CAPÍTULO XXXIV

Martes, 16 de junio de 199_, Avenida Almirante Reís, frente al metro de Anjos, Lisboa

Di con mis huesos en un café cercano a la parada de metro. Si tenía nombre, no se me quedó en la retentiva. Si en el interior había gente, carecían de rostro. Me dirigí a los baños del fondo y me lavé la cara. Solicité un vaso de agua e hice gárgaras para limpiarme la boca. Pedí un té con dos bolsitas. Puede que Catalina de Braganza descubriera el té a los ingleses, pero su legado en Portugal es el Lipton’s. Puse mucho azúcar en la infusión y me la bebí. Pedí algo más fuerte y me senté, de nuevo sudando y con la respiración alterada, asincrónica. El camarero no me quitaba ojo. La tele nos animaba a todos a irnos a Madeira.

De detrás de la barra se acercó una presencia descomunal que se cernió sobre mí y eclipsó parte de los neones de la sala.

—¿Es aquí donde vienen todos los viejos detectives a curarse de sus problemas? —preguntó, y tomó asiento a mi mesa.

Lo conocía. Conocía esa narizota, esos ojos canallescos. Conocía ese bigote negro y aterciopelado que se afilaba en las puntas.

—He tenido un accidente, nada más —dije yo—. Casi me arrolla un tranvía. Me ha entrado un poco de flojera, eso es todo. Tenía que sentarme.

—En una ciudad de tranvías como ésta, lo que sorprende es que haya tan pocos que desaparezcan bajo ellos.

—No recuerdo tu nombre… pero sé que te conozco.

—Eres Zé Coelho —afirmó él—. Casi no te reconozco. Antes llevabas barba. João José Silva… me llamaban Jojó. ¿Te acuerdas ahora?

No me acordaba.

—Me «retiraron» hace tres años, ya sabes: a la calle.

—No estabas en Homicidios, ¿verdad?

—Narcóticos.

—¿Has dicho que aquí vienen a curarse los viejos detectives?

—Así era, hasta hace tres días.

—¿Qué pasó hace tres días?

—¿Te acuerdas de un tío que se llamaba Lourenço Gonçalves?

Aquel nombre me perseguía.

—No, pero he oído hablar de él —dije.

—También estaba en Narcóticos.

—¿Erais compañeros?

—Más o menos —dijo, evasivo—. Solía venir por aquí… hasta hace tres días.

—He oído que montó un negocio por su cuenta.

—Ahora se hace llamar asesor de seguridad. Un nombre pijo para el trabajo de detective privado. Seguir a esposas de ricachones por ahí y ver si se dedican a algo más que a las compras los miércoles por la tarde. Te sorprendería.

—¿Ah, sí?

—A él le sorprendía, y también a los maridos, lo cual significaba que no siempre cobraba.

—¿Y por qué ya no viene por aquí?

Se encogió de hombros.

—Los veranos solíamos tomarnos una copa y después íbamos al parque a jugar a cartas.

—¿Estaba casado?

—Lo estaba. Su mujer se volvió para Oporto. No podía soportar a los sureños. Pensaba que éramos todos unos moros. Se llevó consigo a los niños.

Apuré mi bebida. Aquel hombre me deprimía. No sabía por qué. A lo mejor esos ojos de canalla.

—Tengo que irme —anuncié—. No quiero que me retiren antes de tiempo.

—¿No te interesa lo que le pasó a Lourenço?

—¿Qué quieres decir, que después de tres días está desaparecido, o qué?

—Solía pasarse por aquí cada día.

—¿Has estado en su oficina?

—Claro que sí, está al otro lado de la calle, en el segundo piso. No había nadie.

—A lo mejor se ha ido.

—No tenía dinero para irse.

—Llámame si aparece —le dije, y le di una tarjeta—. Y llámame si a finales de semana no ha dado señales de vida.

No esperé a que me respondiera. Tenía que salir de allí antes de que el neón me partiera la cabeza en dos. Me acerqué a casa de Luisa. No estaba. Fui a la comisaría de la Polícia Judiciária. Ni rastro de Carlos. Me tomé una aspirina y empecé a recuperar fuerzas. Abílio Gomes asomó la cabeza y me dijo que parecía la muerte. Le observé desaparecer por el pasillo. Entré en su despacho y abrí el archivo de Teresa Oliveira que tenía sobre la mesa. Era casi el primer dato de la página de delante. La encontraron muerta en un Mercedes negro serie E 250 Diesel, matrícula 14 08 PR. Cerré el archivo.

Caminé hasta la Avenida da Liberdade para meterme algo de aire en los pulmones. No fue un paseo agradable. Había mucho tráfico y aún más contaminación flotando en el calor de la tarde. Seguí hasta la Pensão Nuno, pasé por la misma franja de linóleo, que debía de ser una reliquia de los setenta, y subí por las mismas escaleras tenebrosas, que debían de datar del siglo XVIII, hasta llegar al metro de neón que iluminaba la recepción, el elemento más moderno del lugar. Jorge Raposo seguía allí, fumando sobre un periódico diferente. Puse la mano sobre el mostrador.

—¿Busca a Nuno? —preguntó, sin levantar la vista.

—Ése ya me lo sé.

—Inspector —dijo, nada contento de verme—, si es usted.

—Está recuperando su memoria para las caras.

Sorbió aire entre dientes y meditó sobre aquello.

—Sólo las que tengo que recordar. Por ejemplo, las de los que causan problemas.

—Esos tres chavales que estuvieron aquí el viernes al mediodía.

—Ve lo que le digo, inspector —suspiró; sus párpados se cerraron y sólo se abrieron a medias.

—¿Vino alguien después de ellos?

—Ya, subieron tres y bajaron cuatro —dijo, agitando los hombros con alborozo fingido—. Tengo entendido que hace falta un poco más de tiempo.

Le dediqué una larga mirada. La sostuvo sin inmutarse.

—¿Cuántas veces al año le pegan, Jorge?

—¿En el último cuarto de siglo? Ni una sola vez.

—¿Y antes?

—El cuerpo de policía era el mismo, lo único diferente eran los uniformes y los métodos. Ya sabe, no eran tan comprensivos.

Me precipité a su lado del mostrador y le encajé la rodilla en el lateral del muslo. Se desplomó sobre la franja de alfombra muerta que tenía allí detrás. Se le cayó el cigarrillo de los dedos. Lo recogí y lo apagué.

—Ahí tienes un poco de nostalgia, Jorge —le espeté—. Ahora, cuando te levantes cada mañana pensarás: «Mierda, a lo mejor hoy viene a verme el inspector Coelho. Mejor empiezo a recordar lo que pasó con aquella chiquilla que vino el viernes al mediodía, salió y consiguió que la mataran cuatro horas después». Tu memoria tendrá línea directa con el dolor y cuando empieces a creer que ya lo has superado y puedas subir las escaleras de una sola vez, volveré y te machacaré la otra.

Subí a la habitación y eché un vistazo. Habían vuelto a colocar la cama junto a la pared. Era el único cambio. Me senté y me puse a fumar, pero no se me ocurrió nada. Me miré en el espejo. Todavía no tenía buena pinta.

Jorge seguía tumbado detrás del mostrador donde se había caído, gruñendo. Me miró con el rabillo del ojo e hizo un gesto de dolor.

—Sigue intentándolo, Jorge —dije, y me fui.

Llamé a Luisa. Estaba. Llamé a Olivia para avisarle de que llegaría tarde. Fui en autobús hasta Saldanha y llegué al piso de Luisa. Las escaleras me parecieron largas y duras. Me abrió y me sentó con un vaso de té helado. Le conté lo del accidente. Se sentó en la silla con las rodillas alzadas y los tobillos cogidos, sin parpadear.

—Yo he encontrado una nota —dijo cuando hube terminado—. Estaba enganchada al limpiaparabrisas de mi coche.

La cogió de encima de la mesa y me la entregó. Se trataba de un folio DIN A4. Habían escrito en rotulador rojo la palabra «PUTA».

—Qué valientes —comenté, poco impresionado.

Le relaté la conversación que había tenido con Narciso aquella mañana, y que me había apartado del caso.

—¿Saben quién soy?

—Me vieron entrar en esta casa y ahora conocen tu coche, ¿no es así?

—Pero no estás seguro de quiénes son.

—Yo no diría que se trata de una iniciativa concertada —razoné—. Si lo fuera a estas alturas lo más probable es que me hubieran suspendido. Creo que nos las vemos con ciertos elementos del cuerpo de policía a los que han informado de que hay gente influyente que no está satisfecha con el desarrollo de mi investigación.

—¿Y todo eso por Catarina?

—Tenía un historial sexual muy completo. Hay un montón de tíos sueltos por ahí con ganas de acostarse con jovencitas. Algunos son persuasivos, otros ofrecen dinero y hay unos pocos que se limitan a tomarlo por la mano. A Catarina la habían sodomizado. Incluso en esta época tan permisiva, sodomizar a una jovencita resulta un acto vergonzoso. La idea de declarar ante un tribunal bajo una acusación de ese tipo podría bastar para que su asaltante la matara. Por este caso rondan unos cuantos peces gordos. Su padre, ¿sabes? Y tiene relación con el ministro de Administración Interna. El doctor Oliveira se estaba tomando una copa con él cuando mataron a su hija, y cenaba con él cuando su esposa se suicidó.

—¿Teresa Oliveira se suicidó?

—El domingo por la noche… el momento más solitario.

Eso la enfureció y tuvo que levantarse a dar zancadas por el piso. Yo fumaba y tomaba sorbitos de té, sin estar más cerca, después de hablarlo con Luisa, de saber quién ejercía la presión y desde dónde. ¿Emanaba de Narciso o él era sólo un canal? Luisa me besó para inspirarme confianza. Yo le devolví el beso porque sabía bien. Volvió a sentarse.

—Y hoy también he tenido buenas noticias.

—¿Ya no tienes que hacer tu doctorado?

—No tan buenas —aclaró—. Mi padre me ha propuesto que lance una revista que lleva en planchas los últimos dos meses.

—Pensaba que querías publicar libros.

—Y quiero, pero esto me permitirá entrar en el mundillo editorial de Lisboa, lo cual será bueno para el asunto de la publicación de libros. Siempre hay más interés por una revista nueva, y lograré un montón de atención…

—¿Pero…?

—Tengo que dar con la idea de lanzamiento. Lo que hará que esta revista destaque entre el resto.

—¿Y tu padre no podía encontrar la respuesta?

—Por eso ha hecho que suene como un regalo, por cuanto consigo toda esa publicidad gratuita, pero está ese pequeño nudo gordiano que tengo que deshacer.

—Necesitas un buen escándalo sexual a la vieja usanza. Gente sorprendida con los pantalones bajados.

—Algo un poco más serio que eso, Zé. Se trata de una revista de negocios para toda la península Ibérica, y no un semanario sensacionalista para peluquerías.

—Haberlo dicho. Si lo hubiese sabido…

—¿Qué?

—Habría sugerido un hombre de negocios con los pantalones bajados.

—En la revista que yo publique no va a salir nadie con los pantalones bajados.

—Entonces tal vez tengas problemas de tirada porque eso, que yo sepa, es lo único que interesa a la gente de un tiempo a esta parte.

—Me estás deprimiendo.

—Entonces bebamos por el auge de la frivolidad.

Eran cerca de las 21:00 y aún había luz; los días se alargaban y el tiempo se iba quedando corto. Entre los apartamentos que rodean la estación de Paço de Arcos aullaba una sirena, y unos hombres corrían hacia el edificio de los Bombeiros Voluntarios. Unos instantes después se precipitaron a la calle dos camiones de bomberos que me dejaron la impresión de que nunca nada se detiene. Ya no quedan espacios en blanco para colorearlos a placer.

Vacilé a la altura de la esquina, planteándome una cerveza con Antonio Borrego. Era antes de lo que había esperado. Me sentía demasiado cansado para cenar con Luisa, pero había vuelto a la vida en el viaje de vuelta. Antes necesitaba una ducha. Al entrar en casa supe que no estaba solo. La gata estaba sentada en una silla de la cocina, a oscuras, con las zarpas y la cola limpiamente recogidas. Al verme cerró sus ojos amarillos y la abandoné a su meditación sobre la caza de aquella noche.

Subí las escaleras, me detuve al llegar arriba y me pareció oír un apagadísimo gimoteo. No había luces encendidas. Recorrí el tramo de alfombra que me separaba de la habitación de Olivia y abrí la puerta, para encontrarme de cara con sus ojos desorbitados y una boca que empezaba apenas a abrirse en una mueca de horror. Sacudí la cabeza y retrocedí pero la imagen no se apartaba de mi mente. Estaba tumbada boca arriba, con las piernas desnudas enroscadas en torno a la caja torácica de Carlos y los tobillos cruzados sobre sus nalgas. Él pendía sobre ella, desnudo y tieso como un tablón sobre los brazos extendidos. Volvió la cara de golpe. Cerré de un portazo y di dos pasos atrás como si me hubieran abofeteado.

Y después, como si me hubieran abofeteado, enfurecí. Estaba tan enfadado que me latían los globos oculares. Extendí hacia el picaporte una mano que palpitaba al ritmo de la sangre que me recorría el antebrazo, y entonces se oyeron unos golpes estruendosos en la puerta de entrada. Aferré el picaporte y noté que lo cogían del otro lado. El aporreamiento en la entrada no cesaba. Pensé en los bomberos, buscando una extraña vinculación.

Bajé las escaleras a la carrera. La gata había dejado la silla de la cocina. Abrí la entrada. Había un hombre al que conocía, pero no en este contexto, con otros seis detrás y al fondo una furgoneta.

—¿Inácio? —dije, con la mano extendida y el cerebro ya hecho añicos.

—Lo siento, inspector —replicó, despreciando la mano tendida—. Estoy aquí por trabajo.

—¿Trabajo de Narcóticos? ¿Aquí? —pregunté, mientras detrás de mí se oían pasos en las escaleras.

—Correcto —respondió—. Sigo en Narcóticos.

—Pero has dicho que esto era por trabajo. No entiendo…

—Hemos venido a registrar la casa —anunció, y me enseñó una orden que no me molesté en leer—. ¿Conoces a un pescador de por aquí que se llama Faustinho Trindade?

—Conozco a Faustinho —reconocí, y entonces sí que repasé la orden—. Era…

—Es un conocido narcotraficante. Le vieron entrar en esta casa. Te vieron salir con él para ir al club náutico.

—Registra la casa, Inácio. Registra la casa. Tómate tu tiempo —le indiqué.

Inácio entró en el vestíbulo y repartió instrucciones entre sus hombres. Dos fueron a la furgoneta y volvieron con grandes cajas de herramientas. Olivia y Carlos se cruzaron con ellos mientras bajaban las escaleras. Inácio nos conminó a entrar en la cocina. Nos sentamos los tres en torno a la mesa bajo la vigilancia de un agente, mientras los demás ponían la casa patas arriba. Olivia entabló contacto visual directo conmigo.

—¿Quiénes son estos tíos? —me preguntó en inglés.

—Agentes de Narcóticos. Están registrando la casa. Si tienes algo en tu habitación será mejor que me lo digas ahora.

—No tengo nada —dijo sin parpadear.

—¿Estás segura?

—Segurísima.

Sólo entonces cobré conciencia de cada glóbulo de mi sangre y cada plaqueta de mis venas. Mi estómago entró en caída libre. La bolsa de hierba de mi buhardilla.

Carlos parecía un perro que lamentara haberse comido un trozo de carne enmohecida de la basura. Arriba se oyó un estentóreo crujido. Le pregunte al agente qué sucedía.

—Las tablas del suelo, me imagino —respondió—. Vacíen los bolsillos sobre la mesa.

Vaciamos los bolsillos. El de Carlos, observé, contenía 4000 escudos, algo de calderilla, cuatro condones, cosa de la que me alegraba, un bolígrafo, su carné de identidad y su tarjeta de la Polícia Judiciária.

—No sabía que fueses poli —dijo el agente con la vista puesta en la tarjeta de Carlos—. ¿Sois novios?

Nadie dijo nada. El agente se encogió de hombros. Recogió el carné de Olivia y comparó la fecha de nacimiento con la de Carlos.

—A lo mejor no —comentó.

Estuvieron en la casa cuarenta minutos. No encontraron nada. Inácio se disculpó y esa vez sí me estrechó la mano, que estaba empapada de sudor. Se fueron. Me quedé a oscuras en la entrada y miré hacia la cocina iluminada. Olivia y Carlos estaban juntos de pie como protagonistas de una película que hubiesen sobrevivido a un huracán. Señalé a Carlos con el dedo.

—Ahora puedes irte —dije—. ¡Vete! ¡Sal de aquí! ¡Qué te vayas, hostia!

Vino hasta mí y se deslizó por la puerta. Por mi parte no tenía nada que decirle a mi niñita. Nada que decirle a mi hija. Subí los escalones de uno en uno hasta llegar a la buhardilla. Encendí la lámpara de la mesa. Me senté frente al escritorio. Abrí el cajón. Ni bolsa de hierba, ni papeles. Saqué la foto de mi difunta esposa, que estaba boca arriba, esto es, no como la había dejado. Cerré el cajón. Puse la fotografía sobre la mesa de cara a mí. Me sentía traicionado, deshonrado, desvalijado, con mi mundo tan revuelto que me veía reducido a la única constante: la imperturbable imagen de mi esposa muerta.

Pasaron treinta minutos y tres barcos en la noche.

Apareció Olivia reflejada en los cristales oscuros de la ventana.

—Tu bolsa de hierba está fuera, en la buganvilla, y los papeles también.

—¿Has estado aquí antes? —dije, cansado, vacío ya de furia.

—Después de clase, sólo para mirar a mamá —confesó—. Aunque yo no le hablo, como tú.

—Uno cree que un año es mucho tiempo, pero no lo es —dije.

—El otro día me senté aquí y me pregunté cómo sería estar con ella otra vez, si querría estar con ella otra vez.

—¿No querrías?

—Nunca he dejado de pensar: «Esto a mamá le interesará, tengo que contárselo al llegar a casa» —explicó—. Y entonces llego a casa, y no hay nadie ni va a haber nadie nunca. Nunca jamás. Y es entonces cuando la echo de menos. Querría que volviera, pero tendría que ser como antes. Esta brecha, este año sin ella lo ha cambiado todo.

Asentí de modo un tanto exagerado, como un borracho. Me encendí un cigarrillo y Olivia me lo arrebató. Encendí otro y jugueteé con el cenicero de concha de lata.

—La ausencia es como una herida de metralla —dije—, en la que el fragmento de metal se ha enquistado en un punto al que los cirujanos no se atreven a llegar, así que deciden dejarlo. Al principio duele, duele horrores, tanto que uno se maravilla de poder vivir con ello. Pero después la piel crece en derredor hasta que ya no duele. No como antes. Pero de vez en cuando se sienten esas punzadas cuando uno menos se lo espera, y uno se da cuenta de que aquello está allí y siempre lo estará. Forma parte de uno. Un punto fijo y duro en el interior.

Me besó en la coronilla. Le pasé un brazo por las caderas. Devolví la foto al cajón.

—He conocido a alguien —confesé.

—Lo sé.

—¿Ah, sí?

—Aquella historia del teléfono el domingo. El olor que traías cuando volviste y… tal vez no lo sepas, pero estás más contento.

—No estoy seguro de cómo hacerlo… esto de intimar con alguien otra vez.

—¿Cómo es?

—Aún no te lo sabría decir —reconocí—. Hasta ahora ha sido una cosa descontrolada. Es diferente de tu madre, pero también se le parece en lo más importante. Es buena persona, una persona cabal. Alguien en quien confiar.

Me acarició la cabeza.

—Como Carlos —dijo.

Me resistí a responder, pero no lo negué.

—Estoy enfadado con él, no te lo negaré. Si no hubiese aparecido Inácio…

—¿Por qué?

—Sabe lo que se hace. Está al tanto de tu vulnerabilidad. Sabe que te lleva diez años. Sabe incluso que va contra la ley. Te conoció el domingo por la mañana y para el martes por la noche ya está en la cama contigo… Abusó…

—No sabía lo que se hacía. Ya le he hablado de mamá. ¿Qué son diez años? La ley es estúpida. ¿Y qué? Mamá me dijo que vosotros ya os acostabais una semana después de conoceros y yo sabía que lo ansiaba más que cualquier otra cosa en mi vida. Y eso es lo que hice. No me sedujo él. No abusó ni un pelo. Él… tiene algo. Tiene algo de lo que carecen todos esos pijines con los que voy a clase.

—¿Qué? ¿Qué tiene él…? —pregunté y atajé justo a tiempo la segunda mitad de la frase: «que yo no tenga».

—De eso se trata, papá —dijo ella, pasándome una mano por el pelo.

—¿De qué? Estás siendo tan críptica como lo era tu madre.

—No lo sé… pero quiero saberlo. La emoción de esa conexión mental, recuerda.