nutría todo su ser con la austera arrogancia que irradiaba.

Enfrentado sin miramientos a la perspectiva de su propia muerte, el estudiante palideció.

—¿Vuestro duelo —preguntó el maestro de armas para amortiguar el golpe— es al que sangre primero?

—Sí.

—Entonces, ganará el mejor. Más que usar vuestra ciencia para matar al adversario, usadla para resultar sólo levemente herido. Manteneos a la defensiva. Romped. Dosificad vuestras fuerzas y vuestro aliento. Esperad el error, la torpeza siempre posible. Pero no os deis demasiada prisa en terminar, os estaríais arriesgando. Y mantened también la mano izquierda bien alta para protegeros la cara si es preciso: más vale perder un dedo que un ojo.

El joven asintió:

—Sí… —dijo—. Haré todo lo que me habéis dicho.

—Adiós, señor.

—Adiós, maestro.

Se separaron con un apretón de manos.

Almadès abandonó la penumbra del mesón y entró en el patio cubierto de atrás, un simple cuadrado de tierra batida donde dirigía los ejercicios de sus ocasionales pupilos. Las gallinas cacareaban en el vecindario; un caballo relinchó; incluso se escuchó el mugido distante de una vaca. El barrio de Saint-Antoine acababa de nacer. Aún muy campesino, sólo constaba de residencias y hospederías nuevas con fachadas alineadas a ambos lados de los caminos polvorientos que se juntaban para llevar a París, ocultaba a los viajeros las granjas, los cultivos y los pastos circundantes. El barrio empezaba a la sombra de la Bastilla, nada más franquear la puerta de Sant-Antoine y su foso. Luego se fue extendiendo a medida que se alejaba de la capital y de su pestilencia.

Sobre una mesa dejada a la intemperie, Almadès tomó la espada que prestaba a sus clientes y que conformaba junto con la que le colgaba del costado no sólo todo su material de enseñanza, sino todo su excedente de fortuna. Era una espada mala de hierro, sin duda demasiado pesada, que amenazaba con oxidarse. Sentado en un tajo, se puso a limpiar pacientemente el filo mellado con un trapo impregnado en aceite.

Se oyeron unos pasos. Un grupo de hombres se acercó, se detuvo a unos metros, guardó silencio y esperó a ser visto.

Almadès les dirigió una mirada desde debajo del ala de su sombrero.

Eran cuatro. Un preboste[2] y tres aprendices. El primero iba armado con espadas, y los segundos, con bastones ferrados. A todos los enviaba un maestro de armas que, bien establecido cerca de la Bastilla, no toleraba que alguien aprovechara unas lecciones ilegalmente impartidas por el español.

Con la espada de hierro sobre las rodillas, levantó la cabeza y entrecerró los párpados para protegerse del sol. Observó impasible a los cuatro hombres y, mientras los observaba, se entregó a uno de los rituales que realizaba sin pensar: giró tres veces el sello de acero que llevaba en el anular izquierdo.

—Señor Lorbois, ¿verdad? —dijo al preboste con un ligero énfasis.

Este asintió y anunció:

—Señor, mi maestro os ha invitado varias veces a que dejarais de prevaleros del título de «maestro de armas», sin el cual dar clases de esgrima es ilegal. Habéis desoído sus advertencias. Mi maestro nos envía hoy para que nos aseguremos de que abandonáis París y sus alrededores de inmediato, y jamás regresaréis.

Como todos o casi todos los oficios, el de maestro de armas estaba reglamentado. La compañía de maestros de esgrima parisienses, creada en 1567 bajo el patrocinio de san Michel, organizaba y supervisaba la práctica en la capital, según unos estatutos confirmados por cartas patentes. No daba clases de esgrima todo el que quería.

Almadès se levantó, empuñando la espada de hierro con la mano izquierda.

—Soy maestro de armas —dijo.

—Tal vez en España. Pero no en Francia. No en París.

—La esgrima española es comparable a la esgrima francesa.

—No nos obliguéis a encargarnos de vos, señor. No es cuestión de batirse aquí en duelo. Somos cuatro contra uno.

—Entonces equilibremos la balanza.

Bajo la mirada del preboste, que no comprendía el sentido de aquellas palabras, Almadès se colocó en el centro del patio…

… Y desenvainó su espada de acero con la mano derecha.

—Os espero, señores —soltó, haciendo girar sus espadas tres veces en vertical.

Luego se puso en guardia.

El preboste y los tres aprendices se desplegaron en círculo y enseguida pasaron al ataque. De una sola vez, Almadès atravesó el hombro del primer aprendiz y la pierna del segundo, se agachó para evitar el bastón del tercero, se incorporó y le hizo un corte en la ceja al girarse, y culminó su movimiento cruzando las espadas para encajar la garganta del preboste entre dos afilados aceros.

Habían transcurrido sólo unos latidos de corazón. Los aprendices estaban fuera de combate y su preboste, paralizado por el miedo y la sorpresa, se encontraba a merced del español, dudando incluso si tragar saliva con las espadas en la glotis.

Almadès dejó pasar un puñado de segundos por si el preboste necesitaba estudiar la situación.

—Decid a quien os envía que es un pésimo maestro de armas y que lo que yo he visto de su ciencia, a través de vuestra actuación, da risa… Ahora, marchaos de aquí.

El preboste, humillado, se fue arrastrando tras de sí a sus aprendices, de los cuales el que llevaba la pierna ensangrentada era sostenido por los otros. El español vio cómo se alejaban, suspiró y oyó a su espalda:

—Mi enhorabuena. Los años no pasan por vos.

Almadès se volvió para descubrir al capitán La Fargue.

Un movimiento de párpados fue el único gesto que traicionó su sorpresa.

Se sentaron a una mesa del mesón casi desierto. Almadès pidió y pagó una jarra de vino que le quitaría el hambre, luego rellenó los vasos tres veces.

—¿Cómo sabíais dónde encontrarme? —preguntó.

—Yo no lo sabía.

—¿El cardenal?

—Sus espías.

El español echó un trago mientras La Fargue deslizaba una carta hacia él. Las armas de Richelieu estaban impresas en el sello de cera roja.

—He venido —dijo el capitán— a traeros esto.

—¿Qué dice?

—Que las Espadas vuelven a ver la luz y esperan vuestro regreso.

Almadès acogió la noticia con un ligero movimiento de cabeza.

—¿Después de cinco años?

—Sí.

—¿A vuestras órdenes?

El capitán asintió.

Almadès reflexionó, guardó silencio mientras giraba varias veces su sortija de sello, en series de tres. A su memoria acudieron recuerdos, no todos buenos. Después echó una larga mirada a su alrededor.

—Necesitaré un caballo —dijo al fin.