Había dos carrozas paradas a cierta distancia la una de la otra sobre un prado al borde del camino de París. Tres elegantes gentilhombres rodeaban al marqués de Brévaux junto a la primera carroza; mientras que, junto a la segunda, el vizconde de Orvand iba y venía solo de un lado para otro. Iba, venía, de vez en cuando se detenía a contemplar el horizonte y el camino acariciándose nerviosamente el fino bigote y la perilla negros, y después levantaba impacientes miradas hacia su cochero, que se mostraba indiferente aunque ya empezaba a tener hambre.
Al fin, uno de los gentilhombres se separó del grupo para dirigirse a Orvand pisando con paso decidido una hierba húmeda y mullida. El vizconde sabía lo que iba a escuchar y adoptó una actitud lo más digna posible.
—Llega tarde —dijo el gentilhombre.
—Yo llego tarde, creedme. Lo siento.
—¿Vendrá?
—Eso creo.
—¿Ni tan sólo sabéis dónde se encuentra a estas horas?
—No.
—¿No? ¡Pero si sois su testigo!
—Es decir, que…
—Un cuarto de hora, señor. El marqués de Brévaux esperará un cuarto de hora más. Y, cuando vuestro amigo llegue, si llega, nos…
—Aquí está, o eso creo…
Llegó una carroza ricamente adornada. Arrastrada por un espléndido tiro de caballos, se detuvo en el camino polvoriento y un hombre se bajó. Llevaba el jubón totalmente desabotonado y la camisa se le salía de las calzas. Con el sombrero en la mano derecha y la izquierda reposando sobre la empuñadura de su espada, puso un pie en el estribo para abrazar a una bonita joven rubia que estaba asomada a la puerta abierta. Aquel espectáculo no sorprendía a Orvand, que levantó la mirada al cielo cuando vio que daba un segundo beso de despedida a otra belleza, esta vez morena.
—Marciac —murmuró el vizconde para sus adentros—. ¡No cambiaréis jamás!
El gentilhombre encargado de transmitir las recriminaciones del marqués de Brévaux regresó con sus amigos mientras la lujosa carroza dorada daba media vuelta hacia París y Nicolas Marciac se reunía con Orvand. Era un hombre guapo, atractivo pese a su aspecto descuidado y tal vez un poco gracias a ello, le haría falta un afeitado a navaja y sonreía de oreja a oreja. Caminaba a duras penas y era la viva imagen del juerguista encantado de su noche y despreocupado por el mañana.
—¡Llegas bebido, Nicolas! —se alteró Orvand al olerle el aliento.
—¡No!… —replicó un Marciac muy sorprendido—. Bueno…apenas.
—¡Antes de un duelo! ¡Menuda locura!
—No te asustes. ¿Acaso he perdido yo algún duelo?
—No, pero…
—Todo irá bien.
Cerca de la otra carroza, el marqués de Brévaux ya estaba en camisa y amagaba estocadas a fondo.
—Bueno, terminemos con esto —decidió Marciac.
Se quitó el jubón, fue a dejarlo en la carroza del vizconde, saludó al cochero, le preguntó por su salud y le alegró saber que era excelente, sorprendió la mirada de Orvand, se ajustó la camisa en las calzas, desenvainó la espada y se dirigió a Brévaux, que ya venía a su encuentro.
Luego, después de dar unos pasos, se echó atrás sin importarle que el marqués se exasperara aún más, y susurró al oído de su amigo:
—Dime sólo una cosa…
—¿Sí? —suspiró Orvand.
—Prométeme que no te enfadarás.
—Vale.
—Entonces, ahí va: supongo que me bato en duelo contra el que lleva camisa y me mira con mala cara. ¿Pero se puede saber por qué?
—¿Cómo? —exclamó el vizconde más fuerte de lo que habría querido.
—Si lo mato, debo saber el motivo de nuestra pelea, ¿no crees?
Al principio, a Orvand le faltaban las palabras. Luego se repuso y anunció:
—Una deuda de juego.
—¿Qué? ¿Le debo dinero? ¿También a él?
—¡No! ¡Él!… Es él quien… Bueno, ya está bien. Voy a anular esta locura. Diré que no te encuentras bien. O que…
—¿Cuánto?
—¿Cómo?
—¿Cuánto me debe?
—Mil quinientas libras.
—¡Diablos! ¡Y yo que lo iba a matar!…
Contento, Marciac dio media vuelta delante del marqués, que lo fulminaba con la mirada. Adoptó la postura de un guardia inseguro y soltó:
—A vuestra disposición, señor marqués.
El duelo enseguida terminó. Brévaux tomó la iniciativa y encadenó varias estocadas que Marciac paró de manera indolente antes de concluir el asalto con un puñetazo que rajó el labio de su adversario. Al principio sorprendido, y luego avergonzado, el marqués volvió a la carga. Una vez más, Marciac se conformó con defenderse, como distraído, fingiendo incluso reprimir un bostezo entre dos tintineos de acero. Esta desenvoltura acabó de poner a Brévaux loco de ira. Rugió, asestó un importante golpe agarrando la espada con dos manos y, sin saber muy bien cómo, de repente se volvió a encontrar desarmado y herido en el hombro. Marciac aprovechó la ventaja que eso le daba. Con la punta de la espada, obligó al marqués a recular hasta su carroza, contra la que lo mantuvo a raya.
Pálido, sudoroso y sin aliento, Brévaux se aguantaba el omóplato.
—Está bien —dijo—. Me rindo. Os pagaré.
—Mucho me temo que no basta con una promesa. Pagad ahora.
—¡Pero, señor! ¡Os doy mi palabra de honor!
—Ya me la disteis una vez, y mirad adonde hemos ido a parar…
Marciac tensó un poco más el brazo y acercó la punta de su espada al pecho del marqués. Los gentilhombres del séquito de Brévaux dieron un paso. Uno de ellos incluso quiso desenvainar, mientras que Orvand, inquieto, se disponía a acudir a su amigo si fuera necesario.
Hubo un momento de incertidumbre compartida, hasta que el marqués se quitó una sortija que llevaba en el dedo y se la tendió a Marciac.
—¿Quedamos en paz?
El otro cogió la joya y admiró la piedra preciosa que contenía.
—Sí —dijo antes de envainar.
—¡Maldito gascón!
—Yo también os aprecio, señor. Hasta la vista.
Y, volviéndose hacia Orvand, Marciac añadió dirigiéndose a él:
—Espléndido día, ¿verdad?