CAPÍTULO XXXVIII

15:30, miércoles, 17 de junio de 199_, Bella Italia, avenida Duque de Ávila, Lisboa

A aquella hora la Bella Italia estaba vacía a excepción de la vieja que ocupaba su mesa con vistas a la calle y el joven camarero que le había servido a Catarina su último café.

—¿Se acuerda de mí? —le pregunté a la vieja, que llevaba un vestido de seda rosa de cierta clase y antigüedad.

—Es el inspector —respondió ella, alzando una mirada guarnecida por párpados más plisados que el vestido.

—El día que abofetearon a la chica allá en la calle, ¿se acuerda de un coche, un Mercedes negro que estaba frente al instituto más o menos cuando pasó todo aquello?

—Como un taxi de los antiguos, sólo que no tenía el techo verde.

—Sí —corroboré yo—. Me gustaban esos taxis de antes, negros con el techo verde.

—Eran Lisboa —afirmó ella—. Estos trastos beis… Siempre creo que he entrado por error en el coche de alguien. Pero bueno, es lo que tiene Europa. Cuando nos unimos en 1984 mi marido me dijo que para el 2000 ya ni siquiera hablaríamos en portugués.

—Hasta ahora no ha pasado de los taxis.

—Y los McDonald’s. Mis nietos ya no quieren pastéis de bacalhau.

—Los McDonald’s son americanos.

—Es lo mismo —dijo ella—. Nosotros nos los comemos y ellos nos van carcomiendo.

Me acerqué a la barra y pedí un agua más, porque ya llevaba demasiada cafeína en el sistema: la vida me llegaba con demasiado brillo y nitidez para mi gusto.

—Y usted, ¿se acuerda de mí? —le pregunté al camarero—. Y la chica. Se acuerda de la chica.

Asintió.

—Me dijo que cuando vino estaba sola.

—Y lo mantengo.

—¿Y no entró nadie después de ella?

—No.

—El local estaba vacío por completo.

—Aparte de ella —dijo, señalando a la anciana—. Acababa de levantarse para irse.

—¿Cómo se llama?

Dona Jacinta —respondió la anciana, cuyo oído aún funcionaba bastante bien.

—Se ha subido el volumen del audífono —susurró el camarero.

—Pues sí —confirmó ella—. Y la chica vino sola y no entró nadie después de ella ese viernes en concreto… el viernes pasado.

—¿Qué quiere decir con eso, dona Jacinta?

—Eso es lo que pasó el viernes pasado. El viernes anterior no pasó lo mismo. Yo estaba aquí. En la esquina estaba la pareja esa que siempre discute sobre el perro. Tú estabas, Marco, ¿verdad?

—Estaba —dijo aquél, algo aburrido.

—Entró la chica. Y un hombre se quedó plantado en la acera un momento antes de entrar detrás de ella.

—Tiene razón, dona Jacinta —dijo Marco, súbitamente revitalizado—; y se sentó en aquella silla justo detrás de ella. Le miraba las piernas… de modo que ya ve que no soy el único, inspector.

—¿Hizo algo?

—Pidió un café por encima del hombro de la chica. Me parece que cruzaron una mirada en el espejo.

—Era grande y gordo —explicó dona Jacinta—, y calvo, y llevaba bigote y un traje caro.

—Y la corbata —añadió Marco—. Su corbata…

—¿Qué pasa con su corbata?

—Se compró la corbata en la misma tienda que usted —dictaminó dona Jacinta.

—Me la hizo mi hija —dije de forma automática.

—Entonces su hija también hizo la corbata de ese hombre —insistió ella.

Me senté con lentitud en el borde de un taburete.

—Bébase el agua —dijo Marco, alcanzándomela.

—¿Usted también vio la corbata? —le pregunté.

—Sí.

Abrí la cartera y saqué la foto que acababa de arrancar de la revista VIP. La aplané sobre la barra y señalé la cara de Miguel da Costa Rodrigues.

—Joder —exclamó Marco—. Es él. Enséñeselo a dona Jacinta. Es él.

Apuré el agua y me fui hacia la puerta. Dona Jacinta había sacado las gafas. Cogió la foto y asintió.

—Y la corbata es la misma —dijo.

Doblé la foto y volví a meterla en la cartera.

—Que nadie diga nada sobre esto. Ni una palabra.

Entró en el bar un hombre con gafas de sol. Nos miró a los tres y salió de espaldas.

Corrí hacia la Saldanha. En unos segundos estaba sudando. Llamé a un taxi y le dije que me llevara a la Rúa da Gloria, lo cual me ganó una mirada de complicidad. Me senté en la parte de atrás, con un pie a cada lado del eje de un despreciable taxi beis, y sudé apoyado sobre las dos manos. Había mucho tráfico de camino a la Praça Marqués de Pombal, y el conductor atajó por las callejuelas que bordean los hospitales de Miguel Bombarda y Santa Marta.

Subí a la carrera el linóleo azul que llevaba a la recepción de la Pensão Nuno. Ni rastro de Jorge. Palmeé y aporreé el mostrador. Llamé al timbre. Jorge bajó por las escaleras; las alpargatas le abofeteaban los talones a medida que bajaba de uno en uno los escalones apoyándose en la barandilla.

—Esa pierna no tiene muy buen aspecto, Jorge.

—No está bien —replicó, con inmediata agresividad—. ¿Qué quiere?

—He venido a equilibrarle.

Se detuvo en la escalera.

—Mire —dijo—, ya le dije que he estado enfermo…

—¿Va a responder a mis preguntas?

—Pregunte primero. Ya veré.

—Catarina —dije—, la chica a la que asesinaron. Me dijo que la había visto antes por aquí, los viernes al mediodía.

—Así es.

—¿Qué hay del viernes anterior al pasado?

—Estuvo aquí.

—¿Dónde?

Vaciló al detectar que aquella vez yo sabía algo más. Subí por las escaleras hasta él.

—Puede quedarse allí abajo —me dijo—. Sólo necesito pensar.

—Enséñeme la habitación.

—Fue la misma que la última vez.

—Enséñemela.

Se volvió a rastras sobre el escalón, envejecido veinte años en otras tantas horas. Seguí sus alpargatas, sus pies azules a la altura del tobillo.

—¿Con quién estuvo, Jorge?

No respondió más que con su trabajosa respiración. Al final de las escaleras se recostó en la barandilla. De la habitación llegaban unos salvajes ruidos extasiados, del tipo de los que descubre una chica en el trabajo con su primer cliente.

—¿Con quién estuvo, Jorge?

—Por lo que yo sé podría haber sido un viajante de grifos de Braga.

—Vamos a echar un vistazo en la habitación de al lado, a ver si eso le refresca esa memoria tan achacosa.

—La chica no estuvo en esa habitación.

—No me apetece interrumpir, así que entraremos en ésta.

—Está ocupada.

—Hay mucho silencio para una habitación ocupada.

—Ya se lo dije.

—Abra la puerta.

—Tiene puesto el cerrojo.

—Haga que la abran.

Llamó a la puerta como si no quisiese despertar a una princesa.

—Puede hacerlo mejor, Jorge.

Pero la puerta se abrió. En la habitación a oscuras apareció un hombre bajito con un traje barato y una barriguilla cervecera redondita.

Le indiqué que se largara con un gesto de la cabeza y salió disparado por las escaleras más rápido que un tironero. Encendí la débil luz. La habitación estaba vacía. Ni rastro de chica. Miré en el armario, cuya puerta ya colgaba abierta a causa de la inclinación del suelo.

—Interesante, Jorge.

Eché un vistazo a la cama sin deshacer. Había una sola arruga a los pies, frente al espejo. Me senté allí. Desprendía un calor desagradable. Había dos huellas de pulgar en el espejo. Lo descolgué de las alcayatas. Daba a la habitación de al lado, donde un tío hacía todo lo que estaba en su mano con una chica esposada a la cabecera.

—¿Quién estuvo aquí el viernes pasado al mediodía, Jorge? —grité—. ¡Y el viernes anterior y todos los demás viernes, por lo que parece!

El tío de la habitación de al lado se detuvo y echó un vistazo.

—¡Venga, Jorge!

El tío se apartó de la chica y se acercó al espejo. La chica lo siguió con la mirada. Di unos golpecitos en el cristal y el tío dio un salto hacia atrás, como si hubiese visto a su esposa por la ventana; empezó a vestirse a toda prisa sin siquiera quitarse el condón. Saqué la foto de Miguel Rodrigues y la sostuve ante Jorge.

—¿Era éste el tipo que estaba en la habitación el viernes pasado al mediodía?

Asintió.

—En voz alta, Jorge.

—Era él.

El tío de la habitación de al lado apareció en el umbral con aire homicida.

—Si quiere colaborar en una investigación policial deje su dirección en recepción —dije.

Bajó por las escaleras con estruendo y sin decir palabra. La chica, enmarcada en el hueco dejado por el espejo, pasaba la mirada de una muñeca encadenada a la otra.

—¿Cuánto hace que le conoce, Jorge? —pregunté—. Ya deben de ser viejos amiguetes, a estas alturas.

—Unos treinta y cinco años.

—Unos treinta y cinco —repetí—. Principios de los sesenta. Un amiguete muy viejo.

Miré de arriba abajo a aquel hombre cansado y deteriorado.

—Creo que necesito un cigarrillo, inspector. Los míos están abajo.

Le di uno y se lo encendí, porque las manos le temblaban. Se dejó caer sobre el extremo de la cama.

—Usted y Miguel —cavilé en voz alta—, parece que sus trenes se separaron y tomaron vías diferentes.

—Él disponía de ciertas ventajas que yo no tenía.

—¿Familia?

El aire de la habitación estaba viciado, cargado. Jorge dio una calada y se estiró la camisa por encima de los pliegues de piel vacía de su barriga. Su cara, ya de por sí gris y quebrantada, comenzó a adoptar un tinte verde a la débil luz de cuarenta vatios. Sus ojos, quietos, contemplaban un profundo agujero sin agua, encenagados de amargura.

—Su padre tenía un banco.

—¿El Banco de Océano e Rocha? —pregunté, y asintió—. ¿Es allí donde se conocieron?

—No, no. Nos conocimos en Caxias, en el penal de Caxias.

Miré la foto arrancada de Miguel da Costa Rodrigues en su gala de beneficencia del Ritz.

—No parecen comunistas —dije—. Al menos, no él.

Jorge sacudió la cabeza.

—¿Eran rateros? —pregunté—. Eso encajaría más.

—Estábamos en la PIDE —aclaró Jorge, sacudiéndose unas motas de ceniza de la bragueta—. Trabajábamos en el centro de interrogatorios…

—Espere un momento, Jorge —le interrumpí—. ¿Su padre tenía un banco? Hace quince años, me acuerdo. Fue algo gordo. Salió en los periódicos de todo el mundo. El dueño del banco se mató en un accidente de coche en la Marginal. Murió toda la familia. No recuerdo su nombre pero no era Rodrigues.

—Era Abrantes. Se llama Manuel Abrantes.

—¿Por qué cambió de nombre?

Jorge tiró su cigarrillo al lavamanos. Siseó y se apagó.

—Ya ha llegado hasta aquí, Jorge.

—Hizo cosas, inspector. Todos hicimos cosas. Manuel Abrantes las hizo más gordas que la mayoría. Era inspector de policía, nada menos.

—¿De qué tipo de cosas estamos hablando?

—Mató a una mujer en el penal de Caxias. Fue un accidente, creo. Tuvo un aborto. No lo sé. A lo mejor la pateó… En fin, después de eso lo ascendieron a chefe de brigada.

—No me parece nada fuera de lo común para la PIDE. Seguro que hay cosas mucho peores…

—Encabezaba la cuadrilla que mató al general Machedo en España.

Una gota de sudor me recorrió la columna en toda su longitud.

—Ahora ya ve —añadió Jorge— por qué tiene que ir con ojo.

En esta ocasión encendí un cigarrillo para mí y la mano ya no era tan firme.

—Ahora caeré con él. Le he encubierto en todo este asunto. Esa chica. Y ahora estoy acabado como él. Míreme, inspector —dijo, y aparté los ojos del suelo sin ganas de mirarle, en realidad—. ¿Tengo pinta de haber comido alguna vez a la mesa de Manuel Abrantes?

Me dirigí hacia la puerta y me volví para mirarlo desde el umbral. Un ser humano derruido, que contemplaba el nicho de encima del lavamanos sin ver más allá de su propia cabeza.

—No se apresure, inspector —me dijo—. Aún no ha terminado, ni mucho menos.

—No se preocupe, Jorge. Todavía no estoy preparado… pero si me pasa algo, ya sabré donde venir a buscar.

—No tiene que preocuparse, por lo que a mí respecta.

—¿Dónde vive? Abrantes.

—Por Lapa. ¿Dónde si no? Se quedó con la antigua casa de su hermano. No sé la dirección.

De al lado llegaba una apagada petición de auxilio. De repente los ojos de Jorge captaron lo que estaban mirando. Sacudió la cabeza y se puso en pie con esfuerzo.

Bajé las escaleras de dos en dos. Pasaba ya de las cinco. Llamé a Olivia y le pedí la dirección de Miguel da Costa Rodrigues en Lapa. Llamé a Carlos.

A las seis menos cuarto estábamos delante de una casa de la Rúa Prior, apoyados en una vieja pared del otro lado de la calle.

A las seis y cuarto un vejete abrió la verja de la entrada. Una de las dos puertas de garaje se abrió electrónicamente y marcha atrás salió a la calle un Mercedes C200. Se olía el motor de gasolina y la matrícula era 18 43 NT, pero no tenía los cristales ahumados. A través del cristal se distinguía con claridad a Lurdes Rodrigues. Aparcó en la calle soleada y salió. Volvió a entrar en casa y regresó con un sobre. En aquellos breves instantes las ventanillas se tiñeron de negro.