CAPÍTULO XLIII

Martes, 24 de noviembre de 199_, banco de Océano e Rocha, Estefanía, Lisboa

Fuimos tarde a comer a una pequeña marisquería de la Avenida Almirante Reis. Yo pedí calamares a la plancha y Carlos optó por sepia en su tinta, lo que mi mujer siempre había calificado de zapatilla alquitranada. Nos tomamos media botella de vino blanco y lo rematamos con un café.

—A lo mejor tendrías que haberle dicho a Miguel Rodrigues quién era la mujer de la fotografía —dijo Carlos, refiriéndose a Teresa Oliveira.

—Hubiera tenido que explicárselo en detalle —repuse—, y la cárcel es un lugar solitario lleno de nada a excepción del olor a hombres amontonados y a tiempo muerto. Miguel Rodrigues está cumpliendo un mínimo de veinte años por un delito que no cometió. No me cae bien. No creo que sea buena persona. Es posible que sea un hombre enfermo. Pero no seré yo quien lo someta al suplicio mental de saber que sodomizó a su propia hija.

Siguió un silencio prolongado mientras Carlos removía su café hasta obtener el jarabe de rigor.

—Si la violó, ¿por qué no lo denunció? —preguntó.

—Era una jovencita al borde de una flamante vida nueva. A una semana de casarse. Al margen de que hablamos de 1982. Por aquel entonces el movimiento feminista no iba precisamente viento en popa en Portugal. Habría costado lo suyo encontrar una mujer en cualquier parte, incluso en Inglaterra, dispuesta a denunciar una violación. Piénsalo. Hubiese perjudicado a su matrimonio, hubiese echado a perder una porción importante de los negocios de su marido, se hubiese producido una larga e indiscreta investigación, a lo mejor rematada con un juicio. No… tan sólo esperaba que todo quedara atrás, y tal vez así habría sido de no haberse quedado embarazada. Cuando nació aquella criatura de ojos azules… debió de ser un día duro.

Pagamos la cuenta y fuimos sobre hojas secas y muertas hasta nuestro coche. Los chicos habían invadido el parque de Arroios para espantar a gritos y carreras a las palomas, que se abalanzaban sobre los vejetes que jugaban a cartas con sus gorras de lana.

—Así que ya tenemos un móvil —comentó Carlos.

—No creo que lo tengamos del todo. Eso era tan sólo la obsesión del abogado: hundir a Miguel Rodrigues. Pero creo que hay algo más.

—¿Y el asesino?

—Encontraremos al asesino.

—No crees que el doctor Oliveira pagase a alguien para que la matara.

—¿Cómo Lourenço Gonçalves?

—Es posible.

—No creo. Creo que su obsesión era algo más refinada.

Nos detuvimos bajo el toldo de una tienda mientras una ráfaga de helor seco recorría el Largo de Dona Estefanía.

—¿Y ahora qué? —preguntó Carlos.

—Nos vamos a Paço de Arcos y encontramos a Faustinho Trindade.

—No parece que te haga mucha ilusión.

—No me la hace.

—Si crees que se ha hecho algo de justicia, ¿por qué no lo dejas como está?

—¿No quieres trincar al doctor Oliveira? —le pregunté, odiándome por hacerlo.

—Nos convertiremos en una molestia, ¿verdad?

—Pues sí.

—Han logrado algún tipo de resultado.

—¿Incluyes al ministro de Administración Interna entre los que lo han conseguido?

—Creo que a lo mejor sí.

—¿Y a todos esos peces gordos que vinieron a observar mi primera entrevista con Miguel Rodrigues? ¿A esos espectadores de circo romano que disfrutan del olor a sangre mientras no sea la suya?

Tragó saliva con fuerza, asqueado. Le pasé un brazo por el hombro.

—Vamos a Paço de Arcos —dije—. Y sigamos desde allí.

El tráfico estaba fatal en el centro, y en la Marginal se había producido un accidente cuádruple de coche; la sangre fresca brillaba en el asfalto a la luz de la puesta de sol. Cuando llegamos a Paço de Arcos ya había anochecido. El mar estaba oscuro pero picado por el viento, que levantaba crestas de espuma que aún resultaban visibles en la luz mortecina. El horizonte era apenas un resquicio de luz con dos vetas largas, grises y melancólicas de nube. Tracé un breve recorrido por el pueblo y volví a salir a la Marginal en dirección a Lisboa. Entramos en el aparcamiento del varadero del Clube Náutico.

En el muelle de piedra había un par de pescadores. No sabía qué esperaban sacar con aquel tiempo, pero al fin y al cabo pescar no siempre parecía consistir en sacar peces. El faro de Búgio ya arrojaba destellos. En la Costa do Estoril había anclados tres barcos, con luz en la cabina. Faustinho estaba en su cobertizo de trabajo. Llevaba un mono azul y una chaqueta de abrigo, y trabajaba, con una luz muy pobre, en un motor fuera borda desguazado. Tenía las manos secas y escamosas por el frío. Su perro se irguió y nos olfateó.

—¿Cuándo saliste, Faustinho? —pregunté.

—Hace menos de una semana y no pienso hablar de ello, Zé. Siento haberte causado problemas, pero no voy a decir nada. Se acabó.

—Tendrías que encontrar un taller para hacer esto —dije.

—Sale demasiado caro.

—¿Te acuerdas de ese chico…?

—Mira, Zé… ya te lo he dicho —se detuvo—. El chico… ¿qué chico?

—¿Te acuerdas de ese chico que me dijiste que había visto algo la noche antes de que encontraran el cadáver de la chica en la playa?

—No volví a verlo —dijo—. Solía pasarse aquí casi todo el verano, pero este año…

—¿Es éste?

Carlos le pasó la fotografía de Xeta.

—Ése es —afirmó, después de ponerla a la luz y estudiarla con detenimiento—. Está muerto, ¿a que sí? Esta foto es de muerto.

Asentí. Carlos guardó la fotografía.

—¿Y eso qué significa? —preguntó.

Miré al otro lado de la Marginal, al pueblo a oscuras detrás de los árboles del parque.

—Significa que a lo mejor tenemos que echar un vistazo más cerca de casa —dije.

Cruzamos por el paso subterráneo y salimos a los jardines públicos. Estaban desiertos. El viento zarandeaba los árboles. Los senderos estaban cubiertos por sus detritos secos y rasposos. Despejé un banco y nos sentamos. El bar de Antonio estaba cerrado, sin luz, y no nos hubiese venido mal una cerveza.

—¿Recuerdas lo que te dije aquella primera mañana —dijo Carlos—. Sobre la importancia de que el cadáver estuviese aquí, cerca de tu casa?

—Hemos trazado un círculo completo —repliqué—. No supimos verlo. No supe verlo.

Un coche blanco frenó enfrente de A Bandeira Vermelha. Salió Antonio Borrego y abrió el maletero. Sacó una caja de frutas y verduras y otra de carne. Volvió a meterlas, abrió la puerta del bar y encendió la luz. Volvió al maletero.

—Me alegro de ver que hay uno de esos que todavía funciona —dijo Carlos.

—Y ahora, finalmente, te pones a hablar de coches —observé.

—Eso —puntualizó Carlos—, es un Renault 12. Coche del Año en algún momento de los ochenta. Mi padre tenía uno… pero era un montón de chatarra. Pasé gran parte de mi juventud trabajando en uno igual.

Se me congelaron los dos ventrículos del corazón. De repente la sangre fluía tan sólo en chorrillos dispersos y me costaba dar con oxígeno para respirar.

—Ven conmigo —dije.

Salimos de los jardines y nos encaminamos hacia el emplazamiento del antiguo cine, que era ahora el inicio de un bloque de oficinas. Giramos dos veces a la izquierda y salimos detrás del coche de Antonio.

—Acuérdate de las notas que tomaste. ¿Qué dijo aquel tío? El que vio el Mercedes del senhor Rodrigues. ¿Qué más vio?

—No me acuerdo.

—Delante del Mercedes vio un Fiat Punto gris metalizado nuevecito y detrás…

—Un Renault 12 blanco con un guardabarros oxidado.

—Un guardabarros trasero.

La tenue iluminación de las farolas unida a la que salía del bar abierto dejaba a la vista los bordes corroídos del guardabarros trasero. Antonio salió a recoger lo que quedaba en el maletero. Nos vio. Le saludé con la mano.

—¿Cómo va? —preguntó.

—Va bien —respondí.

—¿Os apetece comer algo? Tengo unas costillas buenísimas que ya están marinadas.

—Suena bien.

Antonio sacó otra caja y entró en el bar.

—Cuando Faustinho me llevó a ver a Xeta y no lo encontramos —dije, ya casi para mis adentros—, volvimos a A Bandeira Vermelha y Faustinho describió al chico con todo detalle delante de Antonio y de mí.

Carlos no movió la cabeza ni apartó sus ojos de la luz procedente del bar. Le dije que entrase y hablase con Antonio de lo que fuera excepto de lo más obvio, mientras yo llamaba a la PSP local. Si ya había matado a Catarina y a Xeta, no había motivo por el que no fuera a caer luchando. Doblé la esquina para hacer la llamada. Me llevó unos minutos explicarles la situación, que no quería que entrasen a lo bestia y le provocaran para que atacara. Cuando volví hacia el bar me sentía enfermo, aterido y cansado, ni preparado ni con ganas para aquello.

Entré en la cuña de luz que salía de la puerta. Boca abajo sobre el suelo del bar y en un charco de sangre que me parecía inimaginablemente grande para el poco tiempo que había transcurrido, estaba Carlos. El cuello de su camisa estaba teñido de rojo por encima del jersey y la chaqueta. Tenía la nuca hecha un desastre y las manos retorcidas, con el pulgar chapoteando en su sangre. Antonio estaba de pie entre las piernas de Carlos con el martillo alzado por encima de su cabeza. Se trataba del martillo que guardaba detrás de la barra, junto a la hoz. Sus reliquias. Sus herramientas de obrero. Sus armas.

Traspasé el umbral. Se volvió hacia mí.

—¿Qué has hecho, Antonio? ¿Qué coño has hecho?

Sus ojos habían desaparecido. Aún quedaba en ellos un resquicio mínimo de luz, pero era un agujerito al fondo de un túnel de seis kilómetros, como si ante mis ojos tuviera unos fragmentos de hueso del interior de su cráneo.

—Déjame llamar a una ambulancia —dije.

Volvió el cuerpo hacia mí con el martillo en alto y dio un paso adelante.

—¿Qué te ha dicho, Antonio? ¿Qué te ha dicho para que le dieses con el martillo?

—Maria Antonia Medinas —dijo, separando cada palabra.

—¿De eso va todo esto? ¿Por eso mataste a la chica?

—Él la asesinó. Aquel cabrón de la PIDE, él la asesinó.

—¿Y qué significaba para ti Maria Antonia Medinas?

—Era mi mujer —respondió con ferocidad—. Y él la mató y mató a nuestro hijo, que llevaba dentro.

—Déjame llamar a una ambulancia, Antonio. Aún puede salir todo bien si me dejas llamar a la ambulancia.

Me moví. Puso en tensión el martillo sobre su cabeza.

—¿Eres un infanticida, Antonio? ¿A eso te dedicas? ¿Cómo se las apañaron para que mataras a la niña?

—Era suya.

—¿Mató ella a Maria Antonia Medinas?

—Era suya.

—Era inocente.

—Era suya.

—Déjame llamar a una ambulancia, y ya está.

Arremetió contra mí blandiendo el martillo con los dientes al descubierto, los ojos ya muertos, negros, sin luz. Le cerré la puerta en la cara. Su martilló se estrelló contra el cristal. Brotó sangre de su muñeca. Abrió la puerta bruscamente. Me alejé por la calle, medio a la carrera, medio tambaleándome. Hizo un quiebro y salió corriendo hacia su coche.

Arrancó el vetusto Renault con el maletero todavía abierto. Atravesó en tromba los jardines públicos, arrasando a su paso los arriates y la hierba hasta salir directo a la Marginal. Los coches que venían en dirección contraria frenaron y derraparon. El Renault saltó al carril de Lisboa por entre dos filas de coches, hecho una exhalación. Los de las PSP llegaron a la carrera. Les dije que llamasen a una ambulancia y que advirtiesen a un hospital de la llegada de un policía con una grave herida en la cabeza. Atravesé corriendo los jardines, crucé por el paso subterráneo y entré en mi coche. Me salté todos los semáforos en rojo de camino hacia la ciudad.

Vi el batiente maletero del Renault que subía y bajaba a medida que el coche topaba con los baches al lado de Caxias. Me puse pegado a él y encendí las luces. Apretó el acelerador.

Nuestros dos ancianos coches atravesaron Belém con un bramido y se precipitaron por debajo del chirriante puente 25 de Abril. Viró a la izquierda, hacia el Largo de Alcántara, donde había una vía de acceso al puente a la que no se podía entrar desde nuestra dirección. Antonio se saltó el semáforo que acababa de ponerse rojo y dio un volantazo para apartarse de los dos coches y el camión que habían arrancado. Los coches lo esquivaron y frenaron con un trompo, pero el camión lo alcanzó en el guardabarros trasero y lo hizo desplazarse de lado un metro entero. Pasé por el cruce a todo gas en pos de él con el antebrazo en la bocina y una mano fuera de la ventanilla. La gente ya salía de sus coches. Embocamos la rampa que llevaba al puente. Antonio se peleó con las marchas hasta dar con una lo bastante corta para remontar la inclinada pendiente. Le seguí de cerca. Íbamos cada vez más despacio.

El Renault saltó a la carretera principal que cruzaba por el puente. No avanzábamos a más de cincuenta por hora y descubrí el problema. Una de sus ruedas de atrás estaba pinchada y el guardabarros, que había cedido hacia dentro, estaba descascarando el neumático, hasta que la llanta quedó plenamente al descubierto y empezó a arrancar chispas que regaban la noche. Frenó y salió con el martillo aún en la mano. Empezó a correr.

Los coches pasaban atronando por los carriles metálicos extensibles del centro del puente, y sus bocinas sonaban detrás nuestro. El gélido viento, más fuerte si cabe allí arriba, bramaba desde el oeste y silbaba con agudos aullidos por entre los cables de suspensión. Corrí tras de él. De tanto en cuando se volvía y le iluminaban la cara —una extensión blanca con dos ojos negros— los faros del tráfico. De repente se encaramó a la barandilla del puente y saltó como si tal cosa, como si no tuviese nada que decir. Al verlo grité, pero mi voz se perdió entre el estruendo.

Llegué al punto desde el que había saltado y lo vi de pie sobre una plataforma que había unos cuantos metros por debajo. ¿Qué pretendía de él? ¿Quería atraparlo, encerrarlo? ¿Era eso lo que quería? Y descubrí que no era el trabajo policial el que me había movido a correr. Tenía que hablar con él. Tenía que contárselo. Tenía que hacer que me creyera. Él formaba parte del ciclo. Todos formábamos parte del ciclo dañino.

Pasé la pierna por encima de la barandilla y busqué con el pie el primer peldaño. La plataforma era todo lo que quedaba de las obras del puente. Era para los hombres que pintaban la nueva conexión ferroviaria. Había un ascensor que bajaba hasta el puerto por una de las columnas de hormigón. No funcionaba. Antonio se estaba planteando bajar por los raíles de la cabina. Me estremecí cuando pasaron unos camiones cuyo peso arqueaba la carretera como una marejada, mientras el viento atronaba contra sus costados verticales. Me encontraba a tanta altura que era capaz de sentirme volar y, con aquel viento fuerte y acuchillador, me daba la impresión de que así podía ser en cualquier momento. Le llamé a gritos por su nombre.

Su respuesta fue encaramarse a la barandilla de la plataforma y fijar el pie en los raíles. Bajó unos cuantos peldaños. Salté a la plataforma. Las tablas de madera me hicieron rebotar y caer de rodillas. Avancé a rastras hacia el ascensor y asomé la cara por el borde. Antonio estaba tres metros por debajo de la barandilla. Al oeste las luces de la Marginal se prolongaban hasta la oscuridad. A todos los efectos planeábamos en la noche.

—¡Antonio!

Le grité que regresara, pero el viento arrastró mi voz y la proyectó por entre las vigas de la nueva conexión ferroviaria.

Antonio alzó la vista hacia mí con los terroríficos ojos devotos de un santo en el martirio, o de un pecador torturado que va de camino al siguiente círculo del infierno. Su cara parecía resquebrajada, apenas pedazos de cerámica que de milagro flotaran juntos en una intensa luz violácea. Miró por encima del hombro y vio lo que yo ya había visto. Las luces que se alejaban en una curva por el planeta negro. El mar y el cielo densos y vacíos y tan sólo la llamada oscura y fría del viento.

Primero voló el martillo, una mota plateada hundida en la noche. Su otra mano se separó del raíl y cayó de espaldas. En un principio el viento lo atrapó y volvió a enderezarlo, pero pronto le devolvió su peso. Extendió los brazos y gritó algo que el viento le arrancó. Su pie se enganchó al travesaño del raíl, el tobillo cedió y después emprendió la caída a través de los aullidos de la oscuridad hasta que la gravedad lo convirtió en hormiga en cosa de unos segundos, y después, al poco, en nada.

Llegaron las sirenas. Una luz acerada revolvió la noche. Me aparté rodando del borde. Me sentía como un hombre que en un momento lo hubiese tenido todo —amigos, familia, amor— sólo para perderlo después con la misma rapidez.