VIII

En la carroza que los llevaba a París, Nicolas Marciac y el vizconde de Orvand saboreaban un vino clarete destinado a abrirles el apetito. Sobre la banqueta que los separaba, reposaba un baúl de mimbre con pequeñas vituallas y buenas botellas. Bebían de vasitos tallados en plata que habían llenado hasta la mitad para que los baches del camino, que hacían que a veces se bambolearan con violencia y sin avisar, no les empaparan el mentón y las piernas.

—Tú no habías bebido —dijo Orvand volviendo al duelo.

Marciac le dirigió una mirada picara y divertida:

—Sólo un trago para el aliento. ¿Me tomas por un imbécil?

—¿Y por qué esta comedia?

—Para que Brévaux se confiara y bajara la guardia.

—Habrías ganado igualmente.

—Sí.

—Además, habrías podido decírmelo en confianza…

—Pero entonces habría perdido la gracia, ¿no? ¡Si te hubieras visto!

El vizconde no pudo reprimir una sonrisa. Su amistad con el gascón lo había acostumbrado a esta clase de farsas.

—¿Y quiénes eran las dos bellas damas que se te acercaron en su carroza?

—¡Vamos, vizconde! Sería el último gentilhombre si te respondiera.

—Fueran quienes fuesen, parecían tenerte mucho cariño.

—¿Qué le quieres, amigo mío? Les caigo en gracia… Y, ya que tan curioso eres, te diré que una de ellas es una belleza a la que el marqués de Brévaux tiene el ojo echado. Seguro que la reconoció…

—Eres inconsecuente, Nicolas. No cabe duda de que la ira del marqués creció al tiempo que sus talentos de esgrimista disminuyeron cuando te vio abrazar a esa dama. Pero, con ello, le has dado un nuevo motivo de duelo. Por si fuera poco haberle ganado, lo has humillado. Para ti es un juego, lo sé. Pero para él…

Marciac reflexionó un instante sobre la perspectiva, que hasta entonces no había considerado ni un solo segundo, de un segundo duelo contra el marqués de Brévaux. Entonces se encogió de hombros.

—Puede, sí… Nos veremos las caras.

Y enseguida añadió, tendiéndole el vaso de vino:

—Antes de atacar los cochinillos, beberé de buena gana otro vaso de tu vino.

Mientras Orvand servía a su amigo haciendo peligrar sus propias calzas de buen corte, él puso a la luz la sortija que se había cobrado del marqués. Para apreciar mejor el rubí, se la puso en el dedo, donde fue a parar junto a un sello. El sello captó por un momento la mirada del vizconde: en acero deslustrado, llevaba grabadas una espada y una cruz griega flordelisada.

—¡Mira eso! —dijo Marciac mientras admiraba el brillo de la piedra, que debería calmar la espera de la señora Rabier.

—¿Has pedido dinero prestado a la Rabier? —exclamó Orvand con un tono de reproche.

—¿Qué quieres? Tengo deudas y debo saldarlas. Yo no soy el marqués de Brévaux.

—Eso no quita que la Rabier… Pedir prestado a la Rabier no es buena idea. Yo mismo te habría avanzado de buena gana unos escudos. Deberías habérmelos pedido.

—¿A ti? ¿A un amigo? ¡Estáis de broma, vizconde!

Orvand meneó lentamente la cabeza con aire de reprobación.

—De todas formas, hay algo que me tiene intrigado, Nicolas…

—¿El qué?

—En los casi cuatro años que te conozco y que tú me honras con tu amistad, te he visto muchas veces sin blanca, y me quedo corto. Has vendido y vuelto a comprar cien veces todo lo que tienes. Has tenido que ayunar por fuerza durante días, y seguramente morirías de hambre si yo no te hubiera invitado a mi mesa con alguna excusa. Incluso recuerdo el día en que me pediste prestada una espada para un duelo… Pero jamás de los jamases te has separado de ese sello de acero. ¿Por qué?

La mirada de Marciac se perdió en el vacío y el recuerdo del día en que recibió el sello acudió a su memoria; luego un bache brusco hizo rebotar a los dos hombres sobre la mullida banqueta de cuero.

—Es parte del pasado —explicó el gascón—. Uno no se desprende nunca de su pasado. Ni aunque lo empeñe…

Orvand, a quien le parecía que la melancolía no iba con su amigo, preguntó al cabo de un rato:

—Pronto llegaremos a París. ¿Dónde quieres que te deje?

—Calle de la Grenouillère.

El vizconde hizo una pausa, tras la cual dijo:

—¿Hoy no habéis tenido bastante con un duelo?

Marciac le respondió con una sonrisa, y soltó casi para sus adentros:

—¡Bah!… Quiero asegurarme de haber vivido antes de morir.