Situado a la entrada de una aldea que había hecho nacer, el mesón era típico de esas postas que, en la época, jalonaban las rutas de Francia. Además de un edificio cubierto con tejas rojas, contaba con una cuadra, una granja, una forja, un gallinero, un cobertizo para los carruajes y un pequeño corral para los cerdos; y todo ello estaba cercado por un muro alto cuyas piedras blancas y grises se calentaban bajo el sol de mediodía. No lejos de allí, discurría un río que accionaba la rueda de un pequeño molino. Y más allá, prados y campos se extendían hasta toparse, al este, con un bosque frondoso. Las vacas pastaban. Hacía un tiempo espléndido, y la claridad de un enorme cielo puro que se reflejaba en el aire obligaba a entrecerrar los párpados.
Un perro ladró a la llegada del caballero.
En el patio donde unas gallinas picoteaban, se le cambiaba la rueda a un carruaje que, nada más reparado, sería enganchado a caballos frescos y llegaría a Clermont antes de caer la noche. El cochero echaba una mano al herrero y sus ayudantes, mientras que los viajeros observaban o aprovechaban la ocasión para estirar las piernas. Salvo accidente o mal encuentro, los carruajes de línea regular garantizaban un servicio fiable y, en general, bastante rápido teniendo en cuenta el estado de los caminos, la mayoría pistas polvorientas en verano y cenagosas con las primeras lluvias. Pero había que soportar los sinsabores de viajar en un carruaje ruidoso y bamboleante, abierto a los cuatro vientos, donde cuatro personas se apretujaban en asientos de madera frente a frente, hombro contra hombro y rodilla con rodilla.
En cuanto se apeó del caballo, Antoine Leprat d’Orgueil tendió las riendas a un mozo de cuadra que no llegaba a los doce años, vestía sarga basta e iba descalzo.
—Cepíllalo y dale avena de la buena para comer. Pero no lo hagas beber demasiado. Me marcho dentro de una hora.
El caballero hablaba como un hombre acostumbrado a ser obedecido. El muchacho asintió y se dirigió a las cuadras arrastrando la montura tras de sí.
Indiferente a las miradas que lo seguían con disimulo, Leprat advirtió un abrevadero adonde fue a sumergir la cabeza, sombrero en mano. Luego se frotó la cara y la nuca con agua fresca, se enjuagó la boca, escupió, se alisó los cabellos castaños hacia atrás y finalmente se volvió a poner el sombrero de fieltro negro en cuya ala levantada a la derecha había un penacho gris. Su jubón polvoriento, abierto sobre la camisa, había conocido tiempos mejores, pero era de un tejido bastante bueno. Sus botas de montar, sucias y domadas por el uso, también parecían de calidad. En cuanto a la espada envainada que le colgaba del tahalí de cuero, era tan única que nadie, ni aquí ni en ningún otro lugar, podía presumir de haber visto una igual. Como era zurdo, la llevaba a la derecha.
Leprat subió lentamente los peldaños exteriores del edificio principal, hasta una galería por cuyas vigas trepaba una hiedra vivaz. Empujó la puerta, se quedó un momento en el umbral y se hizo un silencio mientras él pasaba revista a los viajeros de segunda clase sentados a las mesas del local, quienes a su vez lo observaban a él. Alto, bien proporcionado, las mejillas rasposas y la mirada severa, disfrutaba de un encanto viril que acentuaba su atavío guerrero de caballero cansado. Saltaba a la vista que sonreía poco, hablaba menos y no se preocupaba por agradar. Debía de tener unos treinta y cinco o cuarenta años. Su rostro de rasgos marcados traicionaba la voluntad de los hombres de honor y de deber, y el hecho de que a nada o casi nada temen porque conocen todos los males del mundo. Sin embargo, dedicó una breve pero gentil mirada a una niña que, sentada en las rodillas de su madre, metía los dedos rollizos en un tazón y se embadurnaba de mermelada.
Leprat dejó que la puerta se cerrara tras de sí. Las conversaciones se retomaron cuando él entró, con las botas ferradas resonando contra el suelo rústico con un tintineo de espuelas. A su paso, algunos se fijaron en la espada que le colgaba al costado. Sólo se podía ver la empuñadura y la guarnición que sobresalían de la vaina, pero parecían estar talladas de una sola pieza en un material con el brillo del marfil pulido.
Una espada blanca.
Eso daba que pensar, aunque nadie supiera qué venía de hacer exactamente. La gente se daba codazos de manera discreta y gestos indecisos respondían a miradas interrogantes.
Leprat se dirigió a una mesita apartada y se sentó de espaldas a una ventana desde la que podía vigilar el patio con sólo mirar por encima del hombro. Un mesonero de cabello graso, con un delantal manchado que se amoldaba a la curva de su barrigón, se le acercó presto.
—Sed bienvenido, señor. ¿Qué os sirvo?
—Vino —dijo Leprat mientras dejaba su sombrero y su espada envainada sobre la mesa. Luego, tras haber echado un vistazo a los pollos que cocinaban en el asador del hogar, añadió—: Y ese pollo de ahí. Y pan.
—Enseguida, señor. Demasiado calor para viajar, ¿verdad? ¡Ni que estuviéramos ya en verano!
—Sí.
El mesonero comprendió que la conversación no daría más de sí y se fue a hacer el pedido a una chica de servicio.
Servido al instante, Leprat comió sin levantar los ojos del plato. No había desensillado desde la noche anterior y tenía más hambre que cansancio. De hecho, no fue consciente de los dolores que le laceraban la espalda hasta que hubo comido. Hacía casi tres días que quemaba etapas entre Bruselas, de donde había partido en mitad de la noche, y París, adonde tal vez llegaría al caer la tarde.
El perro que lo había recibido volvió a ladrar.
Al girar la cabeza hacia la ventana, Leprat vio que los jinetes llegaban al patio. Creía haberlos despistado en Amiens, tras una primera emboscada que había burlado en la frontera entre Francia y los Países Bajos españoles.
Era evidente que se había equivocado.
Sin perder la calma, hizo venir a la chica de servicio mediante una seña. Morena y más que rechoncha, rondaba la veintena y se parecía mucho al dueño; debía de ser su hija.
—¿Señor?
—Corred la cortina de la ventana, os lo ruego.
La joven dudó, porque la ventana en cuestión era la única que iluminaba el lugar.
—Por favor —insistió Leprat.
—Claro, señor.
Hizo lo que él le pidió y tapó con la cortina a los jinetes que se apeaban fuera. En el mesón, a todo el mundo le sorprendió verse sumido en la penumbra. Pero, sabiendo a quién había obedecido la chica de servicio, nadie se atrevió a decir nada.
—Ya está, señor.
—Ahora fijaos, ¿veis esa mujer del gorro blanco? La que tiene una niña sobre las rodillas.
—Sí.
—Sacadlas a las dos de aquí sin pérdida de tiempo. Susurrad al oído de la madre que aquí corren peligro y que deben retirarse por su seguridad y la de la niña.
—¿Cómo? Pero, señor…
—Haced lo que os digo.
La joven, turbada, obedeció. Leprat la siguió con la mirada mientras ella hablaba discretamente con la mujer del gorro blanco. Ésta frunció el entrecejo y, aunque al principio parecía muerta de preocupación, no se decidía a moverse…
… al menos hasta que la puerta se abrió.
Los reiter[1] entraron valientemente, como entran los brutos en todas partes cuando están seguros de encarnar el peligro. Armados de espadas y ataviados con bastos jubones de búfalo, estaban mugrientos, sudorosos, apestaban a cuadra. Los comandaba un flaco alto de greñas rubio estopa con sombrero de cuero y una cicatriz en la comisura de los labios que le confería una extraña sonrisa. Los otros tres de aspecto siniestro, que lo escoltaban de cerca, tenían rostros rubicundos casi propios de mercenarios sin conciencia que matarían por un mendrugo de pan. Y luego estaba el que, al parecer, sumió a la concurrencia en un silencio temeroso, porque aquel hombre era de una raza que los dragones habían engendrado para servirles, y todo el mundo conocía su crueldad y violencia. Era un dragón. En este caso, un dragón gris. Finas escamas de color pizarra le recubrían la cara mofletuda y las manos de cuatro garras. Él también iba vestido de espadachín.
La gente del mesón, muda e inmóvil, hacía que no veía a los reiter, como para conjurar su presencia amenazadora. El mesonero dudó si dirigirse a ellos esperando, contra todo pronóstico, que sólo quisieran algo de comer. Pero no tuvo valor y se quedó a las puertas de la cocina.
Lentamente, los mercenarios barrieron el local con una mirada inquisidora mientras sus ojos se habituaban al claroscuro. Vieron a Leprat sentado junto a la ventana de la cortina corrida, y supieron que habían encontrado a su hombre.
Se le acercaron sin prisas. Se plantaron delante de su mesa. El dragón se quedó en la puerta. Y, cuando los clientes intentaban levantarse discretamente para salir de allí, él se limitaba a volver la cabeza hacia ellos. Unos párpados verticales y membranosos se cerraban brevemente sobre sus ojos reptilianos carentes de expresión. Todos se volvían a sentar.
El hombre de las greñas rubio estopa se acomodó a la mesa de Leprat, cara a cara, sin provocar reacción alguna.
—¿Me permites? —dijo, señalando con el dedo el pollo con el que Leprat había comido.
Autoritariamente, arrancó de la carcasa un ala aún carnosa, la mordió y soltó un suspiro de satisfacción.
—Es todo un honor —dijo siguiendo la conversación—. Compartir una comida con el célebre Antoine Leprat, caballero d’Orgueil… Porque tú eres quien yo digo, ¿verdad? No, no contestes. Basta con verla para saberlo. —Señaló con el mentón la espada blanca que, envainada, yacía sobre la mesa—: ¿Es cierto que toda ella ha sido tallada con el diente de un viejo dragón?
—Del estoque a la empuñadura.
—¿Cuántas crees tú que existen parecidas en todo el mundo?
—Lo desconozco. Tal vez ninguna.
El jefe de los reiter hizo una mueca de admiración que bien podía ser sincera. Y, medio volviéndose, gritó:
—¡Mesonero! Vino para el caballero y para mí, ¡y del mejor!
—Sí, señor. En… Enseguida.
Ninguno de los dos hombres se quitó los ojos de encima hasta que el mesonero vino a servirles con mano temblorosa y luego se fue dejando la jarra sobre la mesa. Leprat permaneció impasible, mientras que el otro levantó el vaso, vio que no lo imitaba, se encogió de hombros con indiferencia y bebió solo.
—¿Y yo? ¿Sabes quién soy yo?
El caballero lo miró de arriba abajo sin responder.
—Me llamo Malencontre.
Leprat esbozó una sonrisa.
Mal encuentro.
O lo que viene a ser lo mismo: infortunio. O mal encuentro.
Sí, aquel personaje hacía honor a su nombre.