En un pequeño armario del que sólo ella tenía la llave, la jovencísima, rubísima y guapísima vizcondesa de Malicorne apartó la tela de seda negra que protegía el espejo ovalado ante el que estaba sentada. La habitación había quedado en penumbra, y dos velas ardían solamente a un lado y otro del espejo.
En voz baja, con los párpados cerrados, la vizcondesa salmodió unas palabras en una lengua antigua y temible que había sido la de los dragones ancestrales y ahora era la de la magia. La superficie del precioso espejo de plata se enturbió, se movió como una capa de mercurio agitado por profundos movimientos y luego se detuvo. Asomó una cabeza de dragón: escamas de un rojo sangre, ojos negros y brillantes, cresta huesuda y pálida, colmillos prominentes. Parecía haber salido del espejo encantado; sin embargo, aunque ligeramente traslúcida, era sólo una ilusión.
—Saludos, hermana.
—Saludos, hermano.
Alguien, a miles de leguas de distancia, había respondido a la llamada de la vizcondesa. Dondequiera que se encontrara, parecía humano. Pero el espejo no mentía: las imágenes que proyectaba eran el vivo reflejo de la naturaleza interior de quienes lo usaban, de manera que la bella joven, ella también, ofrecía a su interlocutor un rostro dracònico. Porque si bien ni el uno ni el otro eran dragones ancestrales, sí eran descendientes suyos.
Por sus venas corría la sangre de una raza que había evolucionado a lo largo de siglos y milenios, para abandonar la «forma dracònica superior» y mezclarse con los hombres. Esta raza no era menos temida, y con razón.
—Nos preocupa vuestro progreso, hermana.
—¿A quién?
—En primer lugar, a mí. Pero también a otros que, contrariamente a mí, apenas os son favorables. No contéis sólo con aliados en el seno de la Garra Negra.
—Pensaba que se alegrarían de mi próximo éxito. Un éxito que será también, y especialmente, suyo.
—Aquí, en España, hay hermanos que envidian vuestro éxito anunciado. Vais a triunfar donde algunos fracasaron…
—¿Y no deberían reprochárselo a sí mismos, más que culparme a mí?
El dragón pareció sonreír en el espejo.
—Vamos, hermana. No seréis tan ingenua…
—Claro que no.
—Que conste que no perdonaríamos un fracaso.
—¡No os fallaré!
—Con la excusa de asegurarse, ciertos maestros de la Gran logia han acordado asignaros a uno de sus iniciados de primer orden. Un tal Savelda. ¿Lo conocéis?
—Lo bastante para saber que su misión consiste menos en ayudarme que en dar cuenta de mis posibles errores. De manera que, si llegara a fracasar, mis enemigos estarían mejor armados para acusarme…
—Al menos sabéis a qué ateneros. Savelda ya está de camino y pronto se os presentará. Su duplicidad para con vos resulta segura, pero el hombre tiene aptitud y empeño en defender los intereses de la Garra Negra. Sólo tiene que hacer política. Manejadlo con prudencia.
—De acuerdo.
Un velo recorrió la superficie del espejo y, cada vez que la vizcondesa hacía un esfuerzo de voluntad, la fantasmagórica cabeza de dragón que tenía enfrente vacilaba.
—Estáis cansada, hermana. Si deseáis que lo dejemos para más tarde…
—No, no. Ya está bien… Proseguid, os lo ruego.
En el armario oscuro, la joven se enjugó enseguida la gota negra que le perlaba la ventana de la nariz.
—Tenemos un espía —dijo el dragón— introducido en las altas esferas del palacio cardenalicio.
—Lo sé. Él…
—No. Se trata de otro diferente de quien os informa. A éste del que os hablo, aún no lo conocéis. O al menos, de momento, porque se encuentra entre vuestros próximos iniciados.
La vizcondesa encajó el golpe.
Así que la Gran logia de España tenía a un infiltrado en el palacio cardenalicio, un agente exclusivo del que sólo ella sabía. Era un procedimiento habitual en la Garra Negra y, más concretamente, en la Gran logia. De hecho, ésta había sido la primera en ser fundada. Tradicionalmente, ejercía un dominio sobre las demás logias de Europa con tanto celo que su autoridad empezaba a verse cuestionada. Se le reprochaba, y con razón, que se dejara agobiar por el peso de las tradiciones y dirigir por maestros temerosos de perder sus privilegios. En el seno mismo de la Garra Negra, unos dragones conspiraban en su contra soñando secretamente no sólo con desempolvar, sino con derribar, a las vacas sagradas. La vizcondesa de Malicorne era una de estas ambiciosas rebeldes.
—¿Y bien? —dijo.
—Nuestro espía nos ha informado de que el cardenal piensa echar mano otra vez de uno de nuestros viejos enemigos.
Teniendo en cuenta el tiempo que esta noticia ha tardado en llegarnos a España, tal vez ya esté todo atado.
—¿Uno de nuestros viejos enemigos?
—La Fargue.
—La Fargue y sus Espadas.
—En efecto. Desconozco si su súbito regreso tiene que ver con vuestros asuntos, pero manteneos alejada de esos hombres y más aún de su capitán.