En la cocina de Vaudreuil, una mujer con delantal y faldones de sarga lustraba el cobre de una batería de ollas.
Se llamaba Marion.
Sentada a la cabecera de una mesa grande de roble pulida por el uso, daba la espalda al hogar donde el fuego lento calentaba poco a poco el fondo tiznado de una marmita. Hierbas secas, una ristra de ajos y botes de cerámica adornaban la campana de la chimenea. Una puerta abierta que daba al patio dejaba entrar partículas que, empujadas por un soplo, centelleaban en el aire primaveral. Briznas de paja eran arrastradas hasta el umbral de la puerta.
Se oyó llegar un caballo al trote. Espantó a las gallinas, que batieron sus alas cacareando, y a su relincho respondieron los ladridos de un perro inquieto en el extremo de una cadena. Suelas ferradas golpeaban el suelo de tierra batida con un tintineo de espuelas. Los pasos se acercaban y Agnès de Vaudreuil se inclinó para pasar por la puerta baja.
Al ver aparecer a la joven baronesa, Marion la saludó con una tierna sonrisa y una mirada desaprobatoria, sutil combinación que había ensayado a lo largo de los años. Vestida de amazona y con la espada golpeándole la pierna, Agnès iba cubierta de polvo hasta la cintura y llevaba aquel endiablado corsé de cuero rojo que, acartonado y lustroso, ceñido como una armadura, le servía tanto de vestimenta como de talismán guerrero. La frente le brillaba de sudor. En cuanto a la pesada trenza que le colgaba de la nuca, recogía tantos cabellos como dejaba sueltos.
—Me he armado de valor —dijo la joven aún sin aliento.
Marion asintió para hacerle ver que la escuchaba.
—Lo he hecho correr un poco en el pequeño valle y creo que ya está perfectamente recuperado.
A esto, la criada ya no supo qué responder.
—¡Diablos! Me muero de sed.
Agnès fue hasta la cisterna de cobre que, instalada en un rincón, echaba agua por un pequeño grifo. Se inclinó, bebió del hueco de sus manos y salpicó con agua fría las losas de piedra. Luego tomó un mendrugo de pan que había sobre el aparador y se puso a comiscar la miga pellizcándola con dos dedos.
—¿Habéis comido hoy? —preguntó Marion.
—No.
—Voy a prepararos algo. Decidme qué os apetece.
Se disponía a lavarse las manos, pero la joven la detuvo con un gesto.
—No te molestes. Con eso ya me vale.
—Pero…
—Te digo que con eso ya me vale.
La criada se encogió de hombros y siguió a lo suyo.
Agnès la miraba de pie, apoyada contra la puerta del saladero y con una bota en un banco. La criada era atractiva, incluso guapa, y en la nuca le salían mechas canas de debajo de su gorro de lino. Antaño había sido muy cortejada y seguía siéndolo en alguna ocasión. Pero nunca se casó, y eso tenía intrigada a aquella región de orillas del Oise.
Se hizo un silencio, que perduró.
Al fin, sin poder aguantar más, Marion dijo:
—He oído que una carroza partía al amanecer.
—Así es. Veo que no estás sorda.
—¿Quién era?
Agnès dejó sobre la mesa el mendrugo que ya sólo era una corteza de pan vacía.
—¿Y eso qué importa? Sólo recuerdo que estaba muy bien y que sabía hacerlo.
—¡Agnès! —exclamó Marion.
Pero en su voz había más tristeza que reproche. Resignada, sacudió suavemente la cabeza y empezó a decir:
—Si tu madre…
—¡No sigas! —la interrumpió Agnès de Vaudreuil.
Se quedó helada, repentinamente glacial. Su mirada verde esmeralda centelleaba de ira contenida.
—Mi madre murió cuando me trajo al mundo y tú te atreves a hacerle decir esto o lo otro. En cuanto a mi padre, era un cerdo que metía el rabo entre todas las piernas que podía. Y, que yo sepa, tú pasaste a formar parte del lote cierto invierno. Así que no me vengas cantando las cuarenta por con quién me acuesto yo. Sólo en esos instantes me siento un poco viva desde que…
No terminó la frase, temblorosa y con lágrimas en los ojos.
Marion había encajado el golpe y, lívida, volvió a frotar con más energía de la necesaria.
Marion, que ahora rondaba la cuarentena, había visto nacer a Agnès y había acompañado la agonía de su madre, que tardó cinco días en morir a consecuencia del parto. Tras haber combatido del lado del futuro Enrique IV durante las guerras de religión, el barón de Vaudreuil estaba entonces demasiado ocupado tonteando con las bellas damas de la corte y corriendo el ciervo con el Bearnés para interesarse por la suerte de su esposa. Y, al saber que el bebé era hembra, ni siquiera se había dignado a asistir al entierro. Confiada, o más bien abandonada, a la custodia de Marion y de un basto soldado llamado Ballardieu, la niña no vería a su padre hasta pasados siete años. Con ocasión de aquella breve estancia en aquellas tierras, el barón atrajo a Marion a su lecho. Cualquiera habría dicho que ella se le había ofrecido, si hubiera tenido la libertad de entregarse. Pero no era un hombre que aceptara el no de una criada por respuesta. Marion habría sido despedida sin más y no quería separarse de Agnès, que la adoraba y sólo la tenía a ella. El barón se divirtió mucho al descubrir que su conquista, además de joven, era virgen. Encantado, se fue a dormir a otra parte diciéndole que le debía dar las gracias.
Calmada y confusa, Agnès dio la vuelta a la mesa, se colocó detrás de quien la había criado y la abrazó posándole el mentón sobre la cabeza.
—Perdóname, Marion. Soy una mala bestia… A veces, creo enloquecer… Sabes bien que no es por ti, ¿verdad? ¿A que lo sabes?
—Sí… Pero ¿por quién es, si no?
—Por mí, diría yo. Y por recuerdos que preferiría olvidar. Cosas que he visto y hecho… Otras que he sufrido…
Se incorporó, suspiró y añadió:
—Puede que algún día te lo cuente.