CAPÍTULO XLI

Lunes, 23 de noviembre de 199_, Palacio da Justica, rúa Marqués da Fronteira, Lisboa

Nunca ansié la fama. Si hubiese querido ser famoso no me habría metido a policía. La fama siempre me había parecido una forma perversa de prostitución. Uno actúa, o tan sólo aparece, y a cambio recibe una cantidad enorme de atención y un amor sin complicaciones. Nadie conoce al famoso, y él no conoce a nadie, y aun así la intensidad de la emoción, la adoración absoluta, es más grande e impresionante que el amor de cualquier individuo. Para mí la mayor invasión de la privacidad fue tener que aceptar la fama. La incapacidad de aceptarla hubiera significado que la fama me había cambiado, y a peor. Lo que no soportaba era el disfrute compulsivo.

Me hice famoso. Era un héroe. Era el hombrecillo de la Linha, el que se había afeitado la barba por beneficencia (hay que ver cómo se alteró hasta lo más nimio en mi favor), había arremetido contra la clase dirigente y la había llevado ante la justicia. Los medios de comunicación me adoraban, pero ¿me hubiesen querido lo mismo con la barba, quince kilos de más y sin puente? Aprendí el valor de un buen traje y una sonrisa permanente.

La sed de carnaza fue feroz. El Tajo bajaba rosa por la sangre del pasado. La auténtica identidad de Miguel da Costa Rodrigues, Manuel Abrantes, el muy temido inspector da policía de la PIDE que controlaba una red de centenares de bufos, informadores, que se infiltraba en la vida de millares de personas normales, y que era responsable directo del sufrimiento de muchos de los desdichados del penal de Caxias, sacudió a la nación. Los programas de actualidad y de entrevistas florecieron durante semanas a medida que la gente aireaba sus recuerdos de opresión, persecución y tortura: los hornos de Tarrafal en Cabo Verde, los calabozos de Aljube, las mazmorras inundadas del fuerte de Caxias. Pero este enfoque disfrutó de una vida breve y, cuando los programadores vieron que los culebrones volvían por sus fueros en los puestos de cabeza, cayeron en su error: la gente no quería historia, quería historia personal.

Encontraron con rapidez a Jorge Raposo en su casa del placer, y en un especial de media hora recrearon la infiltración de la PIDE en el séquito del general Machedo, la trampa montada en el cementerio de Badajoz, el asesinato del secretario del general y la ejecución sumaria de este último por parte de Manuel Abrantes. Fue un programa cautivador. No podía dejar de mirarlo. Me acerqué para ver si distinguía al familiar Jorge avejentado que había conocido, pero su maquillaje televisivo era impenetrable y su nuevo traje cruzado parecía tan terso y blindado como una coraza. Sólo alcanzaba a imaginarme sus talones crujientes embutidos en aquellos flamantes mocasines. A resultas del programa el gobierno de España anunció una investigación sobre el asunto, ya que había sucedido en suelo español.

Dieron conmigo. El heroico viudo que luchaba contra elementos que no reconocía. Dieron con Luisa, la comprometida profesora que se había convertido en intrépida editora y amante del héroe. Dieron con Olivia, la hija del héroe que había hecho la corbata que supuso el mayor vuelco para la investigación, la nueva diseñadora de moda que podría haber recibido el respaldo personal de Miguel da Costa Rodrigues.

Por último, lo que tal vez supuso la consecuencia más perjudicial para mi privacidad fue que, gracias a la publicación de los documentos que probaban el origen del oro, se produjo una inmediata congelación de todos los activos del Banco de Océano e Rocha, que fue seguida por una redada en sus oficinas, incluyendo los antiguos despachos de la Rúa do Ouro, en la Baixa, donde encontraron los dos lingotes de oro originales en una vieja caja de caudales de la pared. La Policía Judiciária se abalanzó sobre la oportunidad de un golpe publicitario y mi cara apareció en la portada de todos los periódicos, flanqueada por los dos lingotes de oro nazi. En al menos una publicación la acompañaban del pie «inspector domado». A continuación llegó el anuncio de una investigación gubernamental completa sobre los orígenes, la financiación y las actividades del banco desde sus inicios.

A esas alturas pensaba que iba a perder cualquier tipo de control sobre mi vida, pero mi suerte cambió. Se produjeron nuevas revelaciones sobre el escándalo financiero que habían protagonizado las empresas constructoras de la Expo 98 y los promotores de la zona residencial de lujo que habían creado a su alrededor. El candelero se desplazó. La prensa cambió el cargador, pero el Zeitgeist era el mismo: peces gordos que actuaban con impunidad.

Para finales de junio ya me habían ascendido. No conseguí un nuevo trabajo porque en aquel momento no lo tenía. Me aumentaron el sueldo, lo cual me resultaba innecesario porque durante semanas me impidieron pagar una copa o invitar a una comida. Las cuentas siempre se las cobraban a otros. Más amor sin complicaciones.

Me asignaron una secretaria, de forma temporal, para que se encargase de mis llamadas, lo cual garantizaba que apenas hablase con alguien que no fuese periodista o productor de televisión. Disponía de muy poco tiempo. No trabajaba. Gracias al éxito de mi investigación, la PJ estaba en la cresta de la ola. Mis compañeros me envidiaban y despreciaban y mis superiores me daban la bienvenida a su fraternidad.

Fue un alivio cuando, después de intensas presiones del gobierno, se celebró por fin el juicio a finales de noviembre, un tiempo récord. La acusación se lo tomó en serio. Entrené y ensayé sin tregua. La defensa basó su argumentación en el historial de Catarina: que aunque fuera una colegiala de familia respetable no era más que una prostituta cualquiera que tomaba drogas. Se concentraron en que subió al coche por su propia voluntad y en su disposición a fornicar (no había trazas de violencia en su cuerpo), en el hecho de que no se encontrara el arma del crimen, en la ausencia de móvil y de testigos que vieran al acusado pegar a la chica, desnudarla, meterla en el maletero y arrojarla a la playa de Paço de Arcos. Hincharon el buen talante de Miguel Rodrigues, sus obras de caridad y las de su mujer, y la impecable educación de la hija de su hermano.

El éxito de la acusación dependía de si el acusado había sodomizado a la chica o no. Ése era su móvil. Por medio de mi testimonio, la entrevista inicial con Miguel Rodrigues y las fotografías de su pecho magullado no sólo pusieron en duda la veracidad de todo lo que pudiera haber dicho el acusado, sino que también demostraron más allá de cualquier duda razonable que había sodomizado a Catarina Oliveira. Aquello resultó decisivo. No había arma del crimen porque el asesino había matado a la chica con sus propias manos, estrangulándola. No le vieron desnudarla, pero al fin y al cabo sus ropas obraban en su posesión. No le vieron arrojar a la chica, pero estaba claramente demostrado que estuvo en Paço de Arcos, que se fue por la noche y que por tanto dispuso de la oportunidad. Hicieron trizas su buena reputación.

El lunes 23 de noviembre, a las 16:00, el juez pronunció su veredicto.

Miguel da Costa Rodrigues, también conocido como Manuel Abrantes, era considerado culpable de asesinato y condenado a cadena perpetua.

El ministro de Administración Interna me invitó a una fiesta en el Jockey Club con unos cuantos periodistas, productores de televisión y oficiales de policía de alto rango. Cuando decliné la oferta enviaron a Narciso por mí. Fue entonces cuando descubrí por qué era mi jefe. Aquél era su territorio. Yo era un pulpo en un garaje. Nos sacaron una foto a Luisa y a mí en la recepción con champán y después de media hora Narciso me hizo saber que ya podía largarme.

Fuimos a Paço de Arcos. Olivia ya había cenado y estaba en casa de mi hermana mirando la tele. Me llevé a Luisa al A Bandeira Vermelha y un alegre Antonio Borrego nos ofreció su plato del día. Se trataba de uno de sus mejunjes alentejanos favoritos: ensopado de borrego, una gran cazuela de caldo de cordero con trozos de cuello y pecho estofados hasta que la carne se deshacía. Nadie cocinaba como él. Descorchó una botella de tinto Borba Reserva del 94 y nos dejó a nuestras anchas.

Bebí un sorbo de vino y piqué tacos de queso y olivas. No me veía capaz de hablar con ecuanimidad. Luisa estaba enfadada porque me la había llevado de la fiesta. Para ella se trataba de una oportunidad de establecer contactos en su nuevo papel de intrépida editora, y hubiera preferido quedarse.

—Antes o después me contarás qué problema tienes —dijo, y se encendió un cigarrillo justo a tiempo para la llegada de la comida.

—Estoy deprimido.

—¿Se trata de un asunto policial posjuicio, como la depresión posparto de las mujeres?

—No lo creo.

—A lo mejor tienes la depre de después de los grandes acontecimientos; ahora tienes que volver a la vida real.

—Si lo que yo quiero es volver a la vida real.

—No hace falta que enumere todos los motivos que tienes para no estar deprimido. Ascenso. Aumento. Cúspide de tu carrera. Un hombre malo recluido de por vida.

—Nada de eso importa. Lo que importa es estar aquí, comer el ensopado de borrego de Antonio y beber vino tinto contigo. No nací para beber champán con unos capullos. Esto es lo mejor…

—¿Lo mejor?

—Vale, nosotros…

—Relájate, Zé, te estoy pinchando.

Chupé unos cuantos huesos de cordero y bebí más tinto. Acabamos de comer. Antonio lo retiró todo y nos trajo dos vasitos de aguardente y dos bicas. Fumamos. Luisa se negó a sacarme de mi mal humor. El bar se vació. Antonio cargó el lavavajillas. Por la Marginal se apresuraban los coches. Un viento glacial recorría los árboles del parque.

—No fue él —dije.

—¿Y ahora de qué hablas? —preguntó Luisa.

—El motivo de que esté deprimido —aclaré— es que Miguel Rodrigues, o Manuel Abrantes, no asesinó a Catarina Oliveira.

—¿Cuánto hace que crees eso?

—¿Quieres la verdad o la versión para la prensa?

—No seas chato, Zé.

—No, si tienes razón. Me estoy portando como un chato con la última persona con la que debería hacerlo. Creo que no fue él desde el momento en que encontré la ropa de la chica en su estudio.

—Lo cual se contaba entre las pruebas más incriminatorias de todo el juicio.

—Exacto. Desde el momento en que esa ropa obraba en su poder se convirtió en el que desnudó el cuerpo y por tanto en el asesino más probable.

—¿Y crees que fue otro quien puso las ropas allí?

—Dos cosas. Se supone que Miguel Rodrigues me estaba hostigando para que no resolviera el caso. Tráfico no me pasaba la información sobre el coche. Me sacaron del trabajo. Me invadieron los de Narcóticos. Me empujaron bajo un tranvía. Si tanto sentía la presión, ¿por qué no se libró de una de las pruebas más perjudiciales para él? Y lo segundo: ¿por qué no estaban las bragas de la chica con el…?

Fue en este punto cuando los parásitos se salieron de madre y me azotó como un caso grave de malaria la enfermedad más virulenta y debilitante de los famosos. Padecí un acceso furibundo de paranoia.

Nadie conoce a los famosos, los famosos no conocen a nadie.

—¿Con el qué? —preguntó Luisa, que se había erguido a su vez—. ¿Por qué me miras así?

—¿Cómo te miro? No pretendo…

—Me miras como si me vieras por dentro, como si me miraras la nuca.

—No es nada. Ya no sé ni qué pienso.

No era cierto. Sí que sabía lo que había pensado. Había pensado que me hostigaron mucho hasta el momento en que pesqué a Miguel Rodrigues, y que habiéndolo pescado en circunstancias tan adversas había necesitado ponerme de mi lado a la opinión pública. ¿Y qué pasó? Que mi novia de una semana es una experta en la economía de Salazar, que ya ha investigado el Banco de Océano e Rocha, que se saca de la manga a Klaus Felsen, que tiene un padre en una editorial de revistas, que va en busca de una gran historia para un número de lanzamiento que está a punto de salir. Y cuando se destapó la historia fue todo facilísimo. De golpe Narciso estaba más dulce que un pastel de nata de la Antiga Confeitaria de Belém. Y yo estaba asido desesperadamente y a pelo a las crines de un semental mediático que galopaba por campo abierto.

Está en la naturaleza de la paranoia que las cosas que en un momento parecieran correctas se inflaman de sospecha por arte de magia. Y en cuanto empecé a discurrir de este talante, otros pensamientos comenzaron a enunciarse. ¿Quién me había dado el teléfono de Luisa Madrugada? El doctor Aquilino Oliveira.

Como la quinina pura en el caso de la malaria, sólo existe una cura para la paranoia: la absoluta verdad, lisa y llana. La verdad preparada, por justa que sea, nunca será bastante, nunca absolverá a las personas más importantes.

Estaba enfermo y necesitaba la única cura posible.

Si en aquel momento hubiese podido escapar de los círculos cerrados por los que discurría, me habría dado cuenta de que al ir en pos de la verdad pura iba a perturbar la preparada. Si estaba preparada, es porque alguien lo había hecho. Alguien poderoso y vengativo que no vería la perturbación con buenos ojos.

Volví a mirar a Luisa, tratando de no escarbar más allá de la superficie. Antonio Borrego, el único hombre que aún me dejaba pagar mi comida y mi bebida, puso la cuenta entre nosotros.