05:30, viernes, 26 de junio de 199_, Paço de Arcos, Lisboa
Estaba en la cama sin poder dormir, escuchando el tráfico, fumando cigarrillos y leyendo el informe de patología de Fernanda Ramalho por enésima vez. Estaba a dos horas de una tormenta mediática que iba a cambiarme la vida, y no me apetecía. Quería el regreso de mi vieja vida.
Había sido una semana terrible. Cuando Luisa me dijo que su padre, Vitor Madrugada, tenía una revista en planchas, había dado por supuesto que todo estaba listo y que sólo faltaba pulsar un botón. Pero el hombre ni siquiera tenía una rotativa, y le costó una fortuna conseguir una, porque las imprentas no están de brazos cruzados a la espera de un trabajo, sino que funcionan todo el tiempo. Llevó una semana. Es decir, que tuvo tiempo para pensar.
Lo que quería era una gran historia para lanzar su nueva revista de negocios, y había acabado con algo monumental destinado a pervivir tanto tiempo como el Marqués de Pombal se había mantenido en su praça. Necesitaba que lo convencieran. Tuve que hacer una presentación ante él y su junta directiva, incluyendo a Luisa y su director. Tuve que exponer todo lo que tenía contra Miguel da Costa Rodrigues y mis motivos para atacarlo de ese modo.
El director estaba inquieto. Era un hombre inteligente, pero procedía de una época en que la prensa todavía respetaba a los personajes públicos; resaca, quizá, de los días en que a los periodistas les decían lo que tenían que escribir. Para él, el director-geral del Banco de Océano e Rocha era un hombre muy importante con amigos influyentes y una esposa procedente además de una excelente familia y muy religiosa, mientras que Catarina Oliveira…
—En este artículo no lo condeno —había replicado yo—. Sólo me aseguro de que Miguel Rodrigues, también conocido como Manuel Abrantes, vaya a la Policía Judiciária a responder a mis preguntas. Ha hecho todo lo que ha estado en su mano para bloquear la investigación. Ha empleado a sus amigos para asegurarse de que no obtengo la información sobre su coche que necesito. Me ha apartado del caso. Ha hecho que me empujen bajo un tranvía. A mí me han invadido la casa unos agentes de Narcóticos y a la hija de su jefe le han enganchado declaraciones de odio en el coche. Tenemos cierta justificación.
El director había mirado al padre de Luisa.
—Espero que tenga razón —me había dicho Vitor Madrugada—. Se trata de una historia muy gorda: familias importantes, una dinastía basada en oro nazi, un criminal de la PIDE, sexo, drogas y el asesinato de una inocente o, mejor dicho, de una niña que no se merecía morir. Esta historia se extenderá por Portugal como un incendio forestal en verano.
—Y no quiere que lo tachen de pirómano.
—No —había contestado—. Ni quiero, ni creo que lo sea.
Había pulsado el botón.
Salí de la reunión con euforia en un hombro y pavor en el otro. Me distraje durante unos días. Jojó Silva me llamó para decirme que Lourenço Gonçalves todavía no había aparecido. Le dije que presentase una denuncia de desaparición y que yo me aseguraría de que la tramitaran. Carlos y yo trabajamos con desgana y poca fortuna en el caso del asesinato de Xeta.
A las 07:00 me hice un café y ya se oía un murmullo en la calle. En menos de diez minutos la acera de enfrente de casa se llenó de periodistas y cámaras. Llamé a la comisaria de la PSP y les pedí que me enviaran unos cuantos hombres y un coche.
A las 07:30 puse un pie en la calle y me enfrenté a una batería de flashes y preguntas. No dije nada y avancé a paso ligero hasta el coche de la PSP. Encabecé una caravana que entró en Lisboa y fue hasta el edificio de la Policía Judiciária, donde esperaban más reporteros. El coche de la PSP me dejó en la parte de atrás y subí sin dilación al despacho de Narciso. En aquella ocasión no tuve que esperar y fue un engenheiro Jaime Leal Narciso muy diferente el que me recibió al otro lado de la puerta.
Me pidió que me sentara. Se sentó en el mismo lado del escritorio que yo. Fumamos. La secretaria trajo café. Con toda calma nos rehabilitó a Carlos y a mí como oficiales a cargo de la investigación y me otorgó su autorización incondicional para que llamase a Miguel da Costa Rodrigues y lo interrogara.
—También tendré que registrar su domicilio —dije.
—La orden ya está preparada —replicó él.
A las 07:45 el abogado de Miguel da Costa Rodrigues llamó al despacho de Narciso y se ofreció a llevar a su cliente de modo voluntario a la Polícia Judiciária donde le interrogarían.
A las 08:15 Miguel da Costa Rodrigues estaba en el edificio. Su abogado se adelantó para ofrecer un comunicado inicial a la prensa. Denunció el método de juicio mediático adoptado por la Polícia Judiciária y dejó clara la naturaleza voluntaria de la comparecencia de su cliente en la comisaría. No respondió a ninguna de las preguntas que le plantearon.
A las 08:25 Narciso me dio una palmada en la espalda y me mostró el puño cargado de confianza con el que me iba a ayudar a machacar a Miguel da Costa Rodrigues. Se puso la chaqueta y salió a la entrada del edificio. Hizo papilla el comunicado del abogado y se adjudicó el ochenta y cinco por ciento del mérito de la investigación hasta la fecha, lo cual dejaba un quince para mí y nada para Carlos. Hacía lo que cobraba por hacer. Hacía lo que mejor sabía hacer.
A las 08:30 acompañaron a Miguel Rodrigues a la sala de interrogatorios tres, que era la que tenía el cristal más grande. A algunos de los que se agrupaban tras esa ventana no los había visto nunca en la comisaría. Era como si allí se celebrara un guateque.
A las 08:32 cumplí con las presentaciones de rigor para la grabadora. Miguel da Costa Rodrigues no dio muestra alguna de que nos conociéramos. Tenía pinta de llevar una historia preparada en la cabeza y de que iba a hacer falta un bulldozer para apartarle de ella. Era un hombre de la PIDE. Tenía que saber de interrogatorios. Mi única ventaja era que no debía de haberse visto muchas veces en ese lado de la mesa.
Le echó un vistazo al panel reflectante montado en la pared. Su abogado tomó asiento junto a él, como un halcón adiestrado, apoyando sólo las puntas de los dedos en el borde de la mesa. Empecé por pedirle al senhor Rodrigues que aclarase su identidad; reveló con toda tranquilidad que se llamaba Manuel Abrantes y que había cambiado de identidad para reducir las posibilidades de que su anterior cargo resultase perjudicial para el banco. No le pedí que profundizara en aquello. No quería perder de vista el objetivo de mi primera entrevista con él.
—Senhor Rodrigues —comencé—, ¿dónde estaba el mediodía del viernes 12 de junio, en torno a las 13:00?
—Estaba en la Pensão Nuno.
—¿Qué hacía allí?
—Observaba a tres personas que practicaban el acto sexual.
—¿Cómo?
—Estaba en la habitación contigua y miraba a través de un espejo falso que había en la pared.
—¿Conocía a alguna de esas personas?
—No.
—¿Había visto a alguna de ellas con anterioridad?
Consultó a su abogado.
—Había visto con anterioridad a la chica.
—¿Dónde?
—En la misma pensión.
—¿Cuándo?
—Una semana antes, exactamente.
—¿Practicando el acto sexual?
—Sí.
—¿Cuántas veces ha visto a esa chica?
—Unas cuantas veces.
—¿Podría especificar un poco más, senhor Rodrigues? Debe saber que el senhor Raposo, encargado de la pensión, colabora con la Policía Judiciária.
—No sabría decirlo a ciencia cierta. Quizás hayan sido unas doce veces.
—¿Y siempre en la Pensão Nuno?
—Y siempre practicando el acto sexual con otros hombres, aunque el viernes pasado fue la primera vez que la vi con dos al mismo tiempo.
—¿Realizó algún intento de seguirla después en alguna de aquellas ocasiones?
Volvió a inclinarse hacia su abogado.
—El viernes de hace dos semanas la seguí desde la Pensão Nuno hasta el instituto donde estudiaba, en la Avenida Duque de Ávila.
—Eso no es del todo correcto, senhor Rodrigues.
—Es verdad, lo siento. Antes entró en una cafetería de al lado del instituto.
—¿Entró usted también?
—Sí.
—¿Recuerda el nombre del local?
—No.
—¿Cómo sabía que estudiaba en el Liceu D. Dinis?
—La seguí al salir de la cafetería y la vi entrar en el edificio.
—De modo que cuando el viernes pasado la observaba en la Pensão Nuno, ¿ya sabía que era una menor?
—Sí.
—¿Podría describir el acto sexual que presenció el viernes pasado?
—La chica estaba de rodillas entre dos jóvenes; uno de ellos tenía el pene en su boca y el otro la sodomizaba.
—¿La sodomizaba? —pregunté; empezaba a ver su estrategia.
—Sí.
—¿Cómo supo que la estaba sodomizando?
—Lo podía distinguir desde donde estaba.
—¿Cómo es eso posible?
—Habían puesto la cama delante del espejo y veía con mucha claridad todo lo que pasaba.
—¿Sabría decir si la chica disfrutaba con lo que hacía?
—No vi nada en su cara que me indicara lo contrario.
—¿La siguió en aquella ocasión?
—No.
—Pero ese mismo viernes por la tarde la esperaba en un coche delante del instituto, en torno a las cuatro y media.
—Sí.
—¿Puede describirme el coche en el que esperaba?
—Era un Mercedes C200 negro, de gasolina, matrícula 18 43 NT.
—¿Es suyo ese coche?
—El coche está a nombre de mi esposa.
—¿De modo que esperaba a la chica?
—Sí.
—¿Cuáles eran sus intenciones?
—Hablar con ella.
—¿Hablar? ¿De qué?
—De la posibilidad de practicar el sexo con ella.
—¿Y qué pasó?
—Salió del instituto. Iba hablando con alguien, un adulto, quizás uno de los profesores, no lo sé. Hablaban, o más bien discutían, porque en un momento dado él le pegó, la abofeteó. Ella se alejó de él en dirección a la Avenida 5.º de Outubro. Cuando lo vi puse en marcha el coche, me paré en el semáforo junto a ella y le pregunté si estaba bien y si podía llevarla a alguna parte.
—¿Qué respondió ella?
—Subió al coche.
—¿No dijo nada?
—No, que yo recuerde.
—Tenemos testigos que afirman que habló con ella durante casi un minuto hasta que el semáforo se puso en verde.
—Es cierto, ahora lo recuerdo. Le pregunté cómo se iba a no sé dónde. Empezó a explicármelo y después dijo que era más fácil que me acompañara.
—¿De qué hablaron en el coche?
—De música. Hablamos de música.
—¿Eso es todo?
—Sí.
—¿Adónde fueron?
—Yo quería volver a Cascáis. Decidí atajar por el parque Monsanto para llegar a la autopista.
—Pensaba que quería practicar el sexo con ella.
—Sí.
—¿Cuándo trataron del tema?
—Cuando estábamos en el parque Monsanto.
—¿A ella le sorprendió?
—¿A qué se refiere?
—En un principio le había pedido cómo se iba a no sé dónde. ¿Adónde, exactamente?
—No me acuerdo.
—Al parecer ella lo creía complicado.
—A Monsanto. Le pregunté que cómo se iba a Monsanto. Es complicado llegar a Monsanto desde allí —dijo, con naciente aturullamiento.
—Pero, después de haberle guiado hasta Monsanto, no creo que le apeteciera que la dejase allí tirada.
—Cuando empezamos a charlar me dijo que tenía que volver a Cascáis y yo le propuse acompañarla. Yo iba…
—En realidad, no. Aquella noche sólo tenía que ir hasta Paço de Arcos —interrumpí, valiéndome de una conocida táctica para enredar una historia preparada de antemano: concentrarse en un pequeño detalle y sonsacar las medias verdades.
—Mire, inspector —dijo, ya frustrado—, le pregunté cómo se iba a algún sitio. Me dijo que iba a coger el tren a Cascáis. Parecía contenta de que la llevaran. Se subió al coche. No la obligué a acompañarme. Subió por su propia voluntad. Si sus testigos dicen que la arrastré dentro…
—No lo dicen. Tan sólo quiero saber con exactitud lo que pasó, senhor Rodrigues. Para lograr que se subiera al coche le dijo que usted volvía a Cascáis.
Aquello no le satisfacía, pero necesitaba salir del paso.
—Se subió al coche. Yo conduje. Nos pusimos a hablar —dijo con firmeza.
—Sobre música y sobre ir a Cascáis… Entonces, ¿cómo surgió el tema del sexo?
En la sala de interrogatorios no hacía calor, pero el senhor Rodrigues empezaba a sentirse incómodo. El cuello de la camisa le apretaba y su frente comenzaba a motearse de sudor. Cambió de postura en la silla varias veces y envolvió con un brazo la espalda de su abogado.
—Le dije que la había visto en la pensión.
—Eso debió de sorprenderla.
—¿Por qué?
—Ella cree que ha entrado en un coche cualquiera. Cree que le está enseñando a alguien cómo llegar a Monsanto. Cree que van a acompañarla a Cascáis. Charlan de música… ¿De qué tipo de música hablaron, por cierto?
—Me dijo que le gustaban los Smashing Pumpkins.
Aquello me dejó helado hasta el hígado.
—De modo que van por Monsanto hablando de los Smashing Pumpkins y entonces… cambia de tercio. De repente es usted un cliente, de repente es el que la ha estado observando en la pensión a través de un espejo. De repente, senhor Rodrigues, no es usted un tipo amable que acompaña a la chica. Es otro baboso.
—No es necesario que emplee ese tipo de lenguaje soez con mi cliente —observó el abogado.
Los dos lo miramos.
—¿Senhor Rodrigues? —pregunté.
—¿Cuál era la pregunta? No estoy seguro…
—¿Cuál fue su reacción cuando le dijo que la había visto antes mientras realizaba el acto sexual en la Pensão Nuno?
—Era una prostituta, por el amor de Dios.
—No se subió a su coche como prostituta. Subió a su coche como una colegiala que ha tenido una bronca con un hombre y que va a enseñarle el camino a Monsanto para que pueda llevarla a Cascáis. Piénseselo mejor, senhor Rodrigues, y cuénteme cómo cambió de tercio y cuál fue su reacción.
—¿Cambiar de tercio? Yo no cambié nada. ¿Qué tercio?
—Cómo cambió la situación, senhor Rodrigues.
Silencio. El abogado miró a su cliente, ignorante de cuál era el problema pero consciente de que la verdad ya no brotaba en un continuo flujo sedoso.
—¿Tal vez dio usted algo por sentado, senhor Rodrigues?
—¿Por sentado? No le entiendo.
—Dio usted por sentado que, si la enternecía de un modo sexual, ella lo comprendería… o tal vez, que como estaba siendo tan majo, iba a gustarle sin más. Y cuando no lo comprendió, tuvo que contarle que la había visto, y cómo la había visto, y que sabía que en realidad era una prostituta. Si ése fue el caso no creo que a ella le gustara, senhor Rodrigues.
—¿Por qué no? Es lo que era.
—Porque iba todo tan bien, senhor Rodrigues, estaba usted siendo tan majo y entonces, en una frasecilla, quizás en una acción sin importancia, se destapa usted como algo diferente. Un baboso.
—Inspector, por favor —imploró el abogado, exasperado por mi falta de respeto.
—¿Le plantó cara, senhor Rodrigues? ¿Le atizó? ¿A lo mejor le dio una patadita y tuvo usted que ponerse firme?
—No, no y no —respondió, viendo que su historia se desbocaba y huía al galope.
—Estamos atascados, senhor Rodrigues. Tiene usted que contribuir al buen curso de esta entrevista.
—Me metí por los pinos del parque Monsanto. Le pregunté si estaba dispuesta a mantener relaciones sexuales conmigo. Eso, tenía usted razón, inspector, eso la sorprendió un poco. Le conté que la había visto en la pensión pero no que había sido realizando el acto sexual. Me limité a ofrecerle 10 000 escudos.
—¿Para qué?
—Para que practicara el sexo conmigo —contestó, irritado.
—Aquélla no era la primera vez que estaba con una prostituta, ¿verdad, senhor Rodrigues?
—No.
—Tengo entendido que lo habitual es manifestar con exactitud lo que se desea a cambio del precio.
—Le ofrecí 10 000 escudos para que fornicara conmigo.
—¿Y cómo tuvo lugar esa fornicación?
Tomó aliento.
—Se arrodilló en el asiento y se bajó la ropa interior.
—¿Llegó ella a quitársela por completo?
—No, no lo creo.
—¿Y qué hizo usted, senhor Rodrigues?
—Me desabroché los pantalones y me arrodillé en el asiento. Ella estaba con una rodilla a cada lado del freno de mano.
—¿Estaba puesto?
—No.
—¿Estaban en terreno llano?
—Sí.
—Prosiga.
—Me arrodillé detrás de ella y…
—¿Ya le había dado el dinero?
Vaciló.
—Sí.
—Entonces debió de enfadarse mucho.
—¿Enfadarse? ¿Por qué?
—Cuando la sodomizó, senhor Rodrigues. Eso no entraba en el trato.
—Yo no la sodomicé, inspector —repuso con calma—. Fue uno de los chicos de la pensión.
—Él dice que no.
—Miente.
—En esta situación, senhor Rodrigues, le llevo ventaja, porque me he leído el informe de patología unas cien veces y he escuchado con mucha atención lo que me decía. Así que…
—Yo no la sodomicé —repitió con tranquilidad, poniendo la mano plana sobre la mesa como si hubiese una Biblia.
—Acabo de advertirle que no se trata de su palabra contra la del chico de la pensión, senhor Rodrigues. Le estoy dando una oportunidad de contarme la verdad.
Me estudió a conciencia. Pensaba que me tiraba un farol. Sus ojos me contemplaron con burla.
—No la sodomicé, inspector.
—El examen médico realizado por la doctora Fernanda Ramalho señala que Catarina Oliveira había sido sodomizada. Se empleó un preservativo y un lubricante de base acuosa. El examen del esfínter de la víctima que llevó a cabo la doctora Ramalho revela desgarros que indican que la chica no estaba acostumbrada a ese tipo de actividad sexual. ¿Qué cree que significa eso, senhor Rodrigues?
—Yo no… No la…
—Significa que debió de resultar extremadamente doloroso, senhor Rodrigues. ¿Gritó mucho?
—No la sodomicé.
—Lo siento, senhor Rodrigues, fallo mío. No gritó porque, y cito textualmente: «No vio nada en su cara que le indicara lo contrario», es decir, que disfrutaba. Catarina Oliveira no gritó aquel viernes al mediodía en la Pensão Nuno, ¿verdad, senhor Rodrigues?
Silencio.
—¿Verdad, senhor Rodrigues?
—Mi cliente no tiene nada más que añadir —anunció el abogado.
—Nos gustaría registrar las dos residencias del senhor Rodrigues y el coche de su esposa. ¿Está de acuerdo?
—Con una orden de registro —dijo el abogado.
El resto de la entrevista consistió en una serie de negaciones. El senhor Rodrigues admitía haber practicado el sexo con la víctima. Dijo que después ésta se bajó del coche y que él se encaminó sin prisas a Paço de Arcos para otorgarle su cheque al alcalde durante la fiesta. Negó haberla golpeado en la nuca, negó haberla desnudado, negó haberla metido en el maletero de su coche y negó haber arrojado su cuerpo desnudo a la playa de Paço de Arcos a una hora más tardía de la noche. Di por terminada la entrevista y me llevé a un equipo de hombres a la casa de Lapa.
Allí se unieron a nosotros el senhor Rodrigues y su abogado. Éste estudió la orden de registro y se sentó con su cliente en el salón. El abogado ya evitaba mirarlo a la cara, como hacen los humanos cuando les decepciona alguien en quien confiaban. Eché un vistazo rápido por la casa y le anuncié al equipo que quería encargarme en persona de registrar el vestidor y el estudio del sospechoso. Dejé a cuatro hombres a cargo del resto de la casa, el doble garaje y el jardín. Carlos y yo empezamos por el Mercedes.
Lo habían limpiado, y a fondo. Por dentro parecía un coche nuevo, tenía ese olor a coche recién estrenado. Le dije a Carlos que anotara el nombre del lavado de coches y que fuese allí a hablar, no con el encargado, sino con los lavacoches que se encargaron del vehículo. Empecé por los asientos de delante. Bajo el del copiloto encontré unas bragas blancas dobladas con primor. La marca era Sloggi. Las metí en una bolsa. Cuando Carlos salió de la casa le dije que diese con la persona que había encontrado las bragas. En el coche no encontré nada más de interés.
Me llevé al senhor Rodrigues al vestidor y le pedí que me enseñara lo que llevaba la tarde del viernes 12 de junio. Me mostró un blazer, unos pantalones grises deportivos y la corbata que le había hecho Olivia. El blazer y los pantalones habían pasado por la tintorería. La corbata, no. En el reverso presentaba una manchita marrón rojizo. La metí en una bolsa y ordené que la enviaran al laboratorio.
En el estudio, detrás de un viejo baúl del siglo XVIII, encontramos un armarito empotrado en la pared. Dentro hallamos quince cintas de vídeo, dos cajas de vino llenas de revistas pornográficas y, pulcramente doblada al fondo, una camiseta blanca y una minifalda azul claro con cuadros amarillos encima de un par de zapatones tachonados de brillantes falsos. La ropa y los zapatos acabaron en bolsas. El contenido del armarito fue a parar a la Policía Judiciária.
El lavacoches que había encontrado las bragas confesó que se le había planteado un dilema. Las había encontrado encajadas bajo el lateral del asiento. Al principió pensó que debían de ser de la hija del senhor Rodrigues, y estuvo a punto de dejarlas sobre el asiento y punto. Pero después, como había sido el senhor Rodrigues quien había llevado el coche para que lo limpiaran el lunes por la mañana, pensó que tal vez resultase embarazoso, así que las dejó debajo del asiento y optó por preocuparse de sus asuntos.
Se acusó oficialmente a Miguel da Costa Rodrigues del asesinato de Catarina Oliveria a las 13:30. Cuando le pidieron que se quitara la ropa se descubrieron dos grandes moretones en su pecho. Le sacaron las fotos, le proporcionaron el uniforme de la cárcel y se lo llevaron a una celda.