III

A la muerte del cardenal de Richelieu, el palacio cardenalicio contaba con un espléndido cuerpo central, dos alas largas, dos patios y un inmenso jardín situado entre la calle de Richelieu y la calle de los Bons-Enfants. Sin embargo, en 1633, era sólo el palacete de Angennes, adquirido nueve años antes por el cardenal, ilustre propietario que lo hizo ampliar y embellecer con el ansia de tener en París una residencia a su medida. Su esfuerzo fue tal que, muy oportunamente nombrado director general de las nuevas fortificaciones, extendió en lo sucesivo su dominio sobre una vasta superficie tomada a las murallas de París, que se acababa de reedificar más al oeste desde la puerta de Saint-Denis hasta la nueva puerta de la Conferencia. La capital ganaba tanto como el cardenal con esta ampliación: se trazaron nuevas calles, nuevos barrios recordaban el día en que no eran más que baldíos, cunetas, un famoso mercado de caballos y el principio de los barrios de Montmartre y Saint-Honoré. No obstante, Richelieu aún estaba condenado a vivir unos años más entre escombros. La imponente fachada del palacio, que daba a la calle de Saint-Honoré, no quedaría terminada hasta 1636.

Así pues, a las ocho de la mañana, el alférez Arnaud Laincourt pasó bajo grandes andamios cargados ya de obreros al entrar en el palacio cardenalicio. Los mosqueteros que acababan de abrir las rejas lo reconocieron y le dirigieron un saludo militar al que él respondió. Luego pasó a la sala de la Guardia que, con sus ciento ochenta metros cuadrados y su monumental chimenea, era el lugar donde las visitas ordinarias esperaban a ser atendidas. Ya había una veintena; pero aquello era un hervidero de casacas rojas, porque los guardias que se habían pasado la noche entera velando por la seguridad de su eminencia se reencontraban con quienes, como Laincourt, venían a tomarles el relevo. Los mosquetones, cargados y listos para ser disparados, estaban alineados en el armero. La luz penetraba por altas ventanas orientadas al sur, y las conversaciones entreveradas resonaban bajo las molduras.

Arnaud de Laincourt, ágil y menudo, tal vez rondaba la treintena. Tenía las cejas oscuras, la mirada de un azul cristalino, la nariz recta, las mejillas lampiñas y la tez pálida. Sus rasgos finos poseían un extraño encanto, serio y juvenil a la vez. Era más fácil imaginarlo estudiando filosofía en la Sorbona que vestido con el uniforme de la guardia montada del cardenal. Ahora bien, sabía llevar el sombrero de fieltro con penacho y la casaca con cruz y galones blancos, igual que la espada colgada en el tahalí de cuero reglamentario que le cruzaba el pecho desde el hombro izquierdo. Su grado de alférez hacía de él un oficial; un oficial subalterno según la jerarquía militar entonces en vigor, pero un oficial al fin y al cabo, que prometía llegar a teniente por lo mucho que Richelieu parecía apreciarlo.

Lo saludaron y, como de costumbre, él les devolvió el saludo con tal cortesía y discreción que quitaban las ganas de cháchara. Entonces se sacó del jubón un librito en dieciseisavo con tapas de piel roja y, para leerlo, se fue a respaldar contra un poste cerca del cual había dos guardias sentados a un velador. El más joven, Neuvelle, apenas tenía veintiséis años y sólo llevaba unas semanas en la Guardia. Su compañero, en cambio, ya encanecía. Se llamaba Brussand, contaba cuarenta y tantos y servía con la casaca del cardenal desde la creación de la compañía, en 1626.

—Esto no quita —dijo Neuvelle casi en voz baja— que quiera saber quién es el gentilhombre al que su eminencia recibió esta noche en el más absoluto secreto. Y por qué.

Como Brussand no reaccionó, inclinado sobre un solitario, el joven insistió:

—Pensad que no pasó por las antecámaras. Los mosqueteros de guardia en la reja pequeña sólo tenían orden de anunciar su llegada, sin hacer preguntas. A los demás guardias nos mantuvieron al margen. ¡Y fue el capitán Saint-Georges en persona quién lo acompañó hasta los aposentos del cardenal y luego lo despidió!

—La consigna —respondió por fin Brussand sin levantar los ojos de su solitario— era ser ciego y sordo a todo lo concerniente a ese gentilhombre. No deberíais haber espiado detrás de las puertas.

Neveulle se encogió de hombros:

—¡Pfff!… ¿Qué daño he hecho con eso?… Además, sólo he intuido una silueta a la vuelta de un pasillo muy oscuro. Ese gentilhombre podría venir a estrecharme la mano sin que yo lo reconociera.

Brussand, siempre absorto en su juego, se alisó el bigote entrecano sin hacer comentarios. Luego puso con satisfacción una guiverna de picas sobre una sota de corazones.

—Todos estos misterios me tienen muy intrigado —soltó Neuvelle.

—Es un error.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

Sin que lo pareciera, a diferencia del joven guardia, Brussand había advertido la discreta llegada de Laincourt.

—¿Queréis explicárselo vos, monsieur de Laincourt?

—Por supuesto, monsieur de Brussand.

Neuvelle miró a Laincourt, que pasó una página y dijo:

—Sabed que hay secretos que más vale no desentrañar, ni hacer como si nos sorprendieran. Eso puede resultar nefasto; para vuestra carrera, seguro. Pero también para vuestra salud.

—¿Queréis decir que…?

—Sí. Eso mismo quiero decir.

Neuvelle esbozó una frágil sonrisa.

—¡Venga! Pretendéis asustarme.

—Exacto. Y debéis creerle, por vuestro bien.

—Pero ¡si formo parte de la Guardia!

Esta vez, Laincourt levantó los ojos de su libro.

Y sonrió.

Neuvelle lucía su casaca escarlata con una mezcla de orgullo y de confianza, convencido no sin razón de que lo protegería mientras la llevara puesta. Richelieu elegía personalmente a sus guardias, porque les confiaba su vida. Quería que fueran gentilhombres, de al menos veinticinco años de edad, y exigía que la mayor parte de ellos hubiera servido tres años en el ejército. Perfectamente entrenados y equipados, sometidos a una férrea disciplina, conformaban un cuerpo de caballeros de élite. El cardenal los prefería con mucho a la compañía de mosqueteros de a pie que también mantenía y cuyos hombres eran reclutados entre la plebe ordinaria de los soldados de profesión. Y él recompensaba su entrega ofreciéndoles su protección.

Sin embargo…

—Formar parte de la Guardia, Neuvelle, es un honor que os expone de manera especial a peligros que el común de los mortales no sospecha; o que exagera, lo cual viene a ser lo mismo. Somos como los morillos que hay delante de una chimenea donde arde un fuego perpetuo. Este fuego es el cardenal. Nosotros lo defendemos, pero bastaría con acercamos demasiado a él para sufrir las consecuencias. Servid fielmente a su eminencia. Morid por él si las circunstancias lo requieren. No obstante, escuchad sólo lo que él quiera que escuchéis. Ved sólo lo que él os enseñe. Sabed sólo lo que él os dé a entender. Y procurad olvidar el resto.

Terminada la perorata, Laincourt volvió tranquilamente a su lectura.

Él dio el tema por zanjado, pero Neuvelle insistió:

—Pero vos mismo…

El alférez puso mala cara.

—¿Y bien?

—Quiero decir que…

Mientras buscaba las palabras, Neuvelle procuró contar con el apoyo de Brussand, quien por su parte lo gratificó con una mirada sombría. Entonces el joven guardia comprendió que se había aventurado en un terreno si no peligroso, al menos sensible. Habría dado lo que fuera por verse repentinamente transportado al exterior y sintió cierto alivio cuando Laincourt cambió de tercio.

—Monsieur de Brussand, ¿le habíais hablado de mí a monsieur de Neuvelle?

El interesado se encogió de hombros, como para excusarse.

—Nos aburrimos muy a menudo, y mucho, cuando estamos de guardia.

—¿Y qué le habéis contado?

—Le he contado lo que todo el mundo dice, ¡lo juro!

—¿Qué?

Brussand respiró hondo.

—Que pensabais convertiros en un hombre de ley cuando el cardenal se fijó en vos. Que os incorporasteis a su numeroso grupo de secretarios personales. Que él enseguida os asignó misiones de confianza. Que una de esas misiones os hizo pasar dos años fuera de Francia y que, a vuestro regreso, recibisteis la casaca con el grado de alférez. Ya está. Eso es todo.

—¡Ah…! —dijo Arnaud de Laincourt sin traslucir emoción.

Se hizo un silencio durante el cual pareció reflexionar sobre lo que acababa de escuchar.

Finalmente, asintió con la mirada perdida.

Luego retomó su lectura, mientras que a Neuvelle le surgieron cosas que hacer en otra parte y Brussand empezaba una nueva partida al solitario. Al cabo de unos minutos, el guardia veterano soltó:

—A vos, Laincourt, puedo decíroslo…

—¿El qué?

—Sé a quién ha recibido su eminencia esta noche. Yo mismo lo vi cuando se marchaba, y lo reconocí. Se llama La Fargue.

—Ese nombre no me dice nada —comentó Laincourt.

—En otros tiempos, comandaba hombres de confianza y ejecutaba misiones secretas para el cardenal. Los llamaban, a media voz, «Las Espadas del Cardenal». Luego se produjo un aciago suceso en el sitio de La Rochelle. Desconozco los detalles, pero supuso la desaparición de las Espadas. Hasta esta noche, yo creía que su desaparición era definitiva. Pero ahora…

Arnaud de Laincourt volvió a cerrar su libro.

—Los consejos de prudencia que he dado a Neuvelle también valen para nos —dijo—. Olvidemos todo esto. Será lo mejor.

Brussand, pensativo, opinó:

—Sí. Tenéis razón. Como siempre.

En aquel momento, el capitán Saint-Georges llamó a Laincourt. El cardenal de Richelieu quería ir al Louvre con su séquito y había que preparar la escolta. Saint-Georges la comandaría, y Laincourt, en calidad de oficial, se encargaría de la guardia del palacio.