X

Ensillado su caballo, La Fargue acababa de ajustarse la pistolera cuando Delormel se reunió con él en la cuadra, entre cálidos olores de animal, de heno y de estiércol.

—¿Te volveremos a ver pronto? —preguntó el maestro de armas—. ¿O al menos antes de que hayan pasado cinco años?

—No lo sé.

—Siempre serás bienvenido en mi casa.

La Fargue acarició la cabeza de su montura y se volvió.

—Gracias —dijo.

—Ten. Te has dejado esto en tu habitación.

Delormel le tendió un pequeño colgante con la cadena rota. El viejo gentilhombre lo tomó. Usada, marcada, rallada, deslustrada, la joya parecía insignificante en su gran mano enguantada.

—No sabía que aún la conservaras —añadió el maestro de armas.

La Fargue se encogió de hombros.

—Uno no abandona su pasado.

—El tuyo te atormenta.

Más que responder, el capitán puso cara de asegurarse la silla.

—Tal vez no te merecía —soltó Delormel.

De espaldas, La Fargue permaneció inmóvil.

—No la juzgues, Jean. No conoces toda la historia.

No hacía falta decir más. Tanto el uno como el otro se referían a la mujer del retrato desconchado en el colgante.

—Cierto. Pero yo te conozco lo bastante para saber que algo te consume. La idea de reunir a las Espadas para servir de nuevo a la corona debería alegrarte. Ahora bien, intuyo que has aceptado de mala gana la propuesta del cardenal. Has cedido, Étienne. Eso no va contigo. Si fueras de los que ceden, ya tendrías tu bastón de mariscal…

—Mi hija podría correr peligro —soltó La Fargue de un tirón.

Luego, lentamente, miró a la cara a un Delormel sobrecogido.

—¿No querías saberlo? Pues ahí lo tienes. Ya lo sabes.

—¿Tu hija?… ¿Quieres decir…?

El maestro de armas señaló con gesto vacilante el colgante que el capitán aún tenía en el puño. La Fargue asintió:

—Sí.

—¿Qué edad tendrá ahora?

—Veinte años. O casi.

—¿Y qué sabes tú del peligro que corre?

—Nada. El cardenal simplemente me ha dado a entender que una amenaza pesa sobre ella.

—¡Podría haber mentido para asegurarse de que le prestarías tus servicios!

—No. Dudo que juegue con esto sin motivo. Sería…

—… infame. ¿Y qué dirás a tus Espadas? Esos hombres te profesan una fe ciega. ¡Algunos incluso te miran como a un padre!

—Les diré la verdad.

—¿Toda la verdad?

Antes de montar en su silla, el viejo capitán hizo una confesión que le costó:

—No.