CAPÍTULO XXXIX

20:30, miércoles, 17 de junio de 199_, apartamento de Luisa, rúa Actor Taborda, Lisboa

Estábamos en la cama. Luisa se encontraba perpendicular a mí, con la cabeza sobre mi barriga, íbamos los dos desnudos, sin siquiera una sábana que nos cubriese. Por las ventanas abiertas entraba en la habitación una ligerísima brisa y la última luz del día. Fumábamos y compartíamos un pesado cenicero de cristal que reposaba en una esquina de la cama y un vaso de whisky. Contemplábamos el techo. Me había pasado cuarenta minutos contándole a Luisa Madrugada todo lo que sabía sobre el asesinato de Catarina Oliveira. Durante el último cuarto de hora no habíamos cruzado palabra. Formé un charquito de whisky entre sus pechos con el dedo y me lo llevé a la boca.

—Durante estos últimos meses me he estado interesando por el Banco de Océano e Rocha —dijo ella.

—No abras una cuenta en él.

—He intentado descubrir un vínculo entre ellos y el oro nazi.

—Guarda tu dinero debajo del colchón como una buena campesina.

—Escúchame.

—Te escucho —rezongué, mientras me llevaba un poco más de whisky a la boca—. ¿Por qué te interesas por el oro nazi?

—Porque es un tema candente. Todas esas comisiones están obligando a los bancos a exponer ante el mundo sus archivos. Quedaría bien en mi tesis que pudiese destapar algo así en Portugal. Y, de todas formas, un estudio sobre la economía de Salazar que no tuviese en cuenta las transacciones de oro en tiempos de guerra cometería una grave omisión.

—El domingo Carlos me leyó un artículo que decía que nuestras reservas se multiplicaron por siete durante la guerra.

—Gracias a la venta de volframio, estaño, sardinas, aceite de oliva, mantas, pieles… vendimos todo lo que se te pueda ocurrir. A los dos lados.

—Hay quien lo ve mal, o sorprendente —dije yo—. A mi entender, no es más que el funcionamiento de los negocios. El dinero no tiene principios.

—Mi teoría es que todas las obras públicas de Salazar —las carreteras, las autopistas, el puente 25 de Abril, el estadio nacional, toda la urbanización en Lisboa y alrededores— creo que fueron financiadas no sólo con una exitosa política de venta al alza durante la Segunda Guerra Mundial, sino también mediante su consentimiento hacia el final de la guerra para que los nazis pudieran sacar de Europa su botín. Y de algún modo el Banco de Océano e Rocha estaba implicado.

—Ésa podría ser una conclusión peligrosa —advertí—. Tal vez sería mejor que me dijeras cómo llegaste a ella.

—Justo al otro lado del Banco de Océano e Rocha, cerca del metro de Anjos, en la Rúa Francisco Ribeiro, hay un edificio muy feo que pertenece al Banco de Portugal. Allí guardan toda la información de bancos y empresas, los estatutos de todas las compañías registradas en Portugal desde el siglo XIX. Si eres una persona muy triste y aburrida puedes ir allí y hojear los estatutos del Banco de Océano e Rocha, y descubrirás que los tres directores originales del banco fueron Joaquim Abrantes, Oswald Lehrer y Klaus Felsen.

—¿Cuándo fue?

—Durante la guerra —respondió ella, y echó otro trago de whisky—. En 1946 sólo quedaban dos directores: Joaquim Abrantes y Klaus Felsen, con un reparto de acciones del cincuenta y uno y el cuarenta y nueve.

—Creía que en Portugal confiscaron todos los activos alemanes después de la guerra.

—Y así fue. Pero el cincuenta y uno por cien era de Joaquim Abrantes. Él era el propietario. Se trataba de un banco portugués —explicó ella—. Otra curiosidad es que he investigado un viejo archivo que perteneció a un empresario belga. Soy amiga de la nieta. ¿Adivinas qué nombre aparece?

—Klaus Felsen.

—Era exportador de volframio.

—Así que crees que estás a punto de dar con algo —dije—. ¿Qué fue de Klaus Felsen después de la guerra?

—Consta en los estatutos de la empresa hasta 1962, cuando desapareció del todo… y nunca más se supo. Entonces pregunté a mi padre si le sonaba el nombre, y me dijo que fue todo un escándalo en la comunidad empresarial de Lisboa. En la Nochebuena de 1961 Klaus Felsen mató a tiros a un turista en su casa, y se tiró casi veinte años en el penal de Caxias por asesinato.

—Interesante.

—¿Y sabes quién era el abogado de la compañía?

—Me parece que sí —dije—. El doctor Aquilino Oliveira.

—Reformuló enteritos los estatutos del banco… para excluir a nuestro amigo Klaus Felsen.

—¿Cuánto tiempo fue abogado del banco?

—Hasta 1983.

—¿Y entonces?

—Dejó de serlo. Estas cosas no duran toda la vida, aunque a lo mejor tuvo algo que ver con el hecho de que Pedro Abrantes, que había relevado a su difunto padre, muriera en un accidente de tráfico.

—De eso me acuerdo hasta yo. Aquellas criaturas.

—Y Miguel da Costa Rodrigues se convirtió en el flamante director y accionista mayoritario del banco. Hay cambios cuando pasa algo así. De abogado, por ejemplo.

—Algo hay, pero no veo una auténtica conexión. No veo un motivo para matar a Catarina. No veo cómo todo eso podría…

—¿Quieres interrogar a Miguel da Costa Rodrigues?

—Quiero atacarle rápido y con fuerza para que no le dé tiempo a escudarse detrás de sus amigos importantes, para que tenga que ir a la Polícia Judiciária a vérselas conmigo y una grabadora.

—Entonces tienes que conseguir el respaldo de la opinión pública.

—A través de los medios de comunicación —corroboré—. Pero no tengo una historia. Tendrías que ver al tal Jorge Raposo: es un ex PIDE y el ser humano más sórdido y patético de Lisboa.

—Pero ¿qué me dices de Klaus Felsen?

—El tío debe de tener ciento diez años.

—Ochenta y ocho, en realidad.

—¿Aún anda por ahí?

—Y en los viejos estatutos de la compañía constaba una dirección, así que primero hice lo más fácil: miré en el listín telefónico para ver si aún vivía en el mismo sitio. Klaus Felsen, Casa ao Fim do Mundo, Azóia; ¿y ves ese papelito de la mesilla? Es su número de teléfono.

—¿Le has llamado?

—En realidad no sabía lo que quería pedirle. Pensé que antes de tener una conversación decente con él iba a tener que hacer un montón más de trabajo.

—¿Y ahora?

—Me parece que los dos deberíamos escuchar lo que tenga que decir.

—Ajá —exclamé—, ya lo tengo.

—¿Qué?

—Ésta es tu historia de lanzamiento, ¿verdad?

—Tal vez.

—No, no, no.

—¿Por qué no?

—Tú dijiste, a ver si me acuerdo… «No va a salir nadie con los pantalones bajados en ninguna revista que yo publique». Creo que fue así, ¿no?

—Eso es lo que te interesa de la historia; lo que me interesa es que uno de los bancos internacionales más importantes de Portugal fue directamente financiado con oro nazi —explicó—. Tú encárgate del asunto de los pantalones bajados… Al final se le quedará el nombrecito.

—¿Crees que Klaus Felsen te lo contará todo… en vuestra primera cita?

—Primero habrá que ver si está vivo —dijo ella, señalando el papel con la cabeza.

Cogí el teléfono y marqué el número. Me respondió una mujer en alemán. Pregunté por Klaus Felsen.

—Está durmiendo —respondió ella.

—¿Cuándo puedo llamarle?

—¿Cuál es el motivo de su llamada?

—El Banco de Océano e Rocha.

Silencio.

—¿Y quién es usted?

—Soy detective de la Policía Judiciária de Lisboa. Investigo el asesinato de una chica. Creo que el senhor Felsen podría ayudarnos con las indagaciones.

—Hablaré con él. Pero sepa que no sigue un horario regular. A veces se despierta en plena noche, a veces al mediodía y a veces duerme hasta que vuelve a ser de noche. Si consiente en hablar con usted, tendrá que venir cuando yo lo diga.

Le di el número de Luisa y colgué. La emprendí a zancadas por la habitación, desnudo y mordiéndome la uña del pulgar. Luisa fumaba hacia el techo. Llamé a Olivia al móvil para decirle que llegaría tarde y que era posible que no pasara la noche en casa, que fuese a cenar a casa de mi hermana.

—No te preocupes por mí —me dijo.

—¿Estás en un coche? —pregunté entre interferencias.

—Voy con Sofía y su madre. Vamos de camino a Cascáis. Cenaremos fuera y me quedaré allí a dormir, ¿vale?

—No.

—¿Qué dices? No te oigo.

—Que no, que no vale —repetí.

—Por qué… puedo… maldito trasto… me…

—Quiero que vuelvas a casa.

—Pero me acabas de decir que no estarás.

—Ya sé lo que acabo de decir.

—Entonces sé razonable. ¿Por qué iba a tener que volver a…?

—Porque…

—No te oigo.

—Olivia.

—Esto se corta, adiós.

Se cortó.

—¿Problemas? —preguntó Luisa.

El teléfono, todavía en mi mano, sonó. Me lo llevé a la oreja al instante.

—Olivia.

—¿Inspector Coelho? —preguntó una voz con inflexiones alemanas.

—Soy yo.

—Herr Felsen está dispuesto. Quiere hablar con usted. ¿Conoce la casa?

—No.

—Es la última casa de Portugal. Delante mismo del faro.

—Puede que nos lleve una hora llegar hasta allá.

—Venga tan rápido como pueda.

Nos duchamos juntos y nos vestimos. Llamé una vez más al móvil de Olivia pero lo tenía apagado. Luisa me dijo que no me preocupara, que aquella noche no iba a pasar nada, pero la tensión se apoderó de mí y me provocó un afloramiento de nervios entre los hombros. Mi hija podría estar pasando la noche con un asesino, un asesino de niñas.

Luisa condujo y me habló durante todo el camino de salida de Lisboa. Yo llevaba sobre las rodillas su ordenador portátil y la cámara, y trataba de mantener a raya el pánico. ¿Qué podíamos hacer? ¿Recorrer todos los restaurantes de Cascáis? Ni siquiera sabía en qué parte del pueblo se encontraba la casa de fin de semana de los Rodrigues, y cuando lo busqué en el listín no figuraba nada a su nombre; probablemente estuviera a nombre de su esposa, y el teléfono constara por su nombre de soltera. Salimos de la autopista y nos encaminamos hacia el oeste, a través de Aldeia de Juzo y Malveira. Remontamos la serpenteante carretera bajo un día que moría por detrás de la elevada capilla de Peninha. Entre el terciopelo negro de los brezos flotaban las luces de casas aisladas. En un Atlántico oscuro los barcos aproaban hacia su último momento de azul grisáceo. En la parte más alta de la carretera tomamos el desvío hacia Azóia de la izquierda; pasamos por viejos molinos convertidos en bares, atravesamos el pueblo entre ladridos y volvimos a salir al brezo y la aulaga, mientras los filos luminosos del faro rasgaban la oscuridad ya completa.

Pasamos del asfalto a un tramo de camino de tierra batida que nos llevó hasta una casa de muro bajo, con una terraza cerrada en el techo donde brillaba una lucecita.

Una mujer entró encorvada en la luz de nuestros faros y abrió la verja. En el patio ladraba enloquecido un pastor alemán encadenado. Al vernos la emprendió a carreras desenfrenadas hasta el límite de su cadena.

—Soy Frau Junge —dijo la mujer, con voz dulce que bordeaba el canto tirolés. Aplacó al perro, que al oírla se sentó extasiado con la cabeza ladeada.

Frau Junge nos llevó hasta la terraza por la escalera exterior. A la tenue luz se distinguía un fardo en silla de ruedas con la cabeza sobre el pecho: no parecía una persona muy animada. Uno de los filos del faro barrió el tejado de la casa.

Frau Junge habló a la oreja del sujeto forrado de mantas de la silla. Éste alzó la cabeza. Frau Junge arrastró dos sillas desde el parapeto y las colocó delante de nuestro anfitrión. Una mano surgió de las mantas e indicó que se acercase una de las sillas. La mujer suspiró como si se tratara de un niño latoso y aproximó la silla.

—Quiere tener al lado a la chica, eso es todo. Ojo con la mano. Es la única que tiene, y puede ser rápida… y entrometida —concluyó, y nos dejó a solas con él.

Luisa tenía cara de desear haberse puesto una falda más larga.

—Ahora el frío me hace sufrir —dijo Felsen con voz de loza resquebrajada a la que faltaran pedacitos.

Los huesos de su cráneo, las placas de su calavera, saltaban lamentablemente a la vista bajo una piel delgada y tirante que revelaba el trajín de las venas cerca de la superficie. Sus párpados formaban pliegues cercanos a las pestañas, de forma que las comisuras caían hacia los pómulos y le conferían un aspecto inconsolable. Tenía la nariz afilada, puntiaguda y rascada hasta quedar en carne viva.

Nos presentamos y se quedó con la mano de Luisa.

—¿Sabe por qué hemos venido? —preguntó ella.

—Pueden fumar si lo desean. No me importa que se fume a mi lado.

—Frau Junge le ha dicho por qué hemos venido.

—Sí, sí —dijo—. Pero fumen, por favor. Me gusta el olor.

Me encendí un cigarrillo, y Luisa hizo lo propio.

—Soy la mitad del hombre que era. Me encojo y no dejan de cortarme pedazos. En la cárcel perdí un brazo y media oreja. Cuando salí me cortaron la pierna derecha hasta la rodilla, no me acuerdo por qué. Demasiado tiempo tumbado en prisión… ¿o fue por fumar? A lo mejor sí.

Luisa apagó el cigarrillo y se rascó la pantorrilla.

—No me quitaron la mala, claro —prosiguió—. Cojeo desde niño. No, ésa se queda. Se llevan la buena. Le dije al cirujano: «Este hospital se me está comiendo vivo». ¿Y a él qué le importa?

Se rio, lo cual forzó su voz hasta el punto de quebrarse.

—El banco —dijo—, por eso han venido. Quieren hablar del banco. Llevo quince años esperando para hablar del banco, pero son los primeros que me quieren escuchar. Ya nadie mira hacia atrás. Nadie sabe de dónde viene. Sólo quieren saber adónde van.

—Necesito las manos para escribir mientras habla —dijo Luisa, retirando la mano y preparando el portátil.

—¿Se la pongo en el hombro? —sugirió él.

Klaus Felsen nos contó su historia en dos partes. La primera, con interrupciones, llevó casi cuatro horas. Dos veces vaciló. La primera fue al relatar la emboscada al coche del agente inglés. Se paró en seco, estuvo callado unos minutos y pensé que había vuelto a quedarse sin fuelle y necesitaba descansar. Pero cuando prosiguió le había cambiado el tono de voz. Era de confesión. Nos describió cómo había sucumbido al salvajismo para matar al conductor y después, en términos más escalofriantes, lo que le había hecho al agente inglés, Edward Burton. Luisa dejó de escribir.

La segunda vez que vaciló fue al narrar su último encuentro con Eva Brücke. Nos dio dos versiones. La primera estaba cargada de la nobleza de un amor desgarrado por la guerra, pero se quedó en blanco en cuanto las manos de Luisa dejaron de desplazarse por el teclado. Esperamos. Hizo acopio de fuerzas y nos contó la versión real.

El asesinato del Obergruppenführer Lehrer pareció quitarle un peso de encima. Inclinó la cabeza y se quedó dormido. Esperamos unos minutos, veinte o treinta vueltas del faro. Luisa se zafó de su mano y bajamos las escaleras.

Frau Junge aún estaba despierta, mirando la televisión por satélite, con una tarta de manzana y una manzanilla. Nos dijo que esperáramos, que probablemente se despertaría al cabo de una hora. Nos ofreció tarta. La engullimos.

—Normalmente soy yo la que escucha sus interminables historias —dijo—. Aj, la guerra… Fue hace tanto tiempo. Mis padres nunca hablaban de ella. Jamás. Éste… no para de recordarla, como si hubiese sido ayer. ¿Se ha comportado esa mano?

—La mano se ha portado bien —respondió Luisa, todavía aturdida por el relato y sus horrores.

—Si le coge la mano, sea firme. No le deje ponerla donde él quiere.

Volví a llamar al móvil de Olivia, que seguía desconectado. Luisa llamó a su padre, habló un ratito con él y conectó su ordenador al teléfono para enviar la primera parte de la historia. Treinta minutos después la llamó su padre y Luisa le puso en antecedentes de mi investigación de asesinato. Colgó.

—Quiere más documentos que lo respalden. No está dispuesto a publicar a menos que tenga detrás algún tipo de prueba documental.

Miré a Frau Junge, que tomó un sorbo de su infusión y se encogió de hombros.

—Tengo fotos, pero documentos… Tendrán que pedírselo a él.

En la pared se encendió una luz roja junto a su cabeza con un tenue zumbido.

—Está despierto —anunció Frau Junge.

La segunda parte de la historia era más corta, pero le llevó más tiempo contarla. Necesitó más pausas. Su pensamiento divagaba y retomaba detalles que ya habíamos oído. No dejaba de mencionar a una mujer llamada Maria Antonia Medinas, a la cual estaba convencido que había asesinado Manuel Abrantes. Le dije que encajaba con lo que me había contado Jorge Raposo, pero no logramos sacarle lo que ella significaba para él. ¿Era una compañera de cárcel, criminal o política? ¿La conocía de antes?

Se guardó cosas para sí, bien a propósito, bien porque su cerebro se saltaba aquello que no podía contar. Fue cerca del final cuando nos pasmó con la revelación de que los amigos de la PIDE de Joaquim Abrantes le habían tendido una trampa, que le habían tenido entre rejas durante veinte años y que Manuel Abrantes era hijo suyo. Le preguntamos que quién era la madre y fue incapaz de recordar su nombre, aunque creía que a lo mejor seguía viva en algún lugar de la Beira.

El amanecer llegó sin grandes aspavientos. El faro dejó de destellar y pasó a ser una sirena cuando una espesa bruma marina se precipitó por las colinas y sumergió la casa, de forma que la puerta del otro lado del patio sólo quedaba a la vista en ocasiones.

—Hay días como éste —explicó Felsen—. No sería para tanto si uno supiera que es así en todo el país, pero sé que cien metros más allá brilla el sol.

—Hay una cosa más —dijo Luisa—. Necesitamos documentos para que esta historia llegue a alguna parte. ¿Tiene pruebas documentales de que el oro existió?

Su mano desapareció bajo las mantas y resurgió con una llave.

—Todo lo que necesitan está en el archivador metálico del estudio. Frau Junge se lo enseñará.

Nos levantamos. Su mano salió en busca de la de Luisa, que se la concedió; se la llevó a los labios y ella se estremeció.

—Ha tenido una vida extraordinaria, senhor Felsen —dijo, para enmascararlo.

—Entonces todos vivíamos a lo grande —replicó él, con la vista puesta en la mañana neblinosa—. Incluso un SS-Schütze podía vivir a lo grande en aquellos tiempos, aunque a lo mejor no del modo en que lo hubiera deseado. Durante los veinte años que pasé recapacitando sobre ello en Caxias llegué a la conclusión de que no me hubiera importado haber llevado una vida normal, sin más. No me importaría arrepentirme tan sólo de menudencias.

—¿Y de qué más se arrepiente? —preguntó Luisa.

—Quizá sea usted de las románticas. Tal vez piense… —dijo, y esperó una respuesta que Luisa no le dio—. Quizá, después de todo lo que les he contado, usted podría decirme de qué más tendría que arrepentirme.

Luisa no respondió. Felsen pareció desinflarse.

—No es de lo de Eva. Es una pena que al final me despreciara, pero eso fue fruto de mi propia inacción —reconoció, y se debatió por un momento por debajo de las mantas, como un bebé—. La acción de la que más me arrepiento es de lo que le hice al agente inglés, Edward Burton. No sé cómo llegó a pasar. Durante años le eché la culpa a Abrantes, a la bebida, incluso a la holandesa por robarme los gemelos. Pero después de veinte años en Caxias sin gran cosa más en la que pensar todavía era incapaz de encontrarle un motivo, y tuve que llegar a la conclusión de que me había visitado el mal en estado puro.

»No soy, senhora Madrugada —dijo por último—, un hombre con perspectivas.

Agachó la cabeza y nos fuimos. En el archivador encontramos copias de los documentos que mostraban el origen del oro. También había fotografías de Felsen, Joaquim Abrantes y otros miembros de la familia de este último, incluyendo al joven Manuel.

Luisa me dejó en Paço de Arcos y siguió hacia Lisboa. Desayuné con Antonio Borrego en su bar, que estaba vacío aparte de nosotros dos.

—Pareces cansado, Zé —me dijo al servirme el café y la tostada con mantequilla.

—Ha sido una noche larga.

—No cenaste bien.

—No.

—A lo mejor tendría que cocinarte algo.

—No, con esto basta.

—¿Qué te ha tenido en vela toda la noche?

—El trabajo, como siempre.

—He oído que te registraron la casa y arrestaron a Faustinho.

Hundí los dientes en la tostada y le di un sorbo al café.

—También te caíste bajo un tranvía —añadió.

—¿Me caí?

—Trataba de ser diplomático.

Me limpié la mantequilla líquida de la barbilla.

—¿Es una novia, la mujer que te acaba de dejar?

—El mundo entero pasa ante ti por aquí, ¿verdad, Antonio? —dije—. No tienes que salir, todo viene a ti.

—Es lo que tiene llevar un bar —dijo él—. No lo haría si sólo consistiera en servir copas.

Me puse más café y añadí leche.

—¿Estuviste en Caxias, verdad, al final, en 1974? —pregunté.

—Eso era cuando salía y hacía cosas, y ya ves lo que pasó.

—¿Oíste alguna vez el nombre de Felsen? Klaus Felsen.

—Oímos hablar de él. Estaba allí por asesinato. Los políticos y los comunes no se relacionaban mucho. Nos mantenían separados.

—¿Qué hay de una mujer llamada Maria Antonia Medinas?

Silencio. Alcé la vista de mi tostada. Se estaba pellizcando el caballete de la nariz con los ojos cerrados.

—Sólo pensaba —dijo—. ¿Era una común?

—No lo sé. No sé nada de ella. Sólo el nombre.

—No estaba en el ala política, eso seguro.

—¿Tienes todavía amigos a quien preguntárselo?

—¿Amigos?

—Bueno, pues camaradas —dije yo, y soltó una carcajada.

Volví a casa y me encontré a Olivia en el baño, lavándose los dientes.

—¿Qué hiciste? —le pregunté, en inglés.

—Lo que mi papá me mandó —respondió, y devolvió la vista al grifo, irritada.

—¿Has pasado la noche aquí?

—Eso es lo que me dijiste que hiciera —dijo—. ¿He sido buena niña?

—¿Cómo volviste?

—Me trajo el senhor Rodrigues después de cenar.

—¿Sola? —inquirí, las manos de repente frías como el hielo.

—El resto no quisieron venir —explicó—. Me sentí como una perfecta idiota.

—¿De qué hablaste con el senhor Rodrigues?

—No sé. Nada de interés.

—Trata de acordarte —insistí—. Sería útil.

Escupió la pasta de dientes y se enjuagó la boca.

—Ah, sí, me pidió por los Smashing Pumpkins.

—¿Los Smashing Pumpkins?

—Son un grupo, papá —dijo, entristecida por mi vetustez—. Un grupo yeyé, creo que los llamabais en tus tiempos.

Entonces le dije, sin explicarle por qué, que no debía volver a ver a la familia Rodrigues.