El gentilhombre se apeó en el patio de una bonita residencia particular recientemente construida en el barrio de Le Marais, a dos pasos del elegante y aristocrático palacio real, y confió su caballo a un lacayo que acudió presto a recibirlo.
—No me quedaré —dijo el gentilhombre—. Esperadme aquí.
El lacayo asintió y, riendas en mano, observó de reojo al marqués de Gagnière que subía la escalinata con paso ágil y presuroso.
Tocado con un sombrero de fieltro y penacho, iba vestido a la última moda con un aspecto cuidado que rayaba en el amaneramiento: capa sobre el hombro izquierdo y sujeta bajo el brazo con un cordón de seda, jubón gris de lino de talle alto y lazos plateados, calzas a juego adornadas de botones, cuello y puños de encaje color crema, guantes de ante beis y botas en cuero de cabra. El exquisito refinamiento de su atuendo se sumaba al carácter andrógino de una silueta esbelta, espigada, casi juvenil. No pasaba de los veinte años y parecía aún más joven; los rasgos de su rostro se hallaban impregnados de un encanto adolescente y turbador que tardaría en envejecer, mientras que el pelo rubio de su bigote y su perilla finamente recortados conservaban el aspecto sedoso del vello de un efebo.
Un maestresala canoso lo recibió en lo alto de la escalinata y, cabizbajo, lo acompañó hasta una bonita antecámara donde le rogó que esperara, el tiempo de ser anunciado a la «señora vizcondesa». Al fin, el criado regresó y, con una reverencia, lo invitó a pasar por la puerta que tenía abierta. Incluso entonces procuró no cruzar su mirada con la del joven porque algo grave e inquietante emanaba de aquella persona, como si su elegancia y su belleza angelical fueran sólo los falsos adornos de un alma venenosa. En esto, se parecía a la espada que le colgaba del tahalí: un arma con la guarnición y la empuñadura trabajadas de la manera más delicada, pero con un filo de acero bien afilado.
Gagnière entró y se quedó solo cuando el maestresala cerró la puerta tras de sí.
La estancia, lujosamente amueblada, se hallaba inmersa en la penumbra. Las cortinas corridas impedían que entrara la luz de la mañana y algunas velas perfumadas ardían en varios rincones, creando un crepúsculo permanente. Era un despacho de estudio y lectura. Estanterías de libros tapizaban una pared. Había una cómoda butaca instalada cerca de una ventana, y un velador sostenía un candelabro, un aguamanil de vino y un vasito de cristal. Sobre la campana de la chimenea, un gran espejo de marco dorado dominaba una mesa y una vieja silla cuyo respaldo de cuero estaba pulido por el uso.
Encima de la mesa, que se tenía en pie con una fina armazón roja y dorada, había una extraña bola.
El gentilhombre se acercó.
Brillante, negra, hechizante, la bola tenía como una tinta que se movía. Parecía absorber la luz más que reflejarla. La mirada se perdía en sus profundas espirales de humo.
Y el alma, también.
—No la toquéis.
Gagnière parpadeó y se percató de que estaba inclinado sobre la mesa, con la mano derecha estirada hacia la bola. Se puso derecho y se volvió, aún turbado.
Una mujer muy joven vestida de púrpura y negro acababa de aparecer por una puerta secreta. Elegante y sobria con un vestido de cuerpo almidonado, se había adornado el escote de encaje con un unicornio en nácar gris. Era rubia y hermosa, grácil, con una linda carita que parecía destinada a ser adorada. Sin embargo, sus ojos azules y centelleantes no dejaban traslucir ninguna emoción amable, no más que su bonita boca impasible.
La vizcondesa de Malicorne avanzó hacia el gentilhombre con paso lento pero seguro.
—Yo… lo siento —dijo él—. No sé qué…
—No os hagáis ningún reproche, monsieur de Gagnière. Nadie se resiste. Ni siquiera yo.
—¿Es… es lo que yo creo?
—Una esfera del alma, sí.
La vizcondesa cubrió la bola embrujada con un pañuelo cuadrado bordado en oro, y fue como si una presencia malsana abandonara súbitamente el lugar.
—Ya está. ¿Mejor así? —dijo.
Se disponía a continuar al tiempo que se incorporaba, cuando un aire de preocupación en la figura del marqués la detuvo.
—¿Qué os pasa? —preguntó.
Gagnière, confuso, la señaló vacilante con el índice, primero a ella y luego su propia nariz:
—Tenéis… Ahí…
La joven lo entendió, se tocó el labio superior con la punta del anular y vio el dedo manchado del líquido negruzco que le goteaba de la nariz. Sin inmutarse, se sacó de la manga un pañuelo ya manchado y se dio la vuelta para limpiarse.
—La magia es un arte que los dragones ancestrales han creado sólo para ellos —dijo como si eso lo explicara todo.
Se puso delante del gran espejo de la chimenea y, sin dejar de limpiarse el labio, siguió la conversación:
—No hace mucho, os encargué que interceptarais un correo secreto entre Bruselas y París. ¿Habéis hecho lo que debíais?
—En efecto. Malencontre y sus hombres se encargan de ello.
—¿Y cuál es el resultado?
—Lo desconozco todavía.
Con su bonito rostro ya sin rastro de mancha, la vizcondesa de Malicorne apartó la vista del espejo y, con una media sonrisa, dijo:
—Permitid que os ponga al corriente, señor. Pese a todas las ocasiones de emboscada que ha podido aprovechar, es la segunda vez que Malencontre fracasa. La primera, en la frontera; y la segunda, cerca de Amiens. Si el caballero que él persigue continúa su camino a buen paso, Malencontre sólo puede esperar interceptarlo en la etapa de Clermont. Porque, después de Clermont, viene París. ¿Debo recordaros que esta carta no debe llegar al Louvre bajo ningún concepto?
El gentilhombre no le preguntó cómo podía saber tanto: la bola y los secretos que revelaba a quienes le ofrecían una parte de sí mismos bastaban para explicarlo. En cambio, afirmó:
—No pierdo la confianza, señora. Malencontre y sus hombres saben manejarse en esta clase de misiones. Cueste lo que cueste, lo lograrán.
—Eso espero, señor marqués. Eso espero…
Mediante un gesto gentil y galante, la vizcondesa invitó a Gagnière a sentarse y tomó asiento frente a él.
—Ahora quisiera hablaros de otro tema.
—¿De qué se trata, señora?
—El cardenal se dispone a jugar una carta importante, y temo que pueda ganarnos la baza. Esta carta es un hombre: La Fargue.
—¿«La Fargue»?
—Un viejo capitán y una de las espadas más leales del rey. Creedme, su regreso no augura nada bueno. Solo, este La Fargue ya es un adversario temible. Pero no hace mucho comandaba las Espadas del Cardenal, una facción secreta de hombres firmes y devotos, capaces de lograr lo imposible con él. Si los volviera a reunir… —Pensativa y preocupada, la joven guardó silencio.
—¿Conocéis las intenciones del cardenal? —preguntó Gagnière con prudencia.
—No. Aunque me las imagino… Por eso quiero que investiguéis el asunto. Hablad con nuestro agente en el palacio cardenalicio y sonsacadle todo cuanto podáis. ¿Os reuniréis pronto con él?
—Sí.
—Perfecto.
Recibidas las órdenes y creyendo terminada la conversación, el gentilhombre se levantó.
La vizcondesa, sin embargo, que miraba para otro lado, le dijo:
—Todo esto llega en el peor momento. Pronto lograremos lo que la Garra Negra tiene tan pocas esperanzas de conseguir desde hace demasiado tiempo: imponerse en Francia. Nuestros hermanos y hermanas de España han llegado a darlo por imposible, y aunque estemos sólo a unas horas de desengañarlos, sé que la mayoría aún tiene sus dudas. En cuanto a quienes no dudan de nos, ya envidian nuestro próximo éxito; lo cual quiere decir que podrían esperar en secreto nuestro fracaso.
—¿Pensáis que…?
—No, no… —dijo la vizcondesa barriendo con la mano la hipótesis que el marqués iba a plantear—. Los envidiosos no intentarán perjudicar… Pero no perdonarán el menor punto oscuro en el asunto y buscarán cualquier excusa para hablar mal de nos, de nuestros planes, de nuestra competencia. Les alegrará sobremanera afirmar que habrían logrado aquello en lo que nos fracasamos… Esos envidiosos, además, ya han empezado a mover ficha. Me ha sido anunciada la próxima llegada de un hombre que la logia española nos envía.
—¿Quién?
—Savelda.
La vizcondesa de Malicorne sorprendió con el rabillo del ojo la mueca dubitativa de Gagnière.
—Sí, marqués, comparto vuestra impresión. Me han dicho que Savelda viene para ayudarnos a ultimar nuestro proyecto, pero yo sé que su verdadera misión es observarnos y revelar nuestros errores, por si alguien quisiera inculparnos…
—Mantenedlo al margen.
—Ni hablar. Pero mostrémonos irreprochables… Ahora entendéis la necesidad de prever y parar todos los golpes que el cardenal nos quiera encajar, ¿verdad?
—Sin duda.
—Entonces empecemos por interceptar el correo de Bruselas. Luego nos encargaremos de las Espadas del Cardenal.