CAPÍTULO XLIV

05:30, miércoles, 25 de noviembre de 199_, hospital Egas Moniz, Santo Amaro, Lisboa

Carlos estaba en la UCI, con la cabeza y el cuello sostenidos por un estrambótico cachivache cuyo objeto era mantenerlo completamente rígido y conservar su nuca libre de cualquier contacto. Todo le funcionaba con normalidad, todos los órganos, incluso el cerebro presentaba una actividad normal, pero no había recobrado la consciencia y no había un neurocirujano en Lisboa que supiera decirnos cuándo iba a salir del coma.

Lo observábamos. Su madre abrazada a su padre, convertido en piedra, inoculándole su entereza al hijo con la mirada. Olivia, que estaba en estado de shock por la situación de Carlos, aunque también lloraba porque conocía a Antonio Borrego de toda la vida. Y yo, alquitranado y emplumado por la culpa. Si Carlos no salía de ésa, si no lograba recobrarse por completo, significaría el fin de toda posibilidad. Sería, como había dicho Klaus Felsen, un hombre sin perspectivas.

La habían quitado el respirador artificial al cabo de unas horas, cuando estuvieron seguros de que respiraba con normalidad. Ahora estaba cableado y entubado y, terminada la transfusión de sangre, sólo tenía en el brazo un goteo de suero salino. Estaba silente e inmóvil. Las máquinas de observación emitían ruidos por él. No movía ni un músculo. Sus ojos cerrados no se alteraban. La cara estaba relajada. Su cuerpo reposaba en paz mientras su consciencia se reparaba. ¿Adónde iban los comatosos? ¿Sobre qué oscuros parajes viajaban? ¿Veían alguna luz o se encontraban en una sima oscura, sin siquiera un palpito de luz ambiental, sólo lo que el cerebro imagina como luz?

A las siete dejé a Olivia con los padres de Carlos. Fui a mi despacho y me senté al escritorio. Mis compañeros entraron a verme e interesarse por Carlos, aunque a algunos nunca les hubiese caído bien, y les respondí a todos. A las 08:30 fui a ver a Narciso, que correspondió con todos los sonidos expertos, correctos y casi humanos. Le dije que iba a empezar una investigación sobre la desaparición de un exdetective de la Policía Judiciária llamado Lourenço Gonçalves. No respondió.

Cogí un coche del aparcamiento, fui hasta Odivelas y paré frente a la finca de Valentim. Me sorprendió al no hacerme esperar mucho: quizás otro que no dormía muy bien por las noches. Se sujetó el fajo de rizos con una cinta y yo bajé la ventanilla para decirle que subiera al coche.

Puse rumbo hacia el sur de la ciudad por entre el denso tráfico.

—¿Viste alguna vez a un tipo llamado Lourenço Gonçalves?

Repitió el nombre para sí, preparándose para mentir. Paré el coche en mitad del tráfico. Frente a nosotros se acumuló el espacio y detrás, el ruido. Le di la fotografía de Gonçalves.

—Era asesor de seguridad —dije—, que es una palabra cursi para decir detective privado. Seguía a la gente. Ese tipo de cosas.

—¿Por qué tendría que conocerlo?

—¿No fue el que te dijo que montaras un numerito sexual interesante en la Pensão Nuno? Ya sabes, algo poco frecuente, como tú, Bruno y una rubia menor de edad… —expliqué—. ¿Recuerdas lo que le pasó después de aquello, después que te aseguraste de que estuviera en la Pensão Nuno y se acostara con dos tíos a la vez?

—Ella… ella… —vaciló, cuando el tipo del coche de atrás vino a aporrearme la ventanilla—. Volvió al instituto.

Clavé el pie en el acelerador y lo hundí, sin dejar de mirar a Valentim. Le quité el cinturón de seguridad. Extendió los brazos. Pisé el freno. Sus antebrazos cedieron contra el salpicadero y la cabeza se le estampó en el parabrisas. Apareció una línea de sangre en su frente. Se hundió en el asiento y palpó con los dedos los bordes de su herida. Recogí la foto y le aparté las manos de la cara.

—Dímelo, Valentim, y saldrás de aquí.

—Me ofreció dinero.

—¿De cuánto me hablas?

—En principio eran un millón de escudos.

—Tu nuevo equipo informático de edición.

Parecía casi avergonzado, pero para eso hubiera hecho falta recurrir a unas reservas de las que carecía.

—Después me dijo que era probable que ustedes me apretaran un poco las clavijas y… y le pedí el doble.

—Buen trabajo, Valentim —dije—. Dime que tienes limpia la conciencia.

—Yo pensaba…

—¿Pensabas que era un regalo sin intereses? —pregunté—. Tendrías que ver cómo está el precio del dinero hoy en día.

Frené y lo saqué del coche con una patada en su escuálido trasero. Se encogió sobre la acera como un chucho de pueblo.

Di la vuelta hasta la 2 ª Circular y tomé la autopista de Cascáis. Fui hasta el Cabo da Roca, hasta la última casa de la Europa continental. Allí el viento soplaba con más fuerza y la casa parecía más diáfana, más nítida en el aire helador.

Felsen estaba en su terraza cerrada con la cabeza doblada sobre el pecho como un pájaro muerto. Volvió en sí en cuanto me senté.

—Ah —dijo, sin acabar de ubicarme.

—Inspector Coelho —le recordé, y le di unos segundos para que lo digiriera—. ¿Quién es su abogado, senhor Felsen?

—¿Se me acusa de algo? —preguntó, confuso por un momento—. No sé si me queda alguno.

—¿Tuvo abogado en la cárcel?

—No me hacía falta. El daño ya estaba hecho. Una vez que se entra, lo fastidiado es salir.

—¿Y al salir?

—No durante unos años. Después vino uno a casa. ¿O acudí yo a él? Se llamaba… —surgió un dedo tembloroso para situar el nombre, sin encontrarlo.

—¿El doctor Aquilino Oliveira?

—Sí, ése era. Fue abogado mío durante… casi diez años. No lo sé. A lo mejor todavía lo es.

—¿Le contó sus historias?

—Sabía escuchar, algo raro en un abogado. Siempre les gusta contarte cómo son las cosas, ¿no es así? Con las leyes y eso… lo complicado que es todo y lo mucho que los necesitas.

—No llegó a mencionar que en el penal de Caxias conoció a un preso político llamado Antonio Borrego.

—Un político me limpiaba la celda durante varios meses. Me preguntó por aquella mujer… antes también me sabía su nombre.

—Maria Antonia Medinas —dije—. La última vez que hablamos fue incapaz de sacarse su nombre de la cabeza. ¿Puede decirme lo que Antonio Borrego quería saber de ella?

—Me preguntó si la había visto o había oído algo sobre ella.

—¿Y era así?

—Bueno, sabía que estaba muerta.

—¿Cómo?

—La habían asesinado, si así es como lo llaman cuando pasa en una cárcel.

—¿Y vio quién fue?

—Le vi. Le llamé. Manuel. Era hijo mío, ¿sabe?, un hijo ilegítimo. Pero no me oyó, y la mañana siguiente lo trasladaron —respondió, y pareció estar al borde de las lágrimas hasta que descubrí que el gesto era, en realidad, de asco—. La chica tenía tanta sangre en la camisa que su peso hacía que se arrastrase por el suelo, dejando un rastro marrón.

Volvió a caer dormido. Me quedé un rato contemplando la brillante claridad, la pureza del frío sol invernal. La visibilidad era pasmosa pero afilada, implacable.

Le pregunté a Frau Junge por el abogado. Me dijo que se había encargado de unos cuantos asuntos del senhor Felsen a principios de los ochenta, pero no durante mucho tiempo.

—Él dijo que fueron diez años.

—Es un viejo, pero aún está lleno de vanidad.

Había hecho las conexiones, y ya tenía ganas de pelea. La casa de Cascáis del abogado estaba vacía, cerrada durante el invierno. Llamé a su domicilio de Lisboa pero allí tampoco había nadie. Cuando llegué al hospital empezaba a anochecer. Olivia y los padres de Carlos estaban casi como los había dejado. No había novedades, excepto que dos hombres habían preguntado por mí.

Me encontraron en el pasillo, delante de los servicios, dos hombres con gabardina azul oscuro. A primera vista se hubiera dicho que eran clones; era algo relacionado con el modo en que los entrenaban.

—¿Podemos hablar? —dijo uno de ellos—. Sería mejor fuera.

—¿Quiénes son?

—Somos del ministerio.

—¿De cuál?

—Vamos fuera.

Nos sentamos los tres con las manos embutidas en los bolsillos en un banco helado del patio oscuro del hospital, rodeados de luces por todos lados. Sólo habló uno de ellos. El otro miraba a su alrededor con el ojo atento de la gallina que sabe lo que le ha pasado al resto del gallinero.

—Hemos venido a decirle que abandone su investigación de la desaparición de Lourenço Gonçalves.

—Fue detective de la Polícia Judiciária. Tengo el deber…

—Tiene un deber, inspector Coelho —dijo, de acuerdo conmigo hasta ese punto—. Tiene un deber patriótico que, ahora mismo, consiste en quedarse callado. Se ha alcanzado un resultado que es el correcto, y tiene que dejar las cosas como están.

—Me he perdido ese resultado —comenté—. No sabía que nadie hubiese ganado nada. ¿Perdí yo? Me siento como si hubiese perdido.

Se inclinaron hacia delante sobre los codos y se miraron. El que no hablaba cerró los ojos por un momento.

—Tenemos un chivo expiatorio —explicó el hablante.

—¿El Banco de Océano e Rocha?

Asintió para ver si con eso iba a bastar.

—Allí dentro hay un oficial de policía que tal vez no despierte jamás —dije yo—. Creo que a sus padres les gustaría saber el deber patriótico en el que se ha visto inmiscuido su hijo.

—Usted es el inspector dourado —replicó él, con ánimo punzante—. Tendría que saber de qué se trata.

—Entonces empezaré yo —dije—. Oro nazi… ahora termine usted.

Suspiró y echó un vistazo por la extensión penumbrosa de césped.

—Durante la Segunda Guerra Mundial, a todos los países neutrales —dijo, juntando las manos— se les pidió que aportaran su libra de carne. Tal vez se haya enterado de que algunos bancos suizos concedieron hace poco 1250 millones de dólares a las víctimas del Holocausto. El Banco de Océano e Rocha posee un valor estimado de 1300 millones. Creemos que ahora tenemos potencial para ser generosos.

—Miguel Rodrigues —dije—, he aquí a un tipo que se ha quedado sin amigos.

El hombre separó las manos y me mostró que estaban vacías.

—Esos lingotes de oro —prosiguió—, con su pequeña esvástica estampada, junto a su carita. Aquello no fue sólo un ardid publicitario para la Polícia Judiciária. Aquello nos ha ahorrado muchas penas. Aquello demostró al mundo que habíamos encontrado nuestra libra de carne y estábamos dispuestos a renunciar a ella. Debe admitir, inspector Coelho, que hay algo de justicia en ello.

—En que ha recorrido un círculo completo, a través de los nazis que lo robaron en primer lugar, a través de Lehrer, a través de Felsen, a través de Abrantes hasta completar la vuelta y llegar… si no a los propietarios originales del oro, sí al menos a sus familias —reconocí—. Sí, veo lo que tiene de justo, pero el método me preocupa.

—Nada en este mundo es lo que parece —dijo el hombre, tocándome el hombro e indicándome con una mirada que, a su entender, la conversación había terminado.

—¿Y Lourenço Gonçalves? —pregunté, con intención de atar ese cabo suelto para Jojó Silva.

—Es feliz, inspector, pero no regresará a Portugal.

—Vendió su alma al diablo… ¿o sería mejor llamarlo doctor Aquilino Dias Oliveira?

—Tiene que dejar en paz al doctor Oliveira, o de otro modo podría ir todo pero que muy mal —dijo en tono severo y amenazante.

—La vaca sagrada —repliqué.

Me miraron con ojos inexpresivos de hombres que ya habían hecho que las cosas fueran pero que muy mal con anterioridad.

—Me gustaría hablar con él.

—Me parece que no.

—No pienso hacerle nada —aclaré—. Sólo quiero hablar con él, poner algunas cosas en claro.

—¿Hemos llegado a un acuerdo?

—Sí, mientras pueda hablar con él diez minutos.

El silente se levantó, se sacó un móvil del bolsillo y se alejó. Hizo dos llamadas, guardó el teléfono y nos fuimos.

Me acompañaron en un Mercedes negro hasta la oficina del abogado en el Chiado. Aparcamos y recorrimos unos cuantos pasos por la acera bajo árboles secos y crujientes. Llamaron a una puerta sin señas y nos dejaron entrar. Subimos al primer piso. Me registraron con muy pocos miramientos y me metieron por la puerta.

Entré en un vestíbulo tenuemente iluminado del que nacía un pasillo. Al fondo se encontraba un sonriente doctor Oliveira, impecablemente trajeado. Me indicaba la puerta de su despacho con la mano, afable como si fuera mi abogado y aún le debiera una suma abultada.

Su despacho estaba lleno de paneles de madera y grabados ingleses de caza en los que hombres de roja chaqueta galopaban con gran futilidad y corneta. Me senté en un sillón de cuero negro que me situaba en ligera desventaja de altura respecto a él, que tomó asiento al otro lado de su escritorio con incrustaciones de cuero en verde. Se reclinó, a la expectativa.

—¿Dónde está Lourenço Gonçalves, por cierto? —pregunté, para empezar de algún modo.

—En California —contestó—. Quería ir a algún sitio donde el sol siempre brillara.

—Supongo que podría haber ido a parar a los cimientos de un bloque de apartamentos cerca de la Expo. Eso hubiera sido lo propio, hasta cierto punto.

El doctor Oliveira tomó aire y cerró los ojos como si estuviera pensando en cosas bonitas para apartar los malos pensamientos.

—Al parecer tiene algunas preguntas —dijo.

Batallé con la pregunta que me aportaría lo que quería saber, pero no pude sacarla. Era como el jugador que no sabe las cartas que recoge su contrincante. Me acerqué por la tangente.

—Sabía de la existencia del senhor Felsen por su primer trabajo para Joaquim Abrantes, eliminarlo de los estatutos del banco. ¿Sabía por qué hacía aquello?

—Era un asesino convicto.

—¿Pero sabía por qué Abrantes hacía que lo borraran?

—En aquel momento, no.

—¿Aquello sólo salió a la luz cuando fue a ver al senhor Felsen?

—Acudió a mí después de salir de la cárcel. Pedro no quería hablar con él. Descubrió que yo era el abogado que había redactado los nuevos estatutos. Me contó su historia, a la cual en aquel momento no di crédito por fantasiosa.

—Pero volvió a él después de…

—Sí —atajó con firmeza.

—¿Cuándo descubrió que Manuel Abrantes había violado a su mujer?

—¿Violado? —repitió, poniendo énfasis en la pregunta.

—¿No es eso lo que pasó, senhor doutor?

—Si la hubiese violado, inspector, ella me lo habría contado, ¿no es así? No habría esperado hasta que vi una criatura que al instante supe que no era mía para… A ciencia cierta se lo habría contado a su marido, inspector.

Era incapaz de distinguir si se estaba haciendo el loco. ¿De verdad creía que su mujer había accedido o empleaba una lógica retorcida de cornudo para justificar sus acciones?

—¿Le dijo su mujer que la había violado?

—¡Bah! —exclamó, y extendió las manos hacia uno de los grabados de caza, negándose a mirarme; no aceptaba más preguntas sobre el tema.

—¿Qué sabía el senhor Felsen de su… plan? —pregunté.

—Él fue la clave —dijo, con la vista de nuevo puesta en mí, absorto—. Sabía mucho por haber trabajado con Joaquim Abrantes, pero nunca me enteré de lo del oro. Jamás tocaba el tema y Pedro, como buen hijo que era, tampoco.

—¿De modo que desconocía la existencia de los dos lingotes que quedaban?

—Suerte… —dijo.

—También le habló de María Antonia Medinas.

El doctor Oliveira se mordisqueó la uña del pulgar y asintió.

—¿Cómo abordaron a Antonio Borrego?

—Como hacíamos con todo el mundo: por medio de Lourenço Gonçalves.

—¿Cuándo decidió usar a su hija como cebo?

—¿Mi hija?

—A Catarina… Oliveira —añadí.

—Gonçalves me informó de que usaban la misma pensión. Investigó más y descubrió que Abrantes siempre estaba en la habitación de al lado cuando estaba ella. Más adelante entró en el cuarto y dio con el espejo. El plan evolucionó a partir de esa situación.

—¿No le resultó difícil a Gonçalves convencer a Antonio de que matara a la chica?

—Me sorprendió que la matara. Sólo se me ocurre que algo salió mal, que ella debió de verle la cara y se vio obligado a estrangularla. No estoy seguro de cómo se lo expuso Gonçalves a Borrego en un principio, pero me dijo que en cuanto Borrego se enteró de quién era ella, en cuanto supo el nexo de la chica con Miguel Rodrigues, entonces me parece que Borrego se convirtió en un hombre difícil de controlar. Manuel Abrantes, al fin y al cabo, había matado a su mujer y a su hijo nonato.

—¿Habló alguien con Borrego después?

—Gonçalves, cuando fue a recoger la ropa.

—¿No le preguntó a Borrego qué había pasado?

—La versión de los hechos de Borrego era que lo había seguido hasta el parque Monsanto. Vio que el Mercedes se salía del camino. Aparcó y se acercó a pie por entre los árboles. Vio que el coche se bamboleaba, oyó… —carraspeó—, oyó que ella gritaba. Entonces Abrantes salió del coche, abrió la puerta del pasajero, la sacó a rastras y la dejó en el suelo. Borrego esperó a que se fuera el coche y…

—¿Y qué? —pregunté, decidido a obligarle a decirlo, a obligarle a decirlo todo.

—Y la golpeó.

—¿Con qué?

—La golpeó en la cabeza con un martillo, inspector. Ya lo sabe. Ahora…

—En los quince años que compartió casa con Catarina no sintió ni una sola vez sentimientos…

—Era un recordatorio permanente, inspector —replicó, con lentitud.

—¿De qué? ¿De su decepción, de su…?

—Avancemos, inspector. El trato han sido diez minutos.

—Si no esperaba que Borrego matase a Catarina, ¿qué es lo que esperaba de él?

Tamborileó en el borde de la mesa con los dedos: una sonata para despejarse las ideas.

—Y el ministro de Administración Interna —dije—, ¿qué sabía… qué sabe él?

—Es un político, y muy competente. Los resultados, como ser elegido, por ejemplo, son lo que cuenta. Cómo se logren… no es tan interesante. Lo único que le preocupaba era que le llevaran la cabeza deshonrada de Miguel Rodrigues.

—Sí, supongo que eso era un factor importante, que estuviera deshonrado.

—No queríamos que tuviese dónde esconderse.

Guardamos silencio mientras yo pugnaba por acarrear la pregunta hasta la cima de mi laringe. El doctor Oliveira garabateaba con la mente.

—Antes me ha preguntado por Felsen —dijo—. Sobre su implicación. No estuvo implicado en todo este… asunto. Era importante, claro, porque, usted tenía que dar con él. Tenía que sacarle su historia, pero él… él ahora está muy viejo. Su cerebro sólo alcanza a contar una y otra vez la historia de su vida en sus muchas versiones.

—Pero tenía los documentos, a pesar de todo. Eran importantes.

—Sí, eso lo sabía; me los había enseñado.

—Así que él era muy importante para esta… esta intriga suya. Muy importante.

—Sí —admitió, y me miró—. ¿Tiene alguna pregunta, inspector?

—¿Cómo podían estar seguros de que encontraría a Felsen? —pregunté, con las palmas empapadas de sudor y el corazón desbocado entre las costillas.

Frunció el ceño más rápido que un lagarto cruzando una carretera caliente.

—Dígamelo usted —dijo; su cerebro repasaba las combinaciones.

Volví a intentarlo, de modo algo más directo en esa ocasión.

—¿Cómo relacionó Luisa Madrugada a Felsen en el asunto?

—¡Ah! —exclamó; ya lo comprendía—. Ahora lo veo. No, inspector, ella no estaba implicada. No se preocupe por eso. Pregúntele, pregúntele por ciertas notas interesantes… ciertas pistas que encontró en los libros que estaba leyendo en la Biblioteca Nacional, pero…

—¿También eso fue suerte? Que el detective a cargo de la investigación se liase con…

—No tiene por qué creerme. No es asunto mío —dijo—. Quería asegurarme de que encontrara a Felsen, aunque fuese en la cama de Luisa Madrugada. Además, inspector, no le tenga en cuenta que no le dijera nada de esas… esto… pistas cruciales. Estoy convencido de que le quiere, y los amantes, sobre todo al principio, quieren dar la mejor imagen de sí mismos ante el otro.

—Algo que usted debería saber, senhor Doutor —dije.

—¿Yo?

—Una mujer siempre quiere ofrecer la mejor imagen el día de su boda, y Teresa no era una excepción.

Aquello apagó algo en su interior. Se desvanecieron las luces de su cara, la fuente de su benigna afabilidad se secó y fue reemplazada por la fiereza intelectual que ya había visto en su estudio de Cascáis.

—Se olvida con facilidad, inspector, que la historia no es lo que se lee en los libros. Se trata de algo personal, y las personas son criaturas vengativas, por eso jamás aprendemos nada de la historia.

—Usted ha logrado su venganza, eso está claro, y facilitó la venganza de otros: Antonio Borrego, Klaus Felsen, incluso Jorge Raposo dispuso de su media hora…

—… y el pueblo judío —añadió—. No se olvide de ellos. Por fin recuperaron lo que era suyo.

—Si cree que eso le puede servir de justificación, senhor doutor Oliveira, para compensar por su cuenta los caprichos de la historia mediante el castigo de su difunta esposa y el asesinato de su hija ilegítima, entonces es que está loco o es malvado. ¿Con cuál de las dos se queda?

Se inclinó hacia delante por encima del escritorio bajando el cuello y con ojos lucientes y penetrantes, como un águila que sobrevolara su territorio.

—Todos estamos locos —dijo.

—Sólo lo noto cuando estoy en su compañía —repliqué, y me encaminé hacia la puerta.

—Todos estamos locos, inspector, por el sencillo motivo de que no sabemos por qué existimos y esta… —hizo un gesto con la mano hacia el tejido de la existencia que lo rodeaba—, esta vida es el modo en que nos distraemos para no tener que pensar en cosas que escapan a nuestra comprensión.

—Hay otros modos de distraerse, doctor Oliveira.

—Algunos, quizá, tenemos gustos más rebuscados.

—Sí, supongo que el deleite era de gran importancia para usted: saber que Miguel Rodrigues había sodomizado a su propia hija antes de que Antonio Borrego le abriera la cabeza y la estrangulara.

Giró la silla para darme la espalda y ponerse de cara a la ventana. El sillón se balanceó.

Cerré la puerta, atravesé el pasillo iluminado, bajé por las escaleras de madera y salí a la acera reseca. El aire más fresco que jamás olería Lisboa dotaba a la noche de una claridad hiriente. La luna era una fina mondadura afeitada por el viento y en la plaza se asaban los castaños.

El agente Carlos Pinto salió del coma el viernes, 27 de noviembre. Dos semanas después le implantaron una placa de acero en la parte de atrás del cráneo. Asegura que en los días despejados es capaz de oír a los Bee Gees desde el otro lado del Atlántico. Yo le he asegurado que se trata de acufenos. Tuvo suerte de tener un cráneo duro y quiero creer que su pelo corto, crespo e indómito amortiguó el impacto.

Lo único que Carlos no recordaba era el motivo de que Antonio Borrego le hubiera golpeado. Le dije que después de que Felsen me contase su historia había ido a A Bandeira Vermelha y le había preguntado a Antonio por Maria Antonia Medinas, y que él me había dado largas. Así que cuando, cinco meses y medio después, y tras nuestra crispada conversación en la calle junto al guardabarros oxidado del Renault 12 blanco, Carlos apareció en el bar por su cuenta para preguntarle por la misma mujer —la única persona susceptible de hacer que Antonio asesinase a Catarina Oliveira— su paranoia se encargó del resto. No podía saber que Carlos y yo jamás habíamos hablado de Maria Antonia Medinas. No podía saber que para nosotros no era más que un nombre sobre el que teníamos que arrojar algo de luz. Pensó que estaba acabado.

Sigue sin llover. El tiempo es aún frío y seco. Las hojas todavía crujen por las aceras. A Bandeira Vermelha está cerrada. He tenido que encontrar otro sitio para tomarme mis bicas, y algún otro que me haga la tostada.

Olivia aún no le ha enseñado a Carlos nada sobre ropa; sigue paseándose con esa cosa que le viene grande, pero ha correspondido a su manera al no contarle a ella nada sobre asesinatos. La hace feliz de un modo en que no lo era desde hace cerca de un año.

Luisa Madrugada me dedica algún cuarto de hora que otro cuando no está en la editorial y yo a veces alzo la vista del libro que me está obligando a escribir. Nada de asesinatos, claro, una historia para niños.

También he visto al abogado intocable, al doctor Oliveria, en su Morgan, por la Marginal con una rubia en el asiento de al lado. No parecía preocupado.

Voy a dejar esta casa. El propietario ha ofrecido venderme un piso a buen precio si me mudaba y le dejaba reformar su antigua mansión. Pensé que sería una decisión difícil de tomar, pero le di el visto bueno en cuanto me lo propuso. Nos miramos asombrados el uno al otro.

Y me compré un coche nuevo. El viejo nunca me perdonó que lo dejara en el puente aquella noche. El nuevo no tiene nada de especial pero el vendedor, al hacer hincapié en que todos los extras estaban incluidos, hizo que pareciera capaz de ponerse en órbita y acoplarse al Discovery. Lo sabía todo y yo le hice un sinfín de preguntas porque está en mi naturaleza. Al final le pregunté:

—¿Cómo ahúman las ventanillas para que parezcan transparentes a la sombra y oscuras al sol?

—¿Sabe qué? —contestó, sin siquiera una pausa, con un dedo alzado—. Eso es interesante. Es el único elemento portugués del coche.

—¿Es un argumento para que lo compre?

—Sobre el cristal —siguió, sin hacerme caso— aplican una capa muy pero que muy fina, menos de un micrón, una fracción de micrón del mejor volframio portugués.

Recapacité sobre eso.

El oscuro talento del volframio.