23 de octubre de 1980, banco de Océano e Rocha, Sao Paulo, Brasil
La secretaria de Manuel Abrantes entró en su despacho con un paquete acolchado que había llegado por mensajería.
—Necesita que le eche una firma —anunció.
Manuel le indicó al chico que entrara y firmó. Su mirada cayó de forma automática en los cinco centímetros de pierna de secretaria que quedaban a la vista entre el escritorio y el extremo de la falda. Se preguntó si la ropa interior sería tan correcta como la chica. El mensajero se fue. Le mandó a su secretaria que ordenase las revistas de la mesita y atisbo por un lado de su escritorio. La secretaria se acuclilló para cumplir sus órdenes. Después de seis años a su servicio ya se conocía los truquillos rastreros de Manuel Abrantes.
La echó con un gesto de la mano, molesto. A lo mejor iba a tener que sacarla a cenar antes de partir, volverla a llevar a su piso para enseñarle una cosilla o dos. Abrió el paquete. Contenía un pasaporte, un carné de identidad, un sobre de cheques, un talonario de un banco portugués, una Visa y una American Express. También había una foto de una mujer de treinta y dos años llamada Lurdes Salvador Santos. Parecía maja, a pesar del peinado austero y la sombra de bigote. En una carta de cuatro páginas Pedro le explicaba los documentos y la fotografía.
Revisó el carné y el pasaporte. El último estaba muy usado, como evidenciaba la gran cantidad de sellos. Abrió el sobre de cheques, sacó tres y metió el restó en el talonario. Se inventó tres cantidades ficticias y las anotó en la libretilla de transacciones bancarias que incluía el talonario.
Repasó la carta cuatro veces y memorizó hasta el último detalle. La quemó junto con los tres cheques en blanco.
Sacó mil dólares estadounidenses del cajón de arriba y se fue de la oficina. Recorrió seis manzanas bajo la atontadora humedad vespertina hasta el local del fabricante de sellos de goma que ya tenía listo para él un sello de entrada brasileño. Fue a una agencia de viajes y reservó un vuelo de Sao Paulo a Madrid con escala en Buenos Aires. Se dirigió a la embajada argentina con los pasajes y le tramitaron un visado. Volvió a su oficina.
Sacó todos sus viejos documentos de los bolsillos y del escritorio y los pasó por la trituradora. Vació la máquina y quemó las trizas en la papelera.
Pasó de largo ante su secretaria, se detuvo y volvió hasta ella. Se miraron. «Demasiado complicado», pensó. La saludó con la cabeza y se fue. Ella le dedicó un corte de mangas a su espalda.
A las 14:00 del día siguiente su pasaporte recibió un sello de salida al pasar por la sala de preembarque del aeropuerto de Sao Paulo. El funcionario de inmigración no tenía ni pensamientos ni opiniones sobre el motivo por el que un ciudadano portugués, Miguel da Costa Rodrigues, querría irse de Brasil a Argentina, y no le hizo ninguna pregunta.
El 25 de octubre, después de dos vuelos y un trayecto en coche, Miguel da Costa Rodrigues estaba en el despacho de Pedro Abrantes, director del recién privatizado Banco de Océano e Rocha, que conservaba su sede en la Rúa do Ouro de la Baixa.
—No me puedo creer lo que ha pasado en Portugal —dijo Miguel, desviando la vista de la última foto de la mujer de su hermano, Isabel, y sus tres hijos.
—El gobierno está decidido a que nos unamos a la CEE al mismo tiempo que España. Tenemos que progresar —dijo Pedro.
—No, no. Me refiero a que no me puedo creer lo del sexo. Hay sexo por todas partes: en los anuncios, en los carteles de las películas… ¿Has visto ese quiosco del Rossio? Los desnudos. Es que es increíble. Jamás hubiese sido posible…
—Sí, bueno, el salazarismo era muy católico y muy respetuoso con las mujeres —dijo Pedro frunciendo el ceño—. Había censores. Tú, más que nadie, tendrías que saberlo.
—¿Yo más que nadie? —preguntó Miguel, alarmado por el lapsus de su hermano.
—Perdón, senhor Rodrigues, me olvidaba —corrigió Pedro—. Ya verá cómo hemos dejado atrás todo eso.
—Lo único que dejan atrás los portugueses es el respaldo de la silla en la que van a comer. Vivimos como si nuestra historia todavía transcurriese a nuestro alrededor. En este país hay gente que todavía piensa que el esperado rey Sebastián va a volver después de cuatrocientos años para conducirlos a grandes empresas. Por lo que sé podría haber gente esperándome a mí.
Pedro no dijo nada. Quería a su hermano, pero le parecía que exageraba su importancia dentro del «antiguo régimen». Su hermano nunca le había contado lo del general Machedo, porque le tenía por inocente: un banquero inteligente, encantador y dotado, una persona muy respetada y apreciada, pero un inocentón.
—Vendí el oro —anunció Pedro para pasar del viejo tema a algo en lo que se sentía más seguro y con futuro.
—Hablando de historia, ¿no? —replicó Miguel.
—Lo empleé para capitalizar el banco.
—¿Quién lo compró?
—Un colombiano afincado en Suiza.
—¿Cuánto sacaste?
—Parecía el mejor momento para vender. El famoso déficit presupuestario de Estados Unidos es un bulo. No es más que…
—¿Cuánto?
—Seiscientos dólares por onza.
—¿No llegó a los ochocientos?
—Sí, pero aquél era el comprador adecuado en el clima preciso. No era quisquilloso, ya me entiendes.
—Ese déficit presupuestario estadounidense, ¿no pone en duda el valor real del dólar? —preguntó Miguel, con aire de entendido, soltando lo que no había acabado de comprender al leerse el Time en el avión.
—Por eso me he pasado al negocio inmobiliario.
—Si Estados Unidos se va al cuerno no importará a lo que te hayas pasado.
Pedro se levantó y dio vueltas a la rueda de una caja de caudales que tenía detrás. Miguel veía en él al niño pequeño que se emocionaba por Navidad.
—Estados Unidos no se irá al cuerno, pero si lo hace… —dijo, y abrió la puerta de la caja.
Dentro había dos lingotes de oro. Miguel se puso a su lado y frotó con el dedo el sello del águila y la esvástica del viejo Reichsbank alemán.
—Espero que su valor quede en lo puramente sentimental —añadió Pedro.
—Háblame del trabajo —dijo Miguel, que volvió a sentarse un tanto sudoroso, temiéndose, en su estado algo paranoico, que no había sido muy buena idea conservar aquellos recuerdos.
—Hemos comprado una propiedad al lado mismo del Largo Dona Estefanía. Unos pisos viejos que se caen a pedazos. Nos estamos expandiendo. Ya no cabemos en esta antigualla de edificio. Así que vamos a tirar la finca para construirnos un nuevo edificio de oficinas. Nos quedaremos los tres pisos de arriba y alquilaremos el resto. Quiero que tú lleves el proyecto. El arquitecto no me deja en paz y no tengo tiempo para él.
—¿Cuándo quieres que empiece? —preguntó Miguel, incómodo ante la perspectiva inminente de responsabilidades importantes.
—En cuanto te sientas a gusto. Tienes un despacho listo en el piso de arriba. Hemos tenido que ocupar los apartamentos para tener sitio.
Miguel se levantó y sacudió la cabeza para declinar la oferta.
—Necesito algún tiempo para acostumbrarme de nuevo a Portugal. Quiero volver a la Beira y oler el aire una vez más. Quiero comer pescado en la playa del Guincho, ya sabes, ese tipo de cosas.
Pedro, de repente conmovido por tener de nuevo a su hermano en el país, bordeó su escritorio y lo abrazó.
—Antes de que hagas nada de todo eso tenemos que ir mañana al notario —dijo—. Ahora que eres Miguel da Costa Rodrigues hay unos cuantos problemillas. El primero, y más importante, es que tengo que hacerte tutor de mis hijos por si nos pasara algo a mí o a Isabel. El doctor Aquilino Oliveira lo ha dispuesto todo.
—Claro —accedió Manuel, casi emocionado.
Se palmearon los hombros y Miguel se encaminó a la puerta.
—Hay otra cosa —añadió Pedro—: El mes pasado soltaron a Klaus Felsen de la cárcel.
—¿No faltaba un año?
—No me preguntes por qué. Tenías que saberlo y también debes recordar que una de las últimas voluntades de nuestro padre fue que no tuviéramos nada que ver con él.
A Miguel le sorprendió ver a su hermano persignarse.
—¿Ha venido a verte el senhor Felsen?
—Lo ha intentado.
—Bueno, no creo que le interese mucho Miguel da Costa Rodrigues.
—Sólo quería decírtelo porque… tiene motivos de sobra para estar enfadado. A lo mejor no con nosotros, pero…
—Tendrías que hacerle una oferta.
—Padre me lo hizo prometer, en su lecho de muerte. No puedo.
Miguel se encogió de hombros. Resultaba agradable llevar puesto de nuevo un traje abrigado y no tener que soportar el helor del aire acondicionado.
Pedro puso en su sitio la fotografía de encima del escritorio y observó cómo las anchas espaldas de su hermano pasaban rozando las jambas de la puerta. No le había contado la otra última voluntad de su padre: que su hermano menor no heredase nada del Banco de Océano e Rocha o de cualquiera de sus compañías asociadas. Era lo único que no había comprendido y su padre no quiso explicárselo, pero ahora, de modo inesperado, se veía liberado del problema: Manuel Abrantes ya no existía y había que incorporar a Miguel da Costa Rodrigues a la junta directiva.
Miguel da Costa Rodrigues no era el mismo hombre que Manuel Abrantes. El viejo Manuel no era sólo un pasaporte triturado o una piel vieja abandonada en un piso de Sao Paulo. Estaba muerto. Miguel da Costa Rodrigues resultó ser algo más que un cambio de identidad. No era alguien que hubiese torturado, violado, asesinado y ejecutado sumarísimamente a nadie. Era un licenciado por una universidad estadounidense, con un máster y siete años de experiencia en la banca brasileña. Era encantador y afable; tenía un extenso repertorio de chistes de sobremesa. Le gustaban los niños y a los niños les gustaba. En el trabajo lo apreciaban y respetaban por su particular relación con el propietario del banco y por su habilidad innata para tratar a las personas y descubrir sus debilidades y puntos fuertes.
Por segunda vez en su vida, conoció el éxito.
El 19 de enero de 1981 se casó con la mujer que le había encontrado su hermano, Lurdes Salvador Santos. Ni siquiera el nombre le molestó. Diez años atrás aquella acumulación de santidad le habría hecho sudar en la oscuridad. Ahora se deleitaba, si no en su belleza, en la dulzura de su carácter y, por supuesto, en su absoluta devoción por él. El único motivo de infelicidad fueron dos abortos en rápida sucesión; el médico les aconsejó que no volvieran a intentarlo.
El último aborto llegó en un momento en el que pensaba que nada podría salirle mal. En junio había otorgado el permiso de obras para construir un rascacielos de veinte pisos en el solar del Largo Dona Estefanía. Una semana después habían empezado las obras y cobró fama en el mundillo empresarial de Lisboa como director geral de Océano e Rocha Propriedades Lda, miembro de la junta directiva del banco y accionista de importancia.
Las nuevas de su mujer lo decepcionaron y de forma inconsciente se volcó más en su trabajo. Compró propiedades en la zona de Saldanha para edificar en un futuro. Compró fábricas abandonadas en las afueras de Lisboa para convertirlas en polígonos de industria ligera y pequeños negocios. Compró terrenos en las lindes de Cascáis, cerca de la Boca do Inferno, para construir apartamentos turísticos. Compró una finca en la Graça de Lisboa con vistas panorámicas de la ciudad. Reformó la casa de su mujer en el casco viejo de Cascáis. Ganó peso y, si cabe, jovialidad.
Era el día de Año Nuevo de 1982 y Miguel y Lurdes Rodrigues habían invitado a Pedro e Isabel Abrantes a ir a comer a Cascáis con sus tres hijos. Fue un día frío a pesar del sol, y después del anochecer la temperatura rondaba el punto de congelación.
La mujer de Pedro estaba de siete meses y medio de su cuarto hijo. Estaba enorme, algo que la sorprendía porque con los tres primeros apenas había cambiado. El resultado fue que en el viaje de vuelta a Lisboa iba en el asiento de atrás con las dos niñas, mientras que el pequeño Joaquim viajaba delante junto a su padre.
Acababan de salir de Sao Pedro do Estoril al carril rápido de la Marginal en su Mercedes de seis meses cuando sucedieron tres cosas a la vez. Joaquim se puso de pie en el asiento, un coche que venía en dirección contraria sobrepasó por un momento la doble línea blanca e invadió su carril, y un BMW adelantó a Pedro por dentro. Pedro sentó a Joaquim de un revés y dio un volantazo a la derecha, pero no había visto al Mercedes, que chocó con su guardabarros trasero. El Mercedes trazó dos giros, topó con la barrera, dio una vuelta de campana y aterrizó con dos ruedas sobre un elevado terraplén que se precipitaba hacia unas rocas a la orilla del mar. El Mercedes rodó, serpenteó y se deslizó por la pendiente. El morro se estrelló contra las rocas, que hicieron añicos el parabrisas. Los tres niños salieron disparados. El coche dio un salto mortal por encima de ellos y acabó en el gélido Atlántico con el techo para abajo.
Los Bombeiros Voluntarios llegaron en diez minutos. Ya había gente llorando por los tres cuerpecillos machacados sobre las rocas. Los bomberos determinaron con rapidez que Pedro no había sobrevivido pero Isabel aún respiraba, atrapada entre el asiento de atrás y el de delante. Hizo falta una hora para sacarla y después llevarla a toda prisa a Lisboa con una escolta policial. Sacaron el feto, una niña de 2,7 kilos, mediante cesárea, y lo metieron en una incubadora. El corazón de su madre, debilitado por la impresión del accidente, no sobrevivió a la operación.
Los funerales se celebraron veinticuatro horas después en el Mosteiro dos Jerónimos de Belém. Los ataúdes estaban cerrados y el ánimo de los asistentes enflaquecía a la vista de los tres más pequeños. Ubicaron a la familia Abrantes en un mausoleo familiar del Cemitério dos Prazeres de Lisboa que ya contenía a Joaquim Abrantes abuelo, cuyo cuerpo habían traído de Lausana en 1979.
Miguel da Costa Rodrigues no se quitó las gafas de sol en varias semanas, y cuando lo hizo tenía los ojos escocidos y arrugados. La muerte de su hermano lo había ensombrecido de un modo que sólo experimentara una vez con anterioridad. Obtuvo un magro consuelo cuando sacaron de la incubadora a la niña, que recibió el nombre de Sofía como habían deseado sus padres.
A partir de enero de 1982, Miguel da Costa Rodrigues empezó a recibir visitas de Manuel Abrantes. El Banco de Océano e Rocha se trasladó de la Baixa a las oficinas temporales y más espaciosas de la Avenida da Liberdade mientras terminaban las obras del edificio del Largo Dona Estefanía. Miguel decidió conservar el despacho de su hermano en la Rúa do Ouro. Comenzó a rastrear las calles cercanas a la Praça da Alegría a la caza de chicas.
El 26 de marzo de 1982 se descubrió subiendo las escaleras de un vetusto edificio del siglo XVIII de la Rúa da Gloria seguido de una prostituta de Sines de veintitrés años. Los pisos de arriba pertenecían a la Pensão Nuno, que alquilaba habitaciones por horas. Tocó el timbre y oyó que en una habitación contigua doblaban un periódico. En la luz del tubo de neón que iluminaba la recepción apareció Jorge Raposo, su viejo camarada del penal de Caxias.
Miguel da Costa Rodrigues ya no necesitaba recorrer las calles de la Rúa da Gloria. Jorge Raposo se encargaba de que las chicas fueran a verle a su oficina de la Rúa do Ouro.
El 4 de mayo de 1982, una secretaria del gabinete de abogados del banco necesitaba una firma que no podía esperar hasta el lunes. No había secretarias del banco libres para llevar los papeles así que fue hasta la oficina de la Rúa do Ouro en persona.