Tumbada sobre un lecho de agujas de pino contemplaba el sol entre las ramas, más allá de las piñas abiertas que se mecían con las frondas. Sí, sí, sí. Pensaba en otra época, en otro lugar donde el olor a pino había entrado en su cabeza y la acidez de la resina en su nariz; recordaba la arena bajo los pies y que el mar estaba cerca, no muy lejos de la caracola que se había llevado al oído para escuchar el rugido y el embate de las olas. Estaba enfrascada en algo que había aprendido a hacer años atrás. Olvidar. Hacer tabla rasa. Reescribir pequeños párrafos de historia personal. Dar un nuevo guión a la última media hora, a partir del momento en que se había vuelto y había sonreído a la pregunta: «¿Me puedes decir cómo…?». Eso de olvidar no es tarea fácil. No bien olvidaba algo, volvería a escribirlo de su puño y letra, y surgía otra cosa que requería una reformulación. Y todo aquello apuntaba a la idea que, a su pesar, vagaba libre por su cabeza: estaba olvidando quién era ella. Pero esta vez, en cuanto acudió el pensamiento desagradable, supo que lo que más le convenía era vivir el momento, limitarse a avanzar desde el presente en instantes milimétricos. «Las agujas de pino se están fosilizando en los muslos» fue lo máximo que consiguió decir sobre este momento. Una ligera brisa le recordó que había perdido las bragas. Los pechos le dolían en el punto en que habían quedado atrapados por el sujetador. Una idea captó su atención: «Volverá. Me lo ha visto en la cara. Ha visto en mi cara que lo conozco». Y lo conocía, pero era incapaz de ubicarlo o darle un nombre. Rodó hasta apoyarse sobre un costado y sonrió ante lo que sonaba a cereales con leche. Se puso de rodillas y aferró la corteza áspera del pino con las romas puntas de sus dedos, las uñas mordidas, con una fina línea de sangre casi seca en una de ellas. Se sacudió las agujas del pelo, rubio y liso, y oyó los pasos, las recias pisadas. ¿Botas sobre hierba escarchada? No. Muévete. No conseguía aterrorizarse hasta el punto de moverse. Nunca había podido reunir el pánico suficiente para moverse. Un fogonazo rápido como un metro de celuloide atravesó su cabeza y vio a una niña rubia sentada en la escalera, llorando y haciéndose pis porque él la había atrapado y no podía soportar que la atraparan. La ráfaga. La racha de terrible energía. El viento arriba en la escalera, silbando por debajo de la puerta. Las fuerzas dispuestas a golpear. Portazos lejanos en la casa. El chasquido. El chasquido de una sandía que cae sobre baldosas. Piel rasgada. Carne rosa. Su pelo rubio teñido de rojo. Se abrió una brecha en el cráneo. La corteza le arrancó un pedacito de frente. Sus grandes ojos azules se asomaron a un desfiladero negro.