CAPÍTULO XXXVII

Viernes, 12 de junio de 199_, Pensão Nuno, rua da Gloria, Lisboa

«¿Cómo es que ahora las chicas hacen esto? ¿Cómo es que esta chica está haciendo esto ahora? ¿Cómo ha llegado a pasar?».

—Dios —exclamó Miguel, por último y en voz alta, aunque no tan alta que aquellos a los que observaba en la habitación de al lado, a través del espejo, a través del agujero en el yeso, a través de los bordes irregulares de los listones, oyeran la lujuria pastosa y coagulada de sangre de su voz.

Había sido un descenso largo y lento el que le había llevado a este último y pequeño vicio. Ya se había hartado de ir de putas. Resultaba sorprendente lo aburrido que llegaba a hacerse, y con qué rapidez. La pornografía no era más que biología, e ir de putas apenas una práctica de disección. No le había gustado. No era lo que buscaba.

Además, al final sí que le había llegado a afectar la presión de los nombres. Todas aquellas Teresas, Fátimas, Marías. Todas esas santitas, las santinhas las llamaba, con los ojos alzados hacia él. No lo necesitaba. Ya le bastaba con los domingos en la iglesia.

Nada de putas. Nada de santinhas. Pensó que tal vez se hubiera curado, pero descubrió que aún iba en pos de algo, como un pintor que plasmase la misma escena una y otra vez en un intento de encontrar lo que tenía que decir.

Le había dicho a Jorge que no le enviara más chicas, que se había acabado. Pero Jorge… Jorge se había reservado algo. Tenía algo especial, pero Miguel había tenido que ir a verlo a la pensión.

Fue un viernes al mediodía. ¿Cuándo? ¿Hacía ya años, o no? Jorge le llevó hasta la habitación, le contó lo del espejo falso y se marchó. Una familiar constricción la atenazó la garganta, y se pellizcó la piel del gaznate con el pulgar y el índice. Apartó el espejo de su lado de la pared y allí, crudamente enmarcado, se encontraba un destacado arquitecto de Lisboa, con el que se tuteaba por el amor de Dios, con una chica, una niña, despatarrada y con los talones apoyados en el lavamanos.

Mientras observaba le entró un repentino terror a que aquello no fuese un espejo sino una ventana. Entonces se dio cuenta de que la chica tenía los ojos, tupidamente maquillados, fijos en otra parte. Por supuesto. Si hubieran visto su calva cabeza asomada a la alcoba hubiera habido un tumulto. Les saludó con la mano para ver si reaccionaban. Siguieron a lo suyo, ajenos a lo demás. Se puso cómodo sobre la cama y no parpadeó en los escasos minutos que le llevó al arquitecto culminar su faena.

Observó, fascinado, cuando se tumbaron en la cama y el hombre se apartó a la chica del regazo. Lo recorrió un leve escalofrío cuando el arquitecto se acercó al espejo a mirarse la cara en busca de defectos y después emprendió un frenético lavado de su fálica gamba pelada con las mandíbulas tensas y los dientes descubiertos. Se encontraba atrapado por el dramatismo de aquella sesión privada. El arquitecto que se vestía, recogiendo la camisa de un tirón, desesperado por llevar ropa de nuevo. El dinero, demasiado, arrojado a la cama; la chica que seguía inmóvil. El corazón le latía desbocado en el pecho cuando se cerró la puerta y oyó los pasos que trotaban por la escalera de madera. Se pasó las manos por la calva, por el escaso pelo engominado y bien cortado, hasta aferrar la grasa de su cuello y sus hombros.

La chica se quedó boca abajo sobre las almohadas. Estiró una manita por detrás de la espalda. A Miguel le conmovió verle un anillo rompecabezas en el dedo corazón. Introdujo el índice y el pulgar entre las piernas y, como si se sacase una astilla, extrajo el preservativo usado. El gordo cayó de rodillas con un bajo gemido. Aquello había satisfecho una oculta ansia interna, había removido una polvorienta costra de tierra gris para revelar debajo un rico estrato oscuro.

Miguel admiraba la historia. Le gustaba su peso, su enorme, glacial e imparable avance. Le gustaría haberla formado. En cierta medida lo había hecho, pero no lo suficiente. Suponía que por eso había disfrutado tanto de aquella escenita: una toma de la historia secreta de un hombre. Su historia real. La que jamás se publicaría pero sería conocida… habría sido observada.

Entonces vio a la chica.

Jorge tenía razón. Era diferente. Era «algo especial». Jorge se acordaba de cosas preocupantes.

En aquella ocasión, tanto tiempo después, estaba desnuda y se miraba en el espejo desde el otro lado de la habitación. Le gustaba verle la cara. Le gustaba verla de frente ante el espejo al otro lado de la cama. Nunca cerraba los ojos. Sus grandes ojos azules fijaban la vista con una inocencia terrible que era lo que le unía a ella. En todo aquello que hacía andaba en busca de algo. Como él. Dándole vueltas y revueltas a las cosas. Sin llegar jamás a la fuente, sin saber qué era la fuente.

Ya se había decidido. Tenía que hablar con ella. Ya sabía dónde iba a clase. La había seguido. Aquél iba a ser el día.

Se sentó en el borde de la cama y se agarró la barriga con las dos manos. De la abertura causada en su camisa por un botón desabrochado asomaba una mata de pelo negro. Se la desabrochó y se plantó ante el espejo. Metió barriga. Más gorda que el culo de un cerdo negro alimentado de bellotas. Volvió a cerrársela, alzó el cuello y se puso la corbata, la que le había hecho la amiga de Sofia, la hija del inspector. Se puso la americana y de un culo de cerdo obtuvo un banquero patricio.

Miró en torno a la habitación como si fuera la última vez. La cornisa agrietada, las manchas concéntricas del techo, el mareo del suelo parcheado de esteras deshilachadas y pelonas que ocultaban agujeros en el linóleo quebradizo como galleta, el armario con la puerta que colgaba siempre abierta en una mueca de perpetua estupidez. Se metió las manos en los bolsillos y se rascó la pierna con las tarjetas de crédito. Salió de la habitación, bajó las escaleras mal iluminadas con su franja de linóleo azul, dejó atrás la recepción iluminada de neón en la que no estaba Jorge, bajó otro tramo de escaleras hasta las enormes puertas de madera de la entrada y salió a la oscuridad y la sombra de la calle acariciada por el sol y el distante aplauso del tráfico. Respiró. Era la última vez. De una vez por todas, la última.

Esperó a la puerta del instituto, en la Avenida Duque de Ávila, con el motor del Mercedes de su mujer encendido. Pronto iba a salir. En el bolsillo llevaba algo que se le clavaba. Metió la mano y… ¿qué era aquello? Un tubo de lubricante. ¿Cómo había ido a parar allí? No era eso lo que quería. Y condones. Ésa no había sido su intención. Los tiró a la guantera. Es ella. ¿Con quién va? ¿Con quién habla? Él va por ella. Se le ve en los ojos. Él ha estado allí. Salta a la vista. Ahora ella se aleja. No era eso lo que tenía que pasar. Mírala caminar. Un pie por delante del otro, como las modelos. Él no la deja marcharse. Va por ella. La coge del brazo y ella se vuelve y se zafa de él. No le apetece eso. Dios mío. Le ha pegado. Qué mirada en su cara. ¿Qué quiere decir eso?

Miguel tragó saliva con fuerza. Todo pasaba más rápido de lo que había esperado. Sucedían más cosas de las que había esperado. Toda esa gente en la calle. Se puso en marcha. Ella volvía a moverse… por la pasarela.

Paró en el semáforo y bajó la ventanilla del otro lado con un zumbido.

—Perdona —gritó.

Se ha vuelto hacia él. Ahora esos ojos están puestos en él. ¿Podrá pronunciar las palabras?

—¿Cómo se va al parque Monsanto desde aquí? —preguntó.

Ha bajado de la acera. Ha apoyado un codo en la ventanilla. Ha mirado hacia la parte de atrás del coche. ¿Por qué? ¿Qué es lo que quiere de repente? Lleva las uñas mordidas hasta la desaparición.

—Al parque Monsanto… desde aquí. Es un poco complicado —dijo Catarina.

Le brotó sudor de las palmas.

—¿Voy en la dirección correcta?

—Más o menos. Es sólo que… puede liarse pasado el Parque de Palhavã.

—¿No irás en esa dirección, por casualidad?

—Voy a coger el tren de Cascáis.

—Yo voy a Cascáis. Lo que pasa es que no quiero tomar ninguna de las rutas habituales a esta hora, en viernes. Quería atajar por Monsanto y entrar por ahí en la carretera de Cascáis. Te llevo, hasta la puerta de tu casa. ¿Qué te parece?

La chica miró a Miguel. Aquellos ojos azules se clavaron en los suyos. ¿Y qué veían? La vulnerabilidad del viejo gordinflón. Nada de lo que preocuparse.

—A menos que… —añadió, inspirado por la tensión del momento—. ¿No tendrás que pasar primero por tu oficina o algo así, verdad?

Había acertado el enfoque psicológico. Aún se acordaba de algo.

Se subió. El semáforo se puso en verde. Miguel levantó el pie del embrague de modo un tanto apresurado y el coche salió disparado hacia delante con un chirrido de las ruedas. Se recostó en el asiento, más calmado. Ya estaban juntos. Lo había conseguido. Había establecido contacto.

La chica llevaba una pequeña mochila, que depositó entre los pies. No se puso el cinturón de seguridad. Miguel subió la ventanilla. Estaban la mar de bien con el aire acondicionado.

—Sigue recto —dijo ella, y se balanceó con mucha suavidad de delante para atrás.

La tristeza ondeaba en el pecho de Miguel como una bandera a media asta.

Cambió de marcha. Su nudillo entró en contacto con el muslo moreno de ella, que no lo apartó. Dejó la mano sobre el cambio de marchas.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Catarina.

Sonrió por debajo del bigote. Ella no preguntó por su nombre. Está feo que los niños hagan preguntas.

Le habló de su hija, Sofía. Su sobrina, en realidad, pero eso no se lo dijo. Trató de acallar la segunda voz de su cabeza, la que le decía que sabía lo que se traía entre manos. Estaba siendo amable. Se le daba bien ser amable y ya estaba funcionando. Catarina se quitó uno de sus zapatones y alzó una pierna, apoyando el talón en el borde del asiento.

—Métete por la derecha y coge la primera a la izquierda —indicó.

—¿Te gusta la música? —inquirió Miguel; al instante se preguntó si aquello sonaría estúpido.

—Vaya —dijo ella, y encogió un hombro pequeño en su dirección.

—¿Qué tipo de música?

—A lo mejor no de la que te va a ti.

—Ponme a prueba. Los conozco a todos. Mi hija no para de ponerlos.

—Los Smashing Pumpkins.

Miguel asintió y la enzarzó en un juego de traducir el nombre del grupo al portugués, pero había demasiados nombres para demasiados tipos de calabazas y no pudieron decidirse. Fue entonces cuando ella le contó que cantaba en un grupo y se pasaron de largo la curva de Monsanto. Se dirigieron al norte y vagabundearon por las calles de Sete Rios en torno al zoo, para después volver hacia el gigantesco acueducto de Aguas Livres, que se arqueaba bajo el calor de la tarde, y por último embocar el camino correcto que pasaba por debajo del ferrocarril y llegaba hasta el parque.

A medida que hablaban ella sorteaba sus preguntas con el pelo rubio recogido en un puño y mordisqueando una uña inexistente, mientras se asomaba por el parabrisas y buscaba una réplica en su cabeza. Le recordaba una vez más lo joven que era. Cómo a veces parecía tener quince años y a veces veinticinco. Cómo a veces era una colegiala y a veces podía estar fornicando en una pensión con… Mejor olvidarse. Borrarlo del texto.

Subieron hasta el parque entre los pinos, los piñoneros recorridos por sendas de asfalto que llevaban hasta la instalación militar, se desviaban hacia la carretera o penetraban aún más en el parque.

—¿Qué hora es? —dijo ella, y se inclinó para mirarlo en el salpicadero.

Le olió el pelo.

—Las cinco pasadas.

Volvió a acomodarse en el asiento, se puso otra vez el zapato y estiró las piernas.

—Allá arriba hay un sitio con una vista estupenda de Lisboa. ¿Echamos un vistazo? —preguntó él, con la idea de que fuese sólo una excursión.

—Vale —respondió ella con indiferencia.

Frenó en el aparcamiento vacío del restaurante del Alto da Serafina y dejó el coche junto al muro bajo. Salieron y se pusieron de pie sobre el parapeto. Ante ellos se extendía la ciudad. Las torres chatas y colosales de cristal oscuro de las Amoreiras dominaban el horizonte.

—Esas torres… —dijo ella.

—Antes toda esa zona la ocupaban las moreras que aprovechaba la industria sedera de Lisboa —dijo, hablándole como lo hacía con su hija, la hija de su hermano.

—Son raras esas torres… Parece que vayan a matar a la ciudad, a absorber toda su energía.

Aquello le sorprendió. No dijo nada.

—¿Te conozco? —preguntó ella, alejándose de él por el parapeto, ya transformado en pasarela.

Se puso tenso bajo la camisa y le miró las piernas.

—No lo creo.

—No dejo de pensar que te tengo visto.

—Volvamos al coche —dijo él—. No quiero llegar tarde.

Catarina se bajó del muro, mostrando el pico de sus bragas.

Miguel sacó el coche del aparcamiento y se adentró en el pinar, bajo los interminables parasoles de los pinos. Giró por donde no tocaba. Donde no llegaba el sol. Ella no se dio cuenta. Paró el coche.

—No vamos bien —dijo él, con el corazón desbocado en la garganta.

Hizo marcha atrás entre los árboles.

—¿Qué haces? —preguntó ella.

—Doy la vuelta, nada más.

Se adentró más en el pinar hasta llegar a un claro. Ya no podían verlos desde la carretera. El motor se caló. El sol brilló sobre el coche. Los cristales ahumados se oscurecieron. Ella bajó la vista hasta la mano que aferraba el cambio de marchas.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—No lo sé.

—Sí que te he visto antes —dijo ella—. Ahora me acuerdo. Entraste en la cafetería de al lado del Liceo. Estabas detrás de mí.

—¿La cafetería? ¿Qué liceo?

—Estoy segura de que eras tú. Esa corbata. En el espejo.

—¿En el espejo? —preguntó él; le viajaba por las venas algo que era como una electricidad defectuosa.

Lo veía todo con nitidez prístina, hasta los pelillos rubios de dos milímetros que surcaban su pierna. Catarina se acurrucó en el asiento y subió los pies, esta vez sin quitarse los zapatos.

—Yo te he visto antes —dijo él, y ella se llevó los puños a la barbilla—. En la Pensão Nuno, al mediodía, con tus dos amiguitos. ¿Eran ésos los del grupo?

Aquella información la dejó hipnotizada.

¿Cómo había pasado aquello? ¿Cómo se había estropeado? No tendría que haber ido así. Volvió a tragar saliva, mirándola sin mirarla. Mirando su reflejo en el parabrisas.

—¿Qué quieres? —preguntó ella con voz temblorosa.

Aún estaba a tiempo de parar aquello. Todavía podía detenerlo, recuperar la charla, volver a los Smashing Pumpkins. No hacía falta que…

Alargó la mano. Una mano tupida de pelo, que le subía por los dedos casi hasta la última articulación. Manos de animal. Le rodeó el tobillo con el índice y el pulgar.

Ella hurtó el pie y le estampó el tacón tachonado de bisutería justo encima del corazón. Miguel le agarró el tobillo y no lo soltó. Ella lo cogió por la corbata. Le aplastó la muñeca con la mano y lo soltó con un aullido. Le retorció el brazo. Ella lanzó una patada con el otro pie y esta vez le alcanzó en la parte superior del pecho. Le retorció aún más el brazo y ella se volvió. No le quedaba otro remedio. La empujó con toda la fuerza de su peso. Le estampó la cara contra el canto del asiento y la puerta.

—No me hagas daño —imploró ella—. Por favor, no me hagas daño.

Él gruñó. Los gañidos de la chica le llegaban amortiguados. Le subió la falda y le bajó las bragas, por debajo de las rodillas y fuera, por encima de aquellos estúpidos zapatos. Ella notó cómo le crujía la espalda bajo su peso. Le oyó rebuscar por la guantera, no muy lejos de su cabeza. Liberó el otro brazo de debajo del cuerpo y trató de pegarle a ciegas. Él le alzó la cabeza de un tirón.

—No —dijo ella—. No, por favor. No me hagas daño. Haz lo que quieras, pero no me hagas daño.