Mientras manipulaba distraídamente el sello de acero que llevaba en el anular de la mano izquierda, Saint-Lucq observaba la comedia de siempre que tenía lugar en la taberna atestada de gente.
L’Ecu rouge, que daba a un patio pordiosero del barrio de Le Marais, apartado de las bellas residencias particulares que se seguían construyendo alrededor y de las elegantes fachadas de la Place Royale, era un tugurio donde malas velas daban más hollín que luz en una atmósfera infestada de cuerpos sucios, alientos aguardentosos, humo de tabaco y restos infames que las suelas habían recogido al pisar las calles de París. Aquí se hablaba muy alto y eso obligaba a alzar la voz para hacerse escuchar; tanto, que todos acababan casi gritando. Si había vino, por algo era. Prorrumpían en risas, y armaban ocasionales broncas que enseguida se aplacaban. Un viejucho se ofrecía a cantar aires por encargo. De vez en cuando, gritos y aplausos subrayaban un golpe de suerte o una payasada de borracho.
Saint-Lucq, sin parecerlo, le echaba la vista a todo.
Se fijaba en quién entraba y quién salía por la puertecita en lo alto de la escalera, quién pasaba por la reservada al dueño y a las chicas de servicio, quién se reunía con alguien y quién iba solo. No observaba fijamente a nadie, iba de mirada en mirada. En cambio, nadie se interesaba en él. Y eso era exactamente lo que él buscaba, desde el rincón en penumbra donde se había sentado. Estaba al acecho y, por costumbre, escudriñaba las anomalías susceptibles de representar una amenaza. Podía ser cualquier cosa: una mirada intercambiada por dos individuos que parecían no conocerse, una vieja capa que ocultaba armas demasiado nuevas, un altercado fingido destinado a desviar la atención. Saint-Lucq no se fiaba y tenía los pies sobre la tierra. Sabía que el mundo era un teatro doloso donde la muerte, ataviada con lo cotidiano, llamaría a la puerta de un momento a otro. Y también sabía bien que, a veces, era él quien la traía.
Al llegar, pidió una jarra de vino que no bebería. La joven que le había servido le había ofrecido compañía, pero él rechazó la propuesta con un «no» tranquilo, frío y definitivo. Entonces ella se fue a reunir con otras dos chicas de servicio que observaban sus idas y con las que se entretuvo un momento. Saltaba a la vista que Saint-Lucq las tenía tan intrigadas como cautivadas. Aún era joven, iba bien vestido y poseía una tenebrosa belleza que presagiaba secretos siniestros y excitantes. ¿Sería un gentilhombre? Tal vez. En cualquier caso, portaba la espada con naturalidad, el jubón con elegancia, el sombrero con calma y arrogancia. Tenía las manos finas y las mejillas recién afeitadas. Ahora bien, las botas estaban bien enfangadas. Pero eran de un cuero excelente, ¿y quién se salvaba del fétido fango parisiense si no iba en carroza? No; decididamente, aquel caballero vestido de riguroso negro lo tenía todo para agradar. Y las curiosas antiparras que llevaba ajustadas a la nariz y tapándole los ojos le daban un aire aún más misterioso.
Como Saint-Lucq acababa de rechazar a una morenita, una rubiaza probó suerte. Con el mismo resultado. La chica de servicio regresó decepcionada y avergonzada. Se encogió de hombros al reunirse con sus amigas y les comentó:
—Ese hombre viene de un burdel. O tiene una amante.
—Yo digo que prefiere a los hombres —añadió la morena con una mueca que delataba cierto disgusto.
—Tal vez… —soltó la tercera—. Pero ¿cómo es que no toca su vaso ni busca compañía? ¿Qué viene a hacer aquí?
Sea como fuere, las otras dos llegaron a la conclusión de que era inútil insistir, y Saint-Lucq, que vigilaba sus movimientos con el rabillo del ojo, quiso creer que al fin lo dejarían en paz.
Retomó la vigilancia.
Poco después de mediodía, aquel a quien Saint-Lucq esperaba entró en la taberna.
Era bastante alto, iba mal afeitado, tenía el cabello largo y graso, la espada al costado y la mirada socarrona. Se hacía llamar Tranchelard y, como de costumbre, lo acompañaban dos crápulas que sin duda lo superaban en maliciosa inteligencia, aunque no en brutalidad. Ocuparon una mesa que se vació al verlos llegar y no tuvieron que pedir las jarras que el dueño trajo multiplicando, así, las miradas temerosas.
La tercera chica de servicio, que apenas había quitado el ojo de encima a Saint-Lucq, decidió intervenir.
Era pálida y pelirroja, muy bonita, aún no había cumplido los diecisiete años y sabía, por experiencia, el efecto que sus ojos verdes, sus labios rojos y sus jóvenes curvas ejercía en los hombres. Vestía una falda de paño basto y, bajo un sostén de cuerpo, una blusa de cuello largo le dejaba la espalda al descubierto.
—No bebéis —dijo, plantándose de repente ante Saint-Lucq.
Éste hizo una pausa antes de soltar:
—No.
—Eso es que no os gusta el vino que os han servido.
Esta vez, Saint-Lucq no respondió.
—Puedo traeros del mejor.
Otro silencio.
—Y por el mismo precio.
—No, gracias.
Pero la joven no escuchó. Un orgullo adolescente le prohibía fracasar tras las dos vanas tentativas de sus compañeras.
—A cambio, os pediré que me digáis vuestro nombre —insistió con una sonrisa llena de promesas—. Y yo os diré el mío.
Saint-Lucq contuvo un suspiro.
Luego, impasible, se levantó con el índice las antiparras rojas de la nariz y lanzó por debajo una mirada a la joven…
… que se quedó petrificada al descubrir sus ojos reptilianos.
Nadie ignoraba que los dragones existían, y que siempre había sido así, que la forma humana había llegado a ser normal en ellos y que habitaban entre los hombres desde hacía siglos. Para desgracia de Europa, la corte real española contaba con su presencia desde tiempo inmemorial. Y los guivernos, primos lejanos de su raza, les servían de montura alada mientras que los dragoncitos eran sus preciados animales de compañía. No obstante, la mezcla de sangre siempre causaba una fuerte impresión. Nacidos todos de extraños amores entre un dragón y una mujer, provocaban cierto malestar que, en unos, daba lugar al odio; en otros, al horror; y en unos y otros, a la fascinación erótica. Se decía que eran fríos, crueles, indiferentes y, a veces, despreciativos para el común de los mortales.
—Yo… yo lo siento, señor —balbuceó la chica de servicio—. Perdonadme…
Y dio media vuelta, con el labio inferior tembloroso.
Saint-Lucq dejó caer las antiparras sobre el caballete de la nariz y se volvió a interesar por Tranchelard y sus guardaespaldas. Como sólo venían a beber una ronda y cobrarse el precio de su protección, enseguida se marcharon. El semidragón, por su parte, bebió el vino de un trago, se levantó, dejó una moneda sobre la mesa y salió a su encuentro.
Tranchelard y sus hombres avanzaban tranquilamente por las calles atestadas de gente, donde la malvada expresión de sus rostros bastaba para abrirles paso. Parloteaban y reían, inconscientes del peligro. Pero el gentío los protegía y a la vez permitía a Saint-Lucq seguirlos con total discreción. Por suerte, enseguida entraron en una callejuela tortuosa y fétida como una cloaca, que atajaba hasta la vieja calle Pavée.
La oportunidad era demasiado buena para dejarla escapar.
Saint-Lucq apuró el paso de repente, dio unas grandes zancadas, se abalanzó sobre ellos y los tomó totalmente desprevenidos. Sólo tuvieron tiempo de oír el roce del acero al salir de la vaina. El primero pronto cayó acogotado por el codazo que le rompió la nariz, Tranchelard quedó inmovilizado por el filo de una daga que le acarició la glotis, y el tercero apenas tuvo tiempo de llevar la mano a la espada cuando la punta de un estoque, a una pulgada de su ojo derecho, le heló el gesto.
—Reflexionad —lo conminó el semidragón, con voz calma.
El hombre no tardó en poner pies en polvorosa y Saint-Lucq se quedó a solas con Tranchelard. Sin dejar de amenazarlo con su daga, se acercó a él y lo obligó a recular hasta tocar una mugrienta pared con la espalda. Los alientos se mezclaron y el olor que salía del truhán era el del miedo.
—Mírame bien, amigo. ¿Me reconoces?
Tranchelard tragó saliva y asintió levemente ante las antiparras rojas mientras el sudor le resbalaba por las sienes.
—Perfecto —repuso Saint-Lucq—. Ahora abre bien esas orejotas…