CAPÍTULO XLII

Martes, 24 de noviembre de 199_, edificio de la Polícia Judiciária, rúa Gomes Freiré, Lisboa

Me senté a mi mesa y encendí el ordenador. Entré en el archivo de personas desaparecidas y ejecuté una búsqueda de Lourenço Gonçalves para ver si había reaparecido o lo habían encontrado. No habían registrado la incorporación de ninguna ficha de desaparición. Miré el sol que brillaba al otro lado de la ventana y me estremecí.

Di con Carlos y me lo llevé a dar un paseo por la Avenida Almirante Reis. Hacía un tiempo frío y muy seco, y soplaba una tramontana lacerante. Ese año no había llovido. Durante los tres años anteriores llovía a lo largo de todo noviembre hasta que me sentía deprimido como un inglés. Ése había sido un año inquietante. Ni gota de lluvia. Un día tras otro de sol radiante y cielos despejados. Y más que alegría, lo que traía consigo era la escalofriante impresión de que el planeta había padecido algún daño irreparable.

El bar pequeño y angosto entre las paradas de metro de Anjos y Arroios donde me encontré con Jojó Silva la primera vez estaba hasta los topes de parroquianos que se tomaban su café de media mañana. Fuimos directamente al fondo del local. JoJó Silva contemplaba la taza vacía que tenía delante sobre la mesa como si los posos fueran a decirle los números de la lotería de esa semana. Le eclipsé la luz. Alzó la vista.

—¿Ya te dejan recibir tus llamadas, inspector? —preguntó.

—Dejé de ser un semidiós a partir de ayer.

—Bienvenido a la mortalidad.

—¿Qué pasa, Jojó?

—Nada, como siempre.

—No presentaste la denuncia de la desaparición de tu amigo.

—¿Lourenço Gonçalves? —dijo—. Sí que lo hice. Vaya que sí. Era lo mínimo que podía hacer por él. ¿Por qué crees que me he pasado los últimos tres meses llamándote y oyendo que estabas ocupado? Ayer mismo lo intenté.

—¿Ayer? —repetí, consciente de que su nombre no había constado en la lista de recados.

—¿Quieres saber por qué te llamé ayer precisamente? —preguntó—. Ha subido el alquiler de la oficina de Lourenço y él no se encuentra en posición de renovar el contrato, de modo que el casero va a vaciar el local para alquilárselo a alguien que exista. Y en cuanto eso pase, inspector… desaparecerá del todo. Como si no hubiera existido.

Cruzamos los tres la Avenida Almirante Reis hasta un anodino edificio de oficinas de la década de 1960. Carlos y yo subimos al segundo piso mientras Jojó buscaba al casero y la llave. Le llevó algún tiempo.

—¿Vas a hacer algo esta noche? —pregunté, apoyado en la pared del exterior de la oficina sin nombre, en busca de algo que me apartase de la cabeza el monstruo que se estaba gestando en su interior.

—Me llevaré a Olivia al cine.

—¿A ver qué?

City of Angels.

—¿Otra vez?

—A ella le gusta —dijo con un encogimiento de hombros.

—Es una película romántica.

—No es el romance lo que le interesa —explicó él—. Le gusta la idea de que existe algo más grande que todos nosotros que actúa de manera impredecible. Ni siempre bueno, ni siempre malo. Dice que hace que se sienta segura.

—A lo mejor hay que ser joven para tener esa clase de fe en las cosas.

—Ayer pasaste mala noche, ¿verdad?

—Es que tengo la impresión de que hay algo gordo al otro lado de esta puerta.

—¿Por qué?

—Lourenço Gonçalves… ese nombre… Siempre que he pensado en él he sentido la necesidad de hacer algo pero nunca he descubierto el qué. Y ahora… alguien cree que es lo bastante importante para borrar su nombre del archivo de personas desaparecidas. Eso no sucede nunca, ni siquiera cuando los encuentran.

El casero abrió la puerta y nos dejó pasar. Jojó se sentó en la silla de su amigo desaparecido. La oficina no andaba sobrada de mobiliario.

Había un escritorio, otra silla y un archivador. Éste contenía cuatro archivos y tres cajones vacíos. Los documentos eran antiguos, referentes todos a trabajos del año pasado. Carlos se puso a inspeccionar el escritorio centímetro a centímetro. Jojó no movió un dedo.

—¿Trabajaba en algo la última vez que lo viste? —pregunté.

—Siempre decía que trabajaba —respondió Jojó—. No hacía más que quejarse de que no le pagaban.

—Ninguno de estos trabajos es reciente.

—El escritorio está vacío —anunció Carlos.

Aparté el archivador de la pared. No había nada detrás. Lo tumbé. Carlos fue a la puerta. Toqueteé los contornos del armario.

—Algo gordo al otro lado de la puerta —dijo Carlos, dándole golpecitos.

La mayor parte de la puerta estaba cubierta por un gran póster. Era el anuncio de una película y mostraba a un descomunal oso pardo enzarzado en mortal combate con un hombre.

—Estaba obsesionado con esa película —dijo Jojó—. De ella sacó su frase favorita.

—¿Cuál era? —preguntó Carlos.

—«Voy a matar al pies planos».

Nos reímos.

—Este Lorenzo tenía sentido del humor —dijo Jojó.

—Vuelve a dar golpes en la puerta, Carlos —dije.

Sonaba a hueco en los bordes y parecía maciza en el centro. Se trataba de una de esas puertas baratas que se hacen encajando dos chapas de madera en un marco, y ese tipo de puertas normalmente suenan a hueco en toda su longitud.

—Quita el póster.

Detrás había un panel. Carlos lo desatornilló con una navaja. El interior de la puerta contenía un grueso archivo atado con cintas de goma.

—Ya sabes lo que parece eso —dijo Jojó—. Un seguro.

—Será mejor que te vayas —le advertí. No quería irse—. Lo digo por tu propia seguridad.

—Si eso que habéis encontrado es el oso —dijo de camino a la puerta—, matadlo.

En la cubierta del archivo Gonçalves había escrito «Oliveira/Rodrigues». Era el único trabajo que había hecho últimamente, y cuando abrimos los archivos descubrimos por qué. Al parecer el doctor Aquilino Oliveira era el cliente y Miguel da Costa Rodrigues, el trabajo. El archivo contenía tres voluminosos dossiers que detallaban todos y cada uno de los movimientos que Miguel Rodrigues había realizado entre el 30 de agosto del año pasado y el 9 de junio del presente. Nueve meses de vigilancia ininterrumpida. En los últimos cinco sólo se había perdido tres mediodías de viernes en la Pensão Nuno.

—¿Qué tienes ahí? —pregunté.

—Fotografías. Instantáneas de chicas en la calle con fechas en el dorso. Es de suponer que son mujeres que Rodrigues había comprado. Míralas.

—Todas rubias.

—Una obsesión.

—¿Y la última?

—Catarina Oliveira.

Temblaba como un flan, me estremecía a lo largo de todo el cuerpo como si me acabasen de verter un chorrillo de líquido cenagoso por la columna. Carlos me miró con las cejas alzadas.

—Me preguntaba —dije— qué clase de persona es el doctor Oliveira, para emplear a su propia hija como cebo para que la asesinaran.

—No era hija suya.

Me llevé las palmas de las manos a los ojos y no me moví ni hablé durante cinco largos minutos. Cuando las retiré la habitación se veía extrañamente atenuada, como si el otoño hubiera devenido invierno en un instante.

—¿Me lo cuentas? —preguntó Carlos, sentándose frente a mí con aspecto joven y despreocupado.

Había pensado que aún estaba a tiempo de parar aquello, que podía hacer trizas los archivos y largarme. Podíamos aceptar la versión original de los acontecimientos y seguir adelante. Pero era incapaz, tenía que quedar satisfecho, tenía que asegurarme de que Luisa Madrugada no había estado implicada. De no hacerlo… Me veía tumbado en la cama mirándola dormir, uno de tantos millones de tíos, preguntándome por qué era incapaz de aceptar ese definitivo compromiso, pero sabiendo la respuesta a la vez.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunto Carlos, consciente de la crisis de indecisión.

—¿Conservas tus notas a mano sobre el caso de Catarina?

—Por ahí andarán, pero está todo en los informes.

—Puedes creer que está todo allí, pero tanto tú como yo sabemos que no es así. No está absolutamente todo y eso mismo es lo que necesito ahora. Quiero hasta el último detalle del caso de Catarina Oliveira y pienso leérmelo todo de cabo a rabo diez veces. Y mañana iremos a la cárcel de Caxias para ver a Miguel da Costa Rodrigues.

—¿Qué nos va a contar?

—Entre otras cosas, por qué cree que alguien se pasaría nueve meses tras sus talones.

Salí pronto del trabajo con el archivo y las libretas de Carlos y me lo llevé todo a casa. Me lo leí varias veces hasta que se hizo tarde y oscuro y tuve hambre. Me tomé un filete rápido en el A Bandeira Vermelha y me bebí dos cafés. Volví a casa y seguí removiendo papeles. Olivia llegó sobre las 23:00 y se fue directa a la cama. Abrí otro paquete de cigarrillos.

Cerca de medianoche tenía los comienzos de tres ideas. La primera tenía que ver con fechas y horas, pero no disponía de toda la información. La segunda era mucho más interesante, pero necesitaba una fotografía que no se encontraba en los archivos del caso de Catarina. La tercera precisaba de la ayuda de la senhora Lurdes Rodrigues y otra foto que no tenía. Me metí en la cama y no dormí.

Carlos ya estaba en el despacho cuando llegué. Había rematado la noche con una hora de sueño profundo entre las seis y las siete y al despertarme me sentía como si me hubiesen torturado en la rueda. Lo mandé en busca de la fecha del matrimonio del doctor y la senhora Oliveira mientras yo iba al departamento de personal a pedir el antiguo archivo policial de Lourenço Gonçalves. Esperaba que no hubiese envejecido mucho porque su fotografía más reciente la sacaron durante sus últimas semanas como oficial de la PJ, y databa de diez años atrás.

Carlos volvió con la fecha del 12 de mayo de 1982, para el matrimonio de los Oliveira. Lo envié a los archivos a que encontrase una foto aprovechable de Xeta, el chapero asesinado que encontraron en Alcántara, y otra de Teresa Oliveira en la que saliera tan joven como fuera posible. Acordé un encuentro con el preso de la cárcel de Caxias número 178493 para las 11:30. Llamé a Inácio a Narcóticos y le pregunté si aún tenía encerrado al pescador, Faustinho Trindade. Me dijo que no.

Pasamos primero por la casa de Lapa de Rodrigues. La doncella abrió la puerta y nos dejó en el escalón. Lurdes Rodrigues se tomó su tiempo para salir a hablar con nosotros. No quería que entrásemos. Su cara presentaba una hostilidad sin ambages.

—¿Qué sucede, inspector?

—Una pregunta, senhora Rodrigues. ¿Vino a esta casa alguien que no conociera entre el sábado 13 y el viernes 19 de junio?

—Qué pregunta, inspector. ¿De verdad cree que soy capaz de…?

—Me refiero a proveedores, repartidores, fontaneros, electricistas…

—Tendrá que pedírselo a la doncella —me respondió, retrocediendo hacia el interior de la casa—. Ni siquiera se molestaría en informarme de algo de este tipo.

La doncella volvió sola. Se lo pregunté. Meditó durante un tiempo hasta que sus ojos se ensancharon por el recuerdo.

—El único al que no conocía era el del teléfono, pero siempre viene uno diferente.

—¿A qué se debe que lo recuerde después de tanto tiempo?

—Llevaba sombrero, y no se lo quitó ni siquiera al entrar en casa, aunque le puse mala cara.

—¿Qué problema le dijo que tenía el teléfono?

—Los vecinos se habían estado quejando de interferencias. Quería probar todas nuestras líneas.

—¿Llevaba algo?

—Un maletín de herramientas y uno de esos teléfonos que emplean para hacer pruebas.

—¿Vio el interior del maletín?

—Lo abrió, pero no me interesaba mucho.

—¿Dónde estuvo usted?

—Hay tres líneas —explicó—. Una en el salón y dos en el estudio del senhor Rodrigues. Una es de un fax.

—¿Le dejó a solas?

—Pues claro que sí. No me voy a pasar media hora mirando a un técnico.

—¿Media hora?

—A lo mejor menos.

—¿Vio su furgoneta?

—No, no llevaba.

—Lo dejó en el estudio durante media hora.

—No, en el estudio fueron quince minutos.

Saqué la fotografía de Lourenço Gonçalves.

—¿Es éste el hombre al que vio?

Le echó un vistazo a la foto sin dar ninguna muestra de sorpresa.

—Más canoso —respondió—, pero era él.

Seguimos por la Marginal hasta Caxias. La cárcel, levantada sobre un altozano, debía de proporcionarle a algunos de sus reclusos las vistas del mar más caras del lugar. Aparcamos en el exterior, bajo el despreocupado escrutinio de algunos presos en camiseta desde detrás de una alambrada.

Esperamos en una sala de entrevistas vacía mientras los funcionarios subían al recluso desde su celda. Al parecer, el régimen carcelario no le había sentado demasiado mal al cuerpo de Miguel Rodrigues. Había perdido unos quince kilos. Su cara, en cambio, lucía el gris de la depresión; sus ojos estaban opacos. Había perdido su pulcritud de manicura, su resplandor multimillonario.

—Si han venido por lo del general Machedo —dijo, sin sentarse—, no pienso decir nada si no es en presencia de mi abogado.

—Eso es cosa de España —repliqué—. Sólo necesito que me ayude con algunas fechas.

—Las fechas ya no me dicen gran cosa —contestó.

—Esto quizá le ayude.

—O no.

—¿Sabía que antes de que le arrestaran le llevaban siguiendo nueve meses?

—¿La policía?

—Un detective privado.

—¿Para quién?

—Ya volveremos a eso.

—En respuesta a su pregunta —dijo, con parsimonia—: No, inspector, no sabía que me seguían.

—Tenía dos despachos. Uno en el último piso del edificio del Banco de Océano e Rocha en Largo Dona Estefanía y otro en la Rúa do Ouro.

—En efecto.

—Hasta hace cinco meses solía pasar los mediodías y tardes de viernes en el despacho de la Baixa. ¿Había algún motivo en especial?

—Me gustaba disfrutar de intimidad al final de la semana.

—¿Eso significa que llevaba a mujeres?

—Pensaba que me iba a preguntar por fechas.

—A eso vamos.

—Jorge Raposo me enviaba chicas al despacho.

—¿Y cómo es que empezó a ir a la Pensão Nuno?

—Por aburrimiento —respondió—. Jorge me descubrió otro servicio.

—¿Sólo recibió a chicas en el despacho de la Rúa do Ouro?

—Era íntimo. No había secretarias. Si había que firmar algo mi secretaria se encargaba de que me lo llevaran. Era mi despacho de los viernes.

—¿Siempre fue así?

Un silencio bastante prolongado.

—Desde que murió mi hermano —explicó—. Era su despacho. No quería desprenderme de él. Me lo quedé para mí y…

—¿Cuándo fue?

—Murió el día de Año Nuevo de 1982 —dijo, con un asomo de desesperación y tristeza en su cara gris, como si aquello hubiera sido un momento crucial—. Poco después empezó todo.

—¿El qué?

—Las chicas. En vida de Pedro no lo hacía.

—¿Quién era el abogado de la empresa en aquel momento?

—¿El abogado? —preguntó con tono sorprendido—. Nuestro abogado era el doctor Aquilino Oliveira. También fue abogado de mi padre, antes de la revolución.

—¿Y qué pasó con él?

Miguel Rodrigues parpadeó, en un intento de su cerebro por hallar la conexión que le ayudase a entender por qué había dado con sus huesos en la cárcel por matar a la hija de su exabogado.

—No lo sé. No estoy seguro de entenderle.

—Ya no es su abogado, ¿verdad?

—No, no, se retiró hace años.

—¿Se retiró?

—Me refiero a que dejó de trabajar para nosotros. Fue un momento de bastante confusión para la compañía. Recuerdo que yo quería que se quedase. Quería que renovara el contrato, pero se negó en redondo. Dijo que tenía una nueva esposa y que no quería pasar demasiado tiempo de sus últimos años trabajando bajo una gran presión. Y ya está. Tuve que aceptarlo.

—¿Coincidió alguna vez con su esposa?

—No, nunca.

—No fue a la boda.

—Nuestra relación no era tan estrecha.

—¿La vio en alguna ocasión?

—Si la vi, no me acuerdo.

—De modo que a partir de principios de 1982 empezó a ver a chicas en su despacho de la Rúa do Ouro. ¿Destacó alguna chica en particular durante aquellos primeros meses?

—Era un hombre hastiado, inspector. Probablemente se trate de algún tipo de enfermedad. Era incapaz de evitarlo. Antes del momento siempre me sentía muy emocionado, pero después no quedaba nada. Si una chica repetía tres o cuatro veces, a lo mejor la recordaba.

—¿Eran todas rubias?

Se sentó con las muñecas cruzadas entre las piernas y frunció el ceño, pero no como si estuviera reflexionando sino con el aire de quien analiza una información novedosa.

—En aquel momento, sí, eran todas bastante rubias —dijo por último—. Nunca había pensado en eso. No pedí rubias en ningún momento, pero así parece que fue.

—En esos primeros meses de 1982, cuando empezó a verse con chicas, ¿recuerda alguna ocasión en la que tuvo que ser rudo con una chica en particular… tal vez en algún momento de abril?

—¿Rudo?

Saqué la fotografía de Teresa Oliveira. Estaba tumbada y rodeada por su pelo rubio teñido. Parecía relajada, dormida, no tan joven, desde luego no tan fresca como a sus veintiuno. Le acerqué la foto a Miguel Rodrigues. La contempló sin recogerla.

—Aquí no hay trampa ni cartón —advertí—. No le acusarán de nada. Esta mujer ha muerto hace muy poco. ¿Recuerda si fue en alguna ocasión a su despacho de la Baixa y si tuvo que ser rudo con ella para practicar el sexo?

—No me acuerdo —dijo—. De verdad que no. Eran tiempos muy difíciles para mí. Había perdido a mi hermano y toda su familia, fue una época espantosa.

—Su secretaria del banco, ¿sigue allí?

Se encogió de hombros con algo de agresividad.

—¿Es la misma que en 1982?

—Sí. Pero dígame, inspector, ¿quién es esta mujer? —preguntó, dando unos golpecitos en la foto.

—Dígamelo usted.

Dejamos a Miguel Rodrigues en estado de ansiedad, sin parar de gritarnos preguntas mientras se lo llevaban de vuelta a su celda. Tenía menos idea que nosotros de por qué lo habían seguido durante nueve meses. Volvimos a Lisboa y fuimos directos a la torre del Banco de Océano e Rocha. Subimos por el atrio hasta el último piso con una de las burbujas de cristal que hacían las veces de ascensor.

En el último piso del banco imperaba una sensación de vacío. Ya habían suspendido a la mayor parte del personal. Los que quedaban eran los trabajadores clave, que recibían entrevistas diarias de los investigadores del gobierno. Tuvimos que esperar media hora para hablar con la secretaria de Miguel Rodrigues. Tenía casi cincuenta años, llevaba gafas y transmitía eficacia y algo de fiereza procedente de ciertas líneas de tensión que le habían aparecido en torno a la boca. Era el tipo de mujer que sabía todo lo que había por saber de la empresa para la que trabajaba. Me reconoció por los periódicos. Eso le estrechó más la boca.

Después de un vistazo por las agendas se acordó de ese periodo de la historia del banco. El principio de 1982 había sido una pesadilla. Estaban en unas oficinas temporales de la Avenida da Liberdade que eran más grandes que las de la Baixa, pero no mucho más.

—¿Recuerda un viernes de finales de abril o de mayo? —pregunté—. ¿Una chica del despacho del abogado que vino a que le firmaran unos papeles? Probablemente eran unos papeles urgentes y probablemente era mediodía.

—Por lo general enviaba a una de mis chicas…

—Era una rubia, de no más de veintiún años.

—Sí, me acuerdo de ella —afirmó—. Se casó con nuestro abogado, el doctor Oliveira. Era su secretaria. Me acordé de ella el otro día mismo. Solía verla en la VIP. Murió, ¿sabe?

—¿Fue alguna vez al despacho del senhor Rodrigues en torno a abril o mayo de 1982, sola?

La secretaria parpadeó detrás de sus gafas con montura dorada.

—Sí, sí. Fue la semana antes de casarse. Y después no volvimos a verle el pelo por aquí. Sí, no había nadie disponible para llevarle los papeles al senhor Rodrigues y dijo que se encargaría ella en persona.

Le enseñé la fotografía de Teresa Oliveira y asintió con lentitud.

—En esta foto no sale tan guapa —comentó.