IX

París a plena luz del día era un laborioso hervidero de gente; sin embargo, en el palacio cardenalicio, los hombres de guardia parecían centinelas de una lujosa necrópolis. Richelieu estaba en el Louvre, acompañado de su numeroso séquito y su escolta, y aquí, en su ausencia, la vida discurría lentamente, casi como de noche. Los casacas escaseaban. Criados de lo más humilde caminaban por los pasillos oscuros sin prisa y en silencio, guiados por la rutina hacia tareas serviles. La multitud de visitas descendió en cuanto se supo que el señor de la casa se hallaba fuera, y sólo algunos obstinados lo esperaban comiendo deprisa y de pie.

En el pequeño despacho donde se había encerrado, el alférez Arnaud de Laincourt aprovechaba el respiro para llevar a cabo una tarea que le incumbía por cuestión de grado: rellenaba el registro de las guardias. La regla era que el oficial responsable anote de manera escrupulosa lo ordinario y lo insólito, desde las horas de relevo de los puestos hasta las posibles faltas de disciplina, pasando por todos los sucesos o incidentes susceptibles de ser importantes para la seguridad de su eminencia. El capitán Saint-Georges consultaba el registro al final de cada servicio, antes de transmitir al cardenal la información de interés.

—Entrad —dijo Lancourt al oír que llamaban a la puerta.

Brussand entró.

—Monsieur de Brussand. No estáis de servicio… ¿No estaríais mejor en casa, descansando después de una larga noche de guardia?

—Sin duda, pero… ¿Me concederíais un minuto?

—Permitidme sólo terminar con el papeleo.

—Por supuesto.

Brussand se sentó ante el velador donde el joven oficial escribía al resplandor de una vela. Como única ventana, el despacho contaba con un tragaluz alto que, en bisel, daba a un pozo de luz por donde el día entraba humildemente. Era probable que hubiese calabozos mejor iluminados en la Bastilla o en el castillo de Vincennes.

Laincourt terminó su informe, lo releyó, limpió la pluma con un trapo y luego la deslizó entre las páginas del voluminoso registro que volvió a cerrar.

—Ya está —dijo—. Soy todo vuestro.

Y, poniendo en su cara a cara la mirada cristalina de sus ojos azules, esperó.

—He venido para asegurarme —dijo Brussand— de que no me guardáis rencor.

—¿Rencor por qué?

—Por las confidencias que sobre vos he hecho al joven Neuvelle. Sobre vuestro pasado. Y sobre las circunstancias que os han llevado a incorporaros a la guardia de su eminencia.

Laincourt esbozó una amable sonrisa.

—¿Habéis dicho algo infamatorio?

—¡Claro que no!

—¿Inexacto?

—Tampoco. A menos que me haya equivocado.

—Entonces no tenéis que haceros ningún reproche. Y, por lo tanto, yo tampoco.

—Ya. Sin embargo…

Se hizo un silencio durante el cual el oficial no dejó de sonreír.

Al fin y al cabo, aquella máscara de cortesía no era más que mía perfecta defensa. Porque tan sólo expresaba un interés educado, dejaba a los demás a cargo de la conversación y, sin poner mala cara, los abandonaba poco a poco a su suerte. Esta estrategia, que rara vez fallaba, parecía ser especialmente eficaz con Brussand, cuyo malestar iba en aumento.

Pero el viejo guardia era un soldado y, antes que quedar a descubierto, arremetió contra el enemigo:

—¿Qué le queréis? Hay ciertos misterios que os rodean y que se prestan a alimentar el rumor…

—¿En serio?

—Esa famosa misión, por ejemplo. Ésa que, por lo que dicen, os hizo permanecer dos años en España. Y, sin duda, en recompensa por la cual os habéis incorporado a la guardia de vuestra eminencia con el grado de alférez… Y bien, ¿qué creéis de lo que se dice?

Laincourt esperó sin respuesta, con la misma sonrisa indeseable en los labios.

Después, un reloj dio el mediodía, él se levantó, tomó su sombrero y se metió el registro bajo el brazo.

—Perdonadme, Brussand, pero el deber me llama.

Los dos hombres se dirigieron juntos a la puerta.

Y, en el momento de dejar pasar primero al oficial, el otro dijo en tono convincente:

—Extraño país, España, ¿no?

Laincourt salió y dejó atrás a Brussand.

Con el paso de quien sabe adonde va, Arnaud de Laincourt atravesó salones y antecámaras, se cruzó con criados a los que no presto la menor importancia y con centinelas que se ponían firmes al verlo. Al final, tomó un pasillo de servicio desierto y, donde este pasillo se juntaba con otro, esperó unos segundos antes de girar a la derecha para llegar a los aposentos del cardenal.

Y entonces se desplazó todo lo rápida y silenciosamente que pudo, aunque procurando que su actitud no lo traicionara demasiado. Ni hablar de avanzar de puntillas, o de pasar rozando las paredes para esquivar inquietas miradas a su alrededor. Si alguien iba a sorprenderlo, más valía que no adoptara un comportamiento susceptible de despertar sospechas fundadas. Su rango y su casaca lo protegían, sin duda. Pero era obligatorio sospechar en el palacio cardenalicio.

Pronto empujó una puerta que, en la estancia a la que daba, se confundía con los paneles murales de madera. Era el despacho donde el señor Charpentier, el secretario de Richelieu, solía trabajar. El lugar era funcional pero estaba elegantemente amueblado y lleno de papeles. La luz del exterior se filtraba entre las cortinas corridas, mientras que una vela chisporroteaba amenazando con apagarse. No estaba allí para dar luz, sino para encender muchas otras con su llama y, así, en caso de emergencia, iluminar el despacho a giorno en mitad de la noche si fuera necesario. El servicio de su eminencia requería disponibilidad en todo momento y tomar este tipo de precauciones.

Laincourt posó el registro de las guardias.

Sacó una llave del bolsillo de su jubón y abrió un armario. Tenía que darse prisa, cada minuto contaba. Sobre un anaquel, había un cofre entre dos pilas de manuscritos encuadernados. Era lo que buscaba. Otra llave, minúscula, le reveló los secretos. En el interior, unas cartas esperaban ser rubricadas y selladas por el cardenal. El alférez las hojeó de prisa y cogió una que tocó por encima.

—Aquí está —murmuró.

Se apartó, acercó el documento a la vela y lo leyó dos veces para memorizar hasta la última coma. Pero, cuando doblaba el papel, de repente creyó oír un ruido.

¿Un crujido de parqué?

El alférez de la Guardia se quedó petrificado, esperó con el corazón acelerado, todos los sentidos alerta.

Transcurrieron largos segundos…

Pero no pasó nada. Nadie entró. Y, si alguna vez había existido, el ruido no se repitió.

Serenándose, Laincourt dejó la carta en el cofrecito y el cofrecito en el mueble, que cerró con llave. Antes de salir, se aseguró de que todo quedaba en su sitio; luego se marchó con su registro sin hacer ruido.

Sin embargo, en cuanto Laincourt salió, alguien empujó otra puerta que había entreabierta tras una colgadura. Charpentier.

Había venido a toda prisa del Louvre a buscar un documento que el cardenal no creía necesitar, y lo había visto todo.