VI

La sala de esgrima de Jean Delormel se encontraba en la calle de las Cordières, próxima a la puerta de Saint-Jacques. Sólo se accedía a ella tras haber franqueado el portón de un patinillo con adoquinado irregular pero bien cuidado, cuyo centro quedaba casi totalmente cubierto por el ramaje de un manzano. Al fondo a la izquierda, un gran edificio hacía esquina con una cuadra lindante con una pequeña forja. Sin embargo, los pasos y las miradas se dirigían a la derecha por naturaleza, hacia la casa reconocible por la insignia tradicional que adornaba su umbral: un brazo con una espada.

Sentada en un banco de piedra que había bajo el manzano, una jovencita de seis años jugaba con una muñeca, cuerpo de trapo y cabeza de madera pintada, cuando el capitán La Fargue llegó a caballo. De cabello rizo y pelirrojo, y correctamente vestida, la pequeña Justine era la hija menor del maestro de armas Delormel, a quien su esposa había dado siete hijos, de los cuales sólo tres habían sobrevivido. Como viejo amigo de la familia, La Fargue había visto nacer a Justine como había visto nacer a sus hermanos mayores. Sin embargo, durante su ausencia, el niño de pecho se convirtió en una preciosa niña muy seria, que escuchaba mucho y pensaba aún más. Al capitán esa metamorfosis le había parecido repentina la noche anterior, a su regreso después de cinco años. No hay mejor indicador del tiempo que pasa que los niños.

Al levantarse, Justine se desempolvó la delantera del vestido para dedicar la más formal de las reverencias al caballero que se había apeado y que, a decir verdad, apenas le prestó atención cuando se dirigía hacia la cuadra.

—Buenos días, señor.

Riendas en mano, el caballero se detuvo.

Su mirada fría, su semblante severo, su barba gris y cuidada de patriarca romano, la austera elegancia de su atuendo y la orgullosa seguridad con la que portaba la espada, todo eso impresionaba a los adultos y, naturalmente, inquietaba a los niños. Aquella mujercita, sin embargo, no parecía temerle.

El viejo capitán vaciló, algo desconcertado.

Luego, muy estirado, la saludó con la cabeza mientras se cogía el borde del sombrero entre el índice y el pulgar, y siguió su camino.

Afanada en la cocina, la madre de Justine había observado la escena a través de una ventana del edificio principal. Era una joven atractiva y sonriente en la que los sucesivos embarazos no habían echado a perder la delgadez. Se llamaba Anna y tenía por padre a un conocido maestro de armas que enseñaba en el centro de la ciudad. La Fargue también la saludó a ella cuando se le acercó, pero esta vez quitándose el sombrero.

—Buenos días, señora.

—Buenas, señor capitán. Bonito día, ¿verdad?

—En efecto. ¿Sabéis dónde está vuestro marido?

—En la sala. Creo que os espera… ¿Os quedaréis a comer?

En aquella época, se desayunaba por la mañana, se comía a mediodía y se cenaba por la noche.

—De muy buen grado, señora. Os lo agradezco.

La Fargue estaba atando su montura a una anilla de la cuadra cuando escuchó:

—Señor, mi papá os regañará.

Él se giró y vio que Justine permanecía bien derecha en el umbral de la puerta pero no entraba, sin duda porque le habían prohibido acercarse a los caballos.

Intrigado, el viejo gentilhombre frunció el entrecejo. Nadie imaginaba que alguien pudiera «regañar» a un hombre de su temple. Sin embargo, la pequeña aún estaba en esa edad en que un niño no duda de la invencibilidad de su padre.

—¿Me regañará? ¿En serio?

—Mi papá estaba muy preocupado. Igual que mi mamá. Flan esperado vuestro regreso hasta bien entrada la noche.

—¿Y vos cómo lo sabéis?

—Los oí hablar.

—¿No estabais en vuestra habitación?

—Sí que lo estaba.

—¿Y no dormíais a aquellas horas, como deben hacer las niñas buenas de vuestra edad?

Sorprendida, Justine hizo una pausa.

—Sí —dijo.

La Fargue reprimió una sonrisa.

—Entonces, dormíais en vuestra habitación y oísteis que vuestro padre y vuestra madre hablaban…

A lo que la pequeña respondió al momento:

—Es que tengo el oído muy fino.

Y, rebosante de dignidad, dio media vuelta.

La Fargue abandonó la cuadra al cabo de unos instantes.

Bajo el manzano, Justine ya sólo se interesaba por su muñeca, a la que parecía amonestar. La mañana llegaba a su fin. El sol calentaba y el espeso follaje ofrecía un frescor agradable en el patio. La marabunta de las calles de París, aquí, era un lejano rumor.

En la sala de esgrima, La Fargue encontró al joven Martin, hijo mayor y ayudante de Delormel, que daba clases particulares mientras que un lacayo lavaba con agua abundante el suelo de terracota. La estancia estaba casi vacía, paredes desnudas, solamente amueblada con tres bancos, un armero de espadas y un caballo de madera para entrenar la esgrima montada. Había una galería a la que se accedía por una escalera derecha para observar cómodamente. El maestro de armas se hallaba en la balaustrada. Mostró un aire de gran satisfacción al ver entrar al capitán. Éste subió los peldaños a su encuentro, intercambiando en el pasillo una sonrisa amistosa con Martin, un joven delgado y pelirrojo que acompasaba los movimientos de su pupilo golpeando el suelo con un gran bastón.

—Me alegro de verte, capitán. Te esperábamos.

Pese a las circunstancias, Delormel jamás había dejado de llamar a La Fargue por su rango. La fuerza de la costumbre, sin duda. Aunque con ello también pretendía demostrar que jamás había aceptado que le hubieran retirado el mando.

—Parte de la noche, sí, lo sé. Me ha llegado la noticia. Y lo siento.

El otro se sorprendió.

—¿Cómo te has enterado?

—Tu hija. La más pequeña.

El maestro de armas sonrió con ternura.

—La diablesa. No se le escapa nada…

Alto y ancho de hombros, Delormel era de esos maestros de esgrima que fueron soldados y consideran su arte más una práctica que una ciencia. Le atravesaba el cuello una cicatriz; otra le trazaba una pálida estela en la frente. Pero lo que más llamaba la atención en su persona era el cabello tupido y pelirrojo, que había heredado de su padre y transmitido a todos sus retoños: un Delormel era pelirrojo o no era un Delormel. Limpio y bien peinado, vestía un jubón de corte modesto y perfectamente planchado.

—No sabes —dijo La Fargue— la razón que tienes al llamarme «capitán».

—¿Cómo?

—El cardenal me ha devuelto en secreto mi guardia. Quiere que las Espadas retomen el servicio. A mis órdenes.

—¿Todas? Quiero decir: ¿todas las Espadas?

El capitán se encogió de hombros.

—Al menos, todas las que queden y se presten a ello. Y con las que no quieran, no dudo que el cardenal sabrá usar poderosos incentivos. Las cartas para convocarlos ya están de camino.

Delormel, que vio preocupación en el rostro de La Fargue, titubeó y luego preguntó:

—¿Acaso no es una buena noticia?

—Aún no me he formado una opinión al respecto.

—¡Vamos, capitán! ¡Las Espadas son toda tu vida! Y hace sólo cinco años que…

Pero no acabó.

De repente, miró inquieto a izquierda y derecha y murmuró:

—Por favor, ¡no me digas que le has dado un no por respuesta al cardenal! Nadie dice no al cardenal, ¿verdad? Nadie. Ni siquiera tú, ¿eh?

La Fargue no contestó.

Con la mirada, señaló a Martin y su pupilo más abajo y dijo:

—Creía que no abrías la sala hasta después de comer.

—Una clase particular —precisó Delormel—. El listillo que ves ahí paga en oro.

Ese término de «listillo» hablaba por sí solo. Sin embargo, el viejo gentilhombre preguntó:

—¿Y qué tal lo hace?

El maestro de armas hizo una mueca de desprecio.

—No distingue entre su derecha y su izquierda, empuña la espada como una paleta, cree saberlo todo, no entiende nada y protesta haciendo ver que se le ha explicado mal.

—¿Cómo se llama?

—Guérante, creo. Si yo fuera Martin, ya le habría dado diez bofetadas.

—Y habrías perdido la clientela.

—Sin duda…

La Fargue no apartaba los ojos del pupilo de Martin. Se trataba de un hombre ricamente vestido, cuya actitud delataba al hijo de familia pagado de su nombre y su fortuna. Le faltaba tanta paciencia como talento, se exasperaba por menos de nada, encontraba mil excusas falsas para sus torpezas. Se encontraba fuera de lugar aquí, donde se enseñaba una esgrima seria y pragmática que requería esfuerzo y no alimentaba el ego.

—No he dicho que no —soltó el capitán de repente—. Al cardenal, esta noche. No le he dicho que no.

Delormel esbozó una gran sonrisa.

—¡A buenas horas! Tú eres tú cuando sirves al rey, y, por increíble que te parezca, sólo lo has servido bien durante los años en que comandabas tus Espadas.

—¿Y para qué? Una muerte y la traición de un amigo…

—Eres un soldado. La muerte va con la guerra. En cuanto a la traición, va con la vida.

La Fargue habló sin dar a entender si había aceptado.

Claramente ansioso por cambiar de tema, Delormel agarró al capitán del codo y, renqueando a causa de una vieja herida, lo apartó de la balaustrada:

—No te pregunto cuál es tu misión, sino…

—Puedes hacerlo —lo interrumpió La Fargue—. De momento, sólo se trata de hacer el llamamiento de las Espadas lo antes posible y sin llamar demasiado la atención. Y tal vez de buscar a otras… Pero el cardenal tiene unos planes concretos para mí que pronto conoceré. ¿Por qué ha recurrido a las Espadas? ¿Por qué ellas, cuando no le faltan hombres diligentes? ¿Por qué yo? Y, sobre todo, ¿por qué ahora, después de todos estos años? Hay un misterio detrás de todo esto.

—Son malos tiempos —propuso Delormel—, y, contrariamente a lo que tú dices, tal vez a su eminencia le falten hombres capaces de lo que las Espadas y tú habéis hecho en el pasado…

En ese momento, abajo, se produjo un repentino escándalo que los sorprendió y los atrajo al borde de la balaustrada.

Guérante acababa de caerse él solo y, furioso, colmaba a Delormel de injurias. Pálido, éste soportó los improperios sin rechistar: él sólo era un plebeyo, mientras que su pupilo gozaba de un título nobiliario que lo protegía para hacer cuanto quisiera a su antojo.

—Bueno —soltó La Fargue al cabo de un momento—. Ya he tenido bastante.

Bajó la escalera con paso decidido mientras el gentilhombre acababa de colocarse bien la ropa y seguía profiriendo gritos, lo agarró del cuello, le hizo abandonar la sala pese a sus gesticulaciones, cruzar el patio ante Justine, que abría los ojos de par en par, y acabó echándolo a la calle. Guérante cayó de bruces en un fango que nadie se decidía a pisar, para gran regocijo de los transeúntes.

Furioso, apestando a orines y desechos, el «listillo» se levantó del suelo y quiso desenvainar. Pero La Fargue lo detuvo apuntándole al pecho con el índice.

—Señor —le dijo con una voz demasiado tranquila para resultar amenazadora—. Soy un gentilhombre y no tengo por qué tolerar ni vuestros caprichos ni vuestro genio. Si queréis sacar la espada, hacedlo: tendréis con quién hablar.

Guérante vaciló, cambió de parecer y guardó las dos pulgadas de acero que había desenvainado en el arrebato del momento.

—Otra cosa, señor —añadió el capitán—. Si sois impulsivo, rezad. Rezad para que a mi amigo Delormel no le pase nada malo. Rezad para que nadie hostigue a su clientela ni a su familia. Rezad para que los lacayos no vengan de noche a saquear su sala de esgrima o su casa. Rezad para que no reciba bastonazos al girar una esquina… Porque lo sabré. Y, sin pensármelo dos veces, iré a buscaros y os mataré, monsieur de Guérante. ¿Me habéis entendido?

Cubierto de lodo y humillado, Guérante se esforzó por recuperar la compostura. Los observaban unos espectadores burlones y no quería perder todo su prestigio.

—Esto… —prometió, envalentonándose—. Esto no quedará así.

—Sí —replicó un La Fargue tan severo como impasible.

—¡Ya lo veremos!

—Esto se acaba aquí y ahora, a menos que queráis sacar la espada, señor… —Su mirada, terrible, escrutó a Guérante hasta lo más recóndito de su ser—: ¿Qué? —insistió.

Delormel y su hijo esperaban a La Fargue en el patio. En cuanto a su esposa, blanca y preocupada, miraba desde el umbral de casa, con Justine entre las faldas.

—Vamos a comer —dijo el capitán cuando regresaba. Su espada no había salido de la vaina.