I

La estancia, alta y alargada, estaba tapizada de libros cuyos elegantes dorados relucían en una penumbra chamuscada por la llama de las velas. En el exterior, tras las tupidas cortinas de terciopelo rojo, París dormía bajo un cielo estrellado y la gran quietud de sus calles tenebrosas llegaba hasta aquí, donde los trazos de una pluma apenas enturbiaban el silencio. Fina, pálida y descarnada, la mano que sostenía aquella pluma estampaba una escritura elegante y apretada, nerviosa pero controlada, sin enmiendas ni tachones. La pluma iba al tintero una y otra vez. Se dejaba guiar por un gesto preciso y, nada más volver al papel, retomaba su crepitar al compás de un sereno pensamiento. Nada más se movía. Ni siquiera el dragoncito púrpura que, hecho un ovillo y con el hocico bajo el ala, dormía apaciblemente junto a la cartera de piel.

Llamaron a la puerta.

La mano no dejó de escribir; pero el dragoncito, sobresaltado, abrió un ojo esmeralda. Apareció un hombre con una espada y una cruz blanca estampada en los cuatro faldones de una casaca de seda escarlata. Se descubrió en señal de respeto.

—¿Sí? —dijo el cardenal de Richelieu, sin dejar de escribir.

—Ya ha llegado, monseñor.

—¿Solo?

—Era la consigna.

—Bien. Hacedle pasar.

El tal Saint-Georges, capitán de la guardia de su eminencia, hizo una reverencia. Estaba a punto de retirarse, cuando oyó:

—Y ahorradle los cuerpos de guardia.

Saint-Georges lo tuvo en cuenta, volvió a hacer una reverencia y, al salir, procuró cerrar la puerta en silencio.

Antes de ser recibidas en las estancias del cardenal, las visitas normales debían atravesar cinco salas donde unos centinelas se relevaban con regularidad, tanto de día como de noche. Éstos llevaban la espada al costado y la pistola en el cinturón, vigilaban al acecho de la menor sospecha de peligro y no dejaban pasar a nadie sin orden expresa. Nada escapaba a su atenta mirada que, de tan inquisidora, resultaba amenazante. Ataviados con la famosa casaca, estos hombres pertenecían a la guardia de su eminencia. Lo escoltaban adondequiera que fuese, y jamás había menos de sesenta en su lugar de residencia. Los que no estaban de guardia en pasillos y antecámaras mataban el tiempo entre ronda y ronda, con los mosquetones bien a mano. Y los guardias no eran los únicos que protegían a Richelieu: mientras ellos velaban por la seguridad de puertas adentro, una compañía de mosqueteros la defendía de puertas afuera.

Tanta vigilancia no respondía a una simple ostentación de fuerza. Tenía su razón de ser; incluso aquí, en pleno París, en el palacio que el cardenal hacía embellecer a dos pasos del Louvre.

Porque, a sus cuarenta y ocho años, Armand Jean du Plessis de Richelieu era una de las personalidades más poderosas y a la vez más amenazadas de su tiempo. Duque y par del reino, miembro del Consejo y principal ministro de su majestad, se había ganado la confianza de Luis XIII, con quien llevaba un decenio gobernando Francia. Eso le valía numerosos adversarios; los menos acérrimos sólo buscaban su desgracia, mientras que otros tenían previsto directamente mandarlo asesinar: un exiliado se ríe de las distancias y un preso siempre puede recurrir a la evasión. Apenas fracasaban unas conspiraciones, otras se empezaban a forjar. Así pues, Richelieu debía protegerse de quienes le profesaban odio porque envidiaban la influencia que éste ejercía sobre el rey. Pero también debía prevenirse contra los atentados urdidos por los enemigos de Francia, a la cabeza de los cuales figuraban España y su Tribunal de dragones.

Estaba a punto de dar la medianoche.

El dragoncito, soñoliento, soltó un suspiro de cansancio.

—Es muy tarde, ¿verdad? —dijo el cardenal, dedicando una tierna sonrisa al pequeño reptil alado.

Él mismo tenía los rasgos castigados por la fatiga y la enfermedad aquella noche de la primavera de 1633.

Normalmente, se habría acostado pronto. Dormiría un poco si sus insomnios, sus migrañas, los dolores en sus miembros se lo permitieran. Y, sobre todo, si nadie viniera a despertarlo con una noticia urgente exigiendo, en el mejor de los casos, consignas inmediatas y, en el peor, la convocatoria de una asamblea extraordinaria. De todas formas, se levantaría a las dos de la mañana y se vería ya rodeado de sus secretarios. Tras un rápido aseo, desayunaría unos sorbos de caldo y trabajaría hasta las seis. Tal vez luego aprovecharía de una a dos horas de sueño suplementarias, antes de que lo más duro de la jornada comenzara con la ronda de ministros y secretarios de Estado, embajadores y cortesanos. Sin embargo, el cardenal de Richelieu aún no había terminado por hoy con las cuestiones de Estado.

Los goznes chirriaron al otro lado de la biblioteca, luego un paso firme golpeó el parqué con un tintineo de espuelas mientras el cardenal de Richelieu releía el informe destinado a presentar al rey la política que habría que adoptar contra Lorena. El ruido creciente, absurdo a aquellas horas, sonaba con tal intensidad bajo el techo pintado de la biblioteca que acabó de despertar al dragoncito. Este, al contrario que su amo, levantó la cabeza para ver quién llegaba.

Era un gentilhombre encanecido en el oficio de la guerra.

Grande, vigoroso, recio pese a los años, calzaba botas altas, sombrero en mano y espada al costado. Llevaba un jubón gris pizarra con calaveras rojas y calzones a juego cuyo corte era tan austero como el tejido. La barba afeitada era del mismo gris argénteo que sus cabellos. Meticulosamente arreglada, tapaba las mejillas de un rostro sobrio marcado sin duda por los combates y las largas cabalgadas, y quizá también por los disgustos y las decepciones. Tenía un porte marcial, firme, noble, casi desafiante. Su mirada no era la de quien se deja domeñar. Un sello de acero le engalanaba el anular de la mano izquierda.

Richelieu dejó que se hiciera el silencio y acabó la relectura mientras su visita esperaba. Rubricó la última página, la espolvoreó para ayudar a que se secara y sopló. Las espirales de humo que levantó hicieron cosquillas al dragoncito en las ventanas de la nariz. El pequeño reptil estornudó, y con ello esbozó una sonrisa en los labios finos del cardenal.

—Lo siento, Amiguito —murmuró.

Y, reparando al fin en el gentilhombre, dijo:

—Un momento, por favor. —Agitó una campanilla.

El tintineo hizo venir al fiel e infatigable Charpentier, que servía a su eminencia en calidad de secretario desde hacía veinticinco años. Richelieu le entregó el informe que acababa de rubricar.

—Antes de que me presentéis mañana ante su majestad, quiero que el padre Joseph lea esto y añada las referencias bíblicas que tanto le gustan y que tan bien sirven a la causa de Francia.

Charpentier hizo una reverencia y se fue.

—El rey es bastante devoto —pareció explicar el cardenal.

Luego prosiguió, como si el otro acabara de entrar:

—Sed bienvenido, señor capitán de La Fargue.

—¿Capitán?

—¿No es ése vuestro rango?

—Lo era antes de que me fuera retirado.

—Quiero que retoméis el servicio.

—¿Ahora?

—Sí. ¿Tenéis algo mejor que hacer?

Era el primer intercambio de réplicas, y Richelieu presentía que habría más.

—Un capitán comanda una compañía —dijo La Fargue.

—O una tropa, al menos igual de modesta en número. Y vos volveréis a tener la vuestra.

—Se ha disuelto, gracias al buen hacer de vuestra eminencia.

Un destello brilló en la mirada del cardenal:

—Llamad a vuestros hombres. Las cartas a ellos destinadas sólo esperan a ser enviadas.

—Puede que no todos contesten.

—Bastará con los que lo hagan. Eran los mejores, y seguramente aún lo sigan siendo. No ha pasado tanto tiempo…

—Cinco años.

—… Y sois libre de reclutar a otros —prosiguió Richelieu sin interrumpirse—. Además me han dicho que, pese a mis órdenes, no habéis quemado todas las naves.

El viejo gentilhombre parpadeó:

—Veo que los espías de su eminencia no han perdido la práctica.

—De hecho, hay pocas cosas que ignore de vos, capitán.

Con la mano en la empuñadura de la espada, el capitán Étienne-Louis de La Fargue se concedió un momento de reflexión. Miró al frente, por encima de la cabeza del cardenal que, desde su sillón, lo observaba con paciente interés.

—Entonces, capitán, ¿aceptáis?

—Depende.

Temido porque era influyente y tan influyente que era temido, el cardenal de Richelieu podía arruinar un destino de un plumazo o abreviar igual de rápido una carrera hacia el éxito. Aseguraban que aplastaba a quienes se le resistían. Exageraban mucho y, como a él mismo le gustaba decir, su eminencia no tenía más enemigos que los del Estado. Pero sabía mostrarse despiadado con ellos.

El cardenal endureció su tono marmóreo.

—¿No os basta, capitán, con saber que vuestro rey os devuelve a sus filas? —La acerada mirada del cardenal se cruzó con la del gentilhombre, que la sostuvo sin apartarla.

—No, monseñor, con eso no me basta. —Y, después de una pausa, añadió—: O, mejor dicho, ya no me basta.

Durante largo rato sólo se oyó la respiración sibilante del dragoncito bajo las preciosas molduras de la gran biblioteca del palacio cardenalicio. La conversación había tomado un cariz inesperado y los dos hombres, uno sentado y el otro de pie, se miraron desafiantes hasta que La Fargue cedió. Pero no bajando la mirada, sino apartándola en sentido contrario y volviéndola a fijar en el hermoso tapiz que había detrás de su eminencia.

—¿Exigiríais garantías, capitán?

—No.

—En ese caso, me temo que no os entiendo.

—Quiero decir, monseñor, que yo no exijo nada. No se exige lo que se le debe a uno.

—¡Ah!

La Fargue jugaba a piantar cara a quien supuestamente tenía más poder en Francia que el rey. Por su parte, el cardenal sabía que no todas las batallas se ganan por la fuerza. Como el otro permanecía inmóvil en una inquebrantable postura de espera, sin duda dispuesto a escucharle decir que si no iba a luchar contra los salvajes de las Indias occidentales pasaría el resto de sus días en un calabozo, Richelieu se inclinó sobre la mesa y, con un índice nudoso, rascó la cabeza del dragoncito.

El reptil cerró los párpados y suspiró de contento.

—Su majestad me ha ofrecido a Amiguito —dijo el cardenal, sin alterar el tono de la conversación—. Así lo ha bautizado él, y parece que estas criaturas se acostumbran bastante rápido a sus nombres… Sea como fuere, de mí sólo espera que lo acaricie y lo alimente. Nunca he dejado de hacerlo, como nunca he dejado de servir a los intereses de Francia. Sin embargo, si de repente lo privara de mis cuidados, Amiguito no tardaría en morderme. Y eso sin tener presentes las atenciones que antes le había dispensado… Toda una lección que debemos aprender, ¿no creéis?

La pregunta era retórica. Richelieu dejó al dragoncito en su letargo y se hundió más aún en los cojines de su sillón, cojines que acumulaba en vano para calmar el tormento de su reuma.

Hizo muecas, esperó a que el dolor remitiera y prosiguió:

—Capitán, sé que hace tiempo os fallé. Vuestros hombres y vos habéis servido bien al reino. Conociendo vuestros logros y méritos pasados, ¿fueron justos los reproches que se os hicieron? Por supuesto que no. Pura necesidad política. Admito que no habíais naufragado del todo, y que el fracaso de esta delicada misión en el sitio de La Rochelle no os incumbía. Pero, teniendo en consideración el trágico giro que tomaron los acontecimientos en los que estabais implicado, la corona de Francia sólo podía desautorizaros. Debía guardar las apariencias y condenaros por lo que habíais hecho en secreto, al margen de las órdenes. Había que sacrificaros, aunque este artificio deshonrara la muerte de uno de los vuestros.

La Fargue asintió, pero le costó lo suyo.

—La necesidad política —soltó en tono resignado, mientras se acariciaba con el pulgar la sortija de sello acerado en el interior del puño.

De repente, el cardenal pareció muy fatigado y suspiró:

—Europa está en guerra, capitán. El Santo Imperio lleva quince años a sangre y fuego y Francia pronto tendrá que ir al frente. Los ingleses amenazan nuestras costas, y los españoles nuestras fronteras. Cuando Lorena no se protege de nos, acoge con los brazos abiertos a todos los agitadores del reino mientras la reina conspira contra el rey desde Bruselas. Las revueltas estallan en nuestras provincias, y a menudo hay que buscar a quien las fomenta y las dirige entre los altos cargos del Estado. Y paso por alto las facciones secretas, muchas veces a sueldo del extranjero, que mueven los hilos de sus intrigas hasta en el Louvre. —Richelieu clavó su mirada en la de La Fargue—: No siempre puedo elegir yo las armas, capitán.

Tras un largo silencio, el cardenal añadió:

—No busquéis ni gloria ni fortuna. De hecho, nada puedo prometeros. Tened la certeza de que no dudaría más que ayer si, mañana, las circunstancias exigieran el sacrificio de vuestro honor o vuestra vida por una razón de Estado… —Este arrebato de sinceridad sorprendió al capitán, que puso mala cara y miró a Richelieu a los ojos—. Pero no rechacéis la mano que os tiendo, capitán. No sois de los que se arredran ante el deber, y el reino pronto necesitará un hombre como vos. Un hombre capaz de reunir y comandar expertas espadas valientes y leales, capacitadas para reaccionar con rapidez y en secreto, que matan sin remordimientos y mueren sin pesar con tal de servir al rey. Vamos, capitán, ¿acaso llevaríais siempre ese sello, si dejarais de ser quien yo creo que sois?

La Fargue no supo responder, pero el cardenal dio el tema por zanjado.

—Me parece que vos y vuestros hombres os hacíais llamar «Las Espadas del Cardenal». Era un nombre que los enemigos de Francia murmuraban no sin inquietud. Por eso, entre otras razones, me gustaba. Conservadlo.

—Con todos mis respetos, monseñor, en ningún momento os he dado el sí.

Richelieu miró largo y tendido al viejo gentilhombre, con un rostro enjuto y anguloso que sólo transmitía frialdad. Luego se levantó de su sillón, fue a descorrer ligeramente una cortina para mirar por la ventana y soltó:

—¿Y si os dijera que podría tratarse de vuestra hija?

Pálido y tembloroso, La Fargue se volvió hacia el cardenal, que parecía absorto en la contemplación de sus jardines nocturnos.

—¿Mi… hija?… Yo no tengo hija, monseñor…

—Bien sabéis que sí. Y yo también lo sé… Aseguraos, no obstante. El secreto de su existencia lo guardan contadas personas de confianza. Yo creo que incluso vuestras Espadas desconocen la verdad, ¿no es así?

El capitán se rindió, abandonó un combate ya perdido de antemano.

—¿Se halla… en peligro? —preguntó.

Entonces Richelieu supo que había ganado. Siempre de espaldas, disimuló una sonrisa.

—Pronto lo entenderéis —dijo—. Por el momento, reunid a vuestras Espadas a la espera de los detalles de vuestra primera misión. Os prometo que no tardaréis en conocerlos. —Y, gratificando finalmente a La Fargue con una mirada por encima del hombro, añadió—: Buenas noches, capitán.