Miércoles, 17 de junio de 199_, Lisboa
Cogí uno de los primeros trenes que llevaban a Cais do Sodré. Caminé a lo largo del río, zarandeado por la resuelta marabunta que llegaba en ferry a trabajar. Iba a ser otro día de calor y ya llevaba la americana por encima del hombro. Miré al otro lado del río y vi la descomunal grúa del Lisnave que se alzaba por encima de la bruma mañanera. Pensé en Carlos Pinto. Pensé en volver a verlo, trabajar con él, aceptarlo.
Uno cree conocerse hasta que empiezan a pasar cosas y se pierde el aislamiento de la normalidad. Antes de perder a mi mujer me había tenido por «despierto». La gente me miraba, Narciso por ejemplo, y pensaba: «Ahí va Zé Coelho, un hombre que se conoce a sí mismo». Pero era como los demás. Me escondía. Tenía razón mi mujer. Perseguía la verdad pero me escondía de mí mismo. Todo lo que había llevado conmigo e ignorado.
Mi padre era un buen hombre que pensaba que hacía lo correcto para su país. Murió de un ataque al corazón sin que llegáramos a hablar. A lo mejor habría bastado con una conversación de tres líneas para quitarnos el peso de encima.
Mi hija, incapaz de sobrellevar mi decepción… como una amante infiel. Un concepto terrorífico. Verlos a ella y a Carlos en plena…
En mi cabeza centelleó una imagen, la descripción de Lucy Marques de lo que había visto Teresa Oliveira. Su hija. Su amante. Nalgas batientes. Tobillos por las orejas. Qué acto más absurdo, pero qué crucial. Una situación irrecuperable.
Entonces lo vi, al contemplar las aguas del Tajo, el río deslumbrante y resplandeciente. Vi que podía recoger otro saco de piedras y cargar otro hatillo de culpa o de historia para acarrearlo toda mi vida; o podía aceptar, confiar, acomodarme… darme un respiro.
Pero si eso era lo que iba a hacer, antes tenía que comprobar una cosa.
Me alejé del río, atravesé la Baixa hasta el Largo Martim Moniz y tomé el metro en dirección norte.
Nada más llegar nos convocaron a Carlos y a mí al despacho de Narciso sin que hubiésemos cambiado palabra.
—Ayer les envié a la Alcántara —dijo Narciso; su humor no había cambiado en veinticuatro horas.
—Y allí fuimos, senhor engenheiro —afirmé.
—Fueron pero no se quedaron, senhor inspector. Un policía de la PSP le vio abandonar la escena del crimen y subirse a un tren en dirección a Cascáis. Quiero saber adonde fue en horario de trabajo.
—Fui a ver al doctor Oliveira… —reconocí, y la cara morena de Narciso se amorató—… para darle el pésame.
—¿Cómo parte de las obligaciones del inspector Zé Coelho?
No respondí. Narciso miraba al espacio que había entre Carlos y yo.
—¿Y qué puede decirme del asesinato de ese chaval de dieciocho años en la Alcántara, senhor inspector? El maricão del contenedor, ¿cómo se llamaba?
—No tiene nombre, senhor engenheiro —intercedió Carlos—. Lo llaman Xeta.
—¿Cheta? ¿Cómo en não tenho cheta? —«No tengo un duro».
—Es «beso» en brasileño, senhor engenheiro.
—Qué gentuza, por Dios. Limítese a contarme lo sucedido.
—La investigación… —empezó Carlos.
—Quiero el informe del oficial a cargo de la investigación —le atajó Narciso.
—Era sabido que el chico se dedicaba a la prostitución. Hemos realizado… —empecé yo.
—No me joda, inspector. No sabe nada. No ha hecho nada. Va de cabeza hacia la suspensión, lo sabe, suspensión de empleo y sueldo. Y, agente Pinto…
—¿Sí, senhor engenheiro?
—Los agentes de Narcóticos que vigilaban la residencia del inspector le vieron entrar a las seis y media de la tarde. ¿Qué cojones hacía en Paço de Arcos?
—Quería comunicarle al inspector los progresos de la investigación.
—No los ha habido.
—Y comentar enfoques alternativos.
—¿Con la hija del inspector?
—Fue ella quien me recibió, sí. Tuve que esperar un rato hasta que apareció el inspector.
—Ha llegado al final del camino, agente Pinto. Si no logra que su trabajo con el inspector Coelho salga bien, está acabado. Lo echan. Tendrá que buscar trabajo en la PSP. ¿Me entiende?
—Perfectamente, senhor engenheiro.
—Fuera, los dos.
Carlos llegó primero a la puerta. Narciso me hizo volver a entrar. Cerré. Se metió un dedo por el cuello de la camisa y tiró hacia fuera; se le había acumulado demasiada sangre en la cabeza y el cuello no la dejaba bajar.
—Esa corbata, senhor inspector —inquirió—. ¿Dónde la compró?
—¿Mi corbata? —repetí, para ganar tiempo y verlas venir.
—Eso que lleva en el cuello, senhor inspector.
—Me la hizo mi hija.
—Ya veo… —dijo, avergonzado—. ¿Me podría hacer una a mí?
—Tendría que pedírselo en persona, senhor engenheiro, para que le viera la cara, ya sabe, para ver qué le sentaba mejor.
Se secó la cara con la mano y me hizo un ademán para que me fuera. Salí de su despacho, con el olor de su aftershave pegado a la nariz, y me fui al mío. Carlos miraba por la ventana las colas de los fotomatones de la Rúa Gomes Freiré. Me dejé caer sobre la silla, me encendí un SG Ultralight y le di una calada ansiosa, desesperado por un buen chute de nicotina.
—¿Quién va por el café?
Carlos salió sin decir palabra y volvió con dos vasitos de plástico con un dedo de café.
—¿Vamos a hablar? —preguntó mientras me dejaba delante la bica.
—¿Ha hablado con su padre?
—¿De qué?
—De lo que pasó ayer por la noche.
—No.
—No. Ya me lo parecía. No hubiese llegado al trabajo con las dos piernas rotas después de que lo tirase por el balcón.
Desvió la mirada hacia la puerta entreabierta con las manos juntas sobre las rodillas.
—Así que quiere hablar —dije—. Pues hablemos. Hablemos de cómo el agente Carlos Pinto ha pasado por mi vida con un par de botazas y lo ha pisoteado todo.
Se pasó una mano por el pelo corto y se frotó vigorosamente la nariz con el pulgar y el índice.
—Tiene dieciséis años; usted, veintisiete. Mierda. Ahora empiezo a hablar como ese puto abogado. Tenemos leyes sobre el sexo, agente Pinto. ¿Las enseñan en la academia de policía, hoy en día?
—Sí que hay leyes, y las enseñan, pero como usted sabe, inspector, se puede ser todo un veterano a los catorce y un inocente a los veinticuatro. Se trata de una zona gris de diez años.
—¿Veinticuatro? —pregunté, atrapándole la mirada.
Alzó la barbilla, retándome.
—Así es, inspector; vivo con mis padres, no es tan fácil.
Olivia había dicho que no sabía lo que se hacía.
Sonrió, presa de los nervios.
—Tiene suerte, agente Pinto. Tiene suerte de que aparecieran los de Narcóticos. Tiene suerte de que haya hablado con Olivia. Tiene suerte de que me pasara media vida casado con una inglesa. Tiene suerte…
—De haberla conocido —interrumpió, clavándome con la mirada—. Tengo suerte de haber conocido a su hija… y a usted, de paso.
—Eso es lo que me dijo ella —dije, cabalgando esa ola y pugnando con todo tipo de sensaciones.
—Estoy enamorado de ella —afirmó; la declaración de un hecho, sin florituras.
—No estoy seguro de que tenga la suficiente experiencia para distinguir entre alguien que está enamorado de ella y alguien que busca tan sólo un polvo fácil.
Se encendió de rabia, rápida y deslumbrante como un flash de magnesio. Era lo que estaba esperando.
—Al menos no soy negro —dijo, probablemente lo que me merecía.
Le apunté con un dedo, el más largo y penetrante que tenía, y le pinché con él.
—Me fío de ti, Carlos Pinto —dije—, y ése es el último motivo por el que has tenido suerte.
Se sentó, parpadeando. La rabia había desaparecido de su cara, que ahora presentaba algo parecido al dolor. Asintió. Bajé el dedo y le devolví el asentimiento. Abrí el cajón de mi escritorio, puse los pies encima y me pasé cinco minutos tomando café y estremeciéndome.
—¿Y ahora qué? —preguntó Carlos, todavía nervioso.
—Estoy pensando en que esta muela que tengo debajo del puente nuevo me duele cuando tomo algo caliente.
Llamé a mi dentista, que dijo que me encontraría un hueco en algún momento de la tarde.
—¿Qué pasa con Xeta? —inquirió Carlos.
—Narciso sabe que es un caso sin solución.
—El informe de la patóloga dice que presentaba tres tipos de semen en el recto y dos en el estómago, y que era seropositivo.
Alcé las manos.
—No me gusta no consagrarle toda mi atención a un caso, pero hay que saber cuándo es imposible ganar. Narciso lo sabe. Nos ha dejado en la cuneta.
—Entonces… —dijo, sopesándolo—, ¿comemos en Alcántara?
—Vas aprendiendo —reconocí—. Aprendes demasiado rápido.
Nos sentamos en la terraza del Restaurante Navigator, a dos locales de distancia del club nocturno del Muelle Uno, frente a una gran bandeja de sardinas, patatas hervidas, pimientos asados y ensalada. Compartimos una jarra de vino blanco. Las sardinas eran ideales, recién pescadas y no demasiado grandes. Las desmantelamos sin cambiar palabra. Vino el camarero y retiró los platos. Pedimos café.
—Pensemos en lo que tenemos —dije.
Carlos sacó su libreta y hojeó las páginas. Me hizo un resumen.
—Tenemos una chica sexualmente desbocada llamada Catarina Oliveira, que fue vista por última vez en un Mercedes 200 negro serie C, de gasolina, con cristales ahumados y las letras NT en la matrícula. Esto sucedió más o menos una hora antes de que la asesinaran a unos cien metros de su instituto, en la Avenida Duque de Ávila.
—Parece que la chica hubiera hecho cualquier cosa por llamar la atención de su padre, pero despreciaba a su madre hasta tal punto que se habría conchabado con su padre para humillarla, probablemente en un intento desesperado de reforzar su relación con él.
—No creemos que el abogado sea su auténtico padre —concluyó él.
—¿Has consultado el registro del hospital? —pregunté.
—Sí, no cabe duda de que dona Oliveira era su madre. Eso es seguro.
—Estoy impresionado.
—No hace falta que me diga todo lo que tengo que hacer —aclaró él—. Hablé incluso con la mujer de la Biblioteca Nacional y comprobé el resto de coartadas.
—No estoy acostumbrado a la iniciativa. Sigue.
—La víctima tenía una relación con Valentim Almeida, el guitarrista del grupo, de quien sospechamos que es un pornógrafo y que tenía suficiente ascendiente sobre ella para convencerla de que accediese a un acto sexual poco común en la Pensão Nuno el mediodía antes de que la mataran.
Carlos pasó adelante y atrás las páginas de su libreta.
—Hasta ahora no hay pruebas de que el asesino la siguiese de la pensión al instituto… o más bien al café de al lado.
—Vuelve a las notas que tomaste de la gente a la que entrevistamos en las paradas de autobús. Cuatro de ellos la vieron subirse al coche. ¿Alguno dijo de dónde venía?
—No lo preguntamos. Sólo queríamos saber cómo era el coche en el que se metió.
—Tienes el teléfono de todas aquellas personas de las paradas. Llámales y pregúntaselo —dije—. Una cosa es que fuera un conductor que estaba de paso, pero si estaba esperando a que saliera de clase es que ya le había seguido la pista.
—El camarero de la Bella Italia dijo que estaba a solas cuando se tomó la bica.
—El otro día fui a hablar con él, pero tenía libre —comenté—. Volveré a intentarlo después del dentista.
—Y después está Valentim —recordó Carlos—. Aún le queda algo por contarnos. No sé qué es, pero… algo hay.
—No me importaría encontrar un vínculo entre él y el doctor Oliveira.
—Ya tenemos uno. El abogado nos dio su número de teléfono.
—Me refería a algún tipo de relación.
—Una de tipo económico… ¿el equipo de vídeo?
—Tal vez. Es una posibilidad interesante. No nos contará nada pero a lo mejor se lo sacamos por sorpresa. ¿Aún lo retienen en los tacos?
—Lo miraré.
Dejé a Carlos enfrascado en sus llamadas de teléfono y le encargué que siguiera con el caso Xeta en Alcántara mientras yo me iba al dentista a Campo Grande. Me alejé de los muelles en el autobús 38. Tardé una eternidad.
Aguardé en la sala de espera hojeando la revista Caras, mirando a los famosillos y pensando en Luisa y su consternación ante la idea de incluir escándalos sexuales en una revista seria de negocios. Dejé Caras y cogí la VIP, otra por el estilo. Empezando por el final me topé con un montón de fotografías de galas de beneficencia. En una tomada en el Ritz aparecían Miguel da Costa Rodrigues y su mujer entre una alineación de gente de mucho postín. El senhor Rodrigues llevaba una de las corbatas de Olivia, la misma que tenía puesta aquel viernes por la noche en Paço de Arcos. Su esposa lucía un vestido en el que había visto trabajar a Olivia durante el mes pasado. Arranqué la foto y la guardé doblada en la cartera para enseñársela más tarde a mi hija.
La dentista rellenó un pequeño hueco que había entre el puente y mi muela. Le llevó treinta segundos y me dijo que iba a tener que volver para que me pusiera un empaste. La reparación me iba a costar 8000 escudos, y el empaste otros 12 000. Aquello me parecía dinero fácil siempre que uno soportase pasarse el día escarbando en bocas podridas.
Salí de Campo Grande y puse a prueba mi puente reparado con un café. Alcé la vista y me encontré con un edificio que resultó ser la Biblioteca Nacional. Me acerqué y paseé por las distintas estanterías hasta llegar a la sección de psicología. Lo primero que vi fue su espalda y esa guirnalda de rizos castaños. Había salido de los tacos. No había tenido que esperar mucho, al parecer. Me senté junto a él. Levantó la vista del libro y conseguí toda su atención.
—¿Le interesan los libros, inspector?
—Me gusta José Saramago.
—¿De verdad? Me sorprende.
—Comparto su actitud hacia la puntuación.
—Usted no la necesita.
—O a lo mejor a él no se le da muy bien —dije, meditando—. Es una solución, ¿o no?
Casi sonrió. Señalé la puerta con la cabeza y salimos del edificio. Nos sentamos en la terraza de la cafetería en unas sillas de plástico blanco. Se pidió una bica y yo, esta vez, una botella de agua. Me cogió un cigarrillo. Le dejé.
—¿Cómo le va, inspector?
—Me han apartado del caso.
—¿Esto es una visita de cortesía?
—Estos últimos días me ha pasado de todo.
—¿Cuántos de ellos se ha pasado en los tacos?
—No he dicho que los tuyos hayan sido una fiesta en la playa.
—No lo han sido.
—Me pusieron la casa patas arriba.
—Yo no fui.
—Unos agentes de Narcóticos.
—Los tiburones comen de todo, incluso a los de su especie, ¿lo sabía?
—¿Quién crees que lo organizó?
—Usted es el detective.
—¿Por qué acabaste en los tacos durante tres o cuatro noches?
—Porque usted me metió.
—¿Y quién me dio tu teléfono?
Rebotó contra el respaldo plástico de su silla blanca.
—Es más listo de lo que parece, inspector.
—Por eso antes llevaba barba, para que la gente no me viera la estupidez.
—Y ahora está todo a la vista.
—¿Se te ocurre algún motivo por el que al doctor Oliveira tuvieras que importarle un bledo?
—Sería curioso que ahora le diese por ahí —dijo—, porque no nos conocemos.
—Antes de que tu estudio volara por los aires tuve tiempo de hojear tus extractos bancarios —mentí.
—Bueno, bueno, ¿ve cómo es una persona interesante, inspector?
—No encontré ningún resguardo de préstamo ni de ningún pago en tu cuenta corriente.
—¿Y ahora qué me cuenta, inspector? ¿Qué el doctor Oliveira me compró el equipo? Si es así, es que está mal de la cabeza.
—¿De verdad? —dije, y lo dejé allí plantado con la cuenta de una bica y un agua.
Llamé a Carlos, que se había puesto en contacto con la gente de las colas del autobús.
—Dos mujeres vieron el coche aparcado delante del instituto con el motor en marcha durante unos cinco o diez minutos.
—Esperando a que los niños salieran de clase.
—Eso parece.
—Ahora me voy á hablar con el camarero de la Bella Italia. ¿Has sacado algo en lo del Xeta?
—Nada —reconoció Carlos—. Le he pedido al sargento por Valentim…
—Acabo de hablar con él.
—Bien. El sargento me ha dicho que un tal João José Silva le anda buscando.
—¿En la Policía Judiciária?
—Eso me ha dicho.
—¿Ha dejado algún recado?
—Que sigue sin saber nada de Lourenço Gonçalves. ¿Qué quiere decir eso?
—No sé si quiere decir nada. Es sólo uno de esos nombres que no dejan de aparecer.