CAPÍTULO XXXII

Martes, 16 de junio de 199_, Polícia Judiciária, Saldanha, Lisboa

Aquella mañana en la oficina se vivía un ajetreo del que yo no formaba parte. La secretaria de Narciso me esperaba en el pasillo y me condujo sin dilación a su encuentro pero, por supuesto, mi superior estaba ocupado y los cinco minutos prometidos por la secretaria se convirtieron en veinte. No hubo manera de que me dejara marchar.

A las 08:30 estaba frente a Narciso al otro lado de su escritorio. Él también estaba de pie, con la silla empotrada contra la pared y las manos bien separadas y aferradas al borde de la mesa como si fuera a volcármela encima. Las emociones hacían acto de presencia en su cara en muy raras ocasiones, pero aquella mañana se intuía una: furia. No del tipo eruptivo y volcánico, sino más bien de la variedad gélida y penetrante.

—Todavía no he visto su informe revisado.

—No he tenido ocasión de sentarme a mi escritorio esta mañana.

—Tampoco he visto el informe sobre lo que pasó ayer.

—Por el mismo motivo, senhor engenheiro.

—Pero sí que he oído cosas —añadió—, sobre que usted y el agente Pinto se pusieron en peligro y que todas las pruebas fueron destruidas en un incendio.

—Fue una desgracia.

—¿Qué le han dicho los bomberos?

—Aún no he…

—He escuchado una entrevista grabada con el sospechoso que evidencia una incompetencia tan palmaria que no puedo por menos que creer que ninguno de los dos estaba por la labor como sería de esperar.

—Estamos por la labor al cien por cien, senhor engenheiro.

—¿A qué hora se fue ayer del edificio?

—Cerca de las cuatro y cuarto estábamos investigando en las colas del autobús de la Avenida Duque de Ávila, que es donde vieron a la chica por última vez, metiéndose en…

—Y no volvió a la oficina.

—Envié al agente Pinto…

—¿Y adónde fue usted?

—No tenía nada más…

—Le vieron entrar en una finca de aquí al lado, en la Rúa Actor Taborda.

—Es donde vive la profesora de la víctima.

—¿Cuánto tiempo pasó con ella?

Silencio.

—No le oigo, inspector.

—Cuatro horas.

—¡Cuatro horas! ¿Y de qué tenían que hablar durante cuatro horas?

—La estoy viendo a título personal, señor.

Narciso apenas vaciló un instante. Lo tenía todo planeado de cabo a rabo.

—¿Se hace una idea de la presión a la que estoy sometido? —preguntó.

—Estoy seguro de que es considerable.

—Me pidió que me asegurara de que el inspector Abílio Gomes se enterase de dónde estaba el doctor Aquilino Oliveira a la hora de la muerte de su esposa.

—Era una idea, nada más.

—Estaba cenando en la residencia particular del ministro de Administración Interna.

Cerré la boca. La coyuntura no era propicia para mis observaciones sobre la amistad entre el abogado y el ministro. Narciso dejó caer la cabeza y contempló la superficie de su escritorio.

—Voy a relevarle del caso —me informó en tono pausado—. A partir de ahora lo llevará Abílio Gomes. Quiero que usted se acerque a la Alcántara para investigar la aparición de un cadáver en un contenedor de la parte de atrás del Muelle Uno.

—Pero senhor engenheiro Narciso, no ha…

—No está en situación de defender su profesionalidad en el caso de Catarina Sousa Oliveira. «Policía se lía con la testigo» —declamó, trazando con la mano el hipotético titular de portada del Correio da Manha—. Ahora coja al agente Pinto y vayan a la Alcántara.

Estuve un rato en mi despacho mordisqueándome las uñas. Carlos me había dejado una nota con el teléfono de Lourenço Gonçalves y una dirección de la Avenida Almirante Reis. Hice un intento con el número mientras recapacitaba sobre el motivo de que Narciso me hubiera alabado la mañana anterior por buscar en la dirección equivocada y veinticuatro horas después me dejara al margen cuando acababa de dar con algo. No lo cogieron. Carlos entró y se sentó sobre la mesa. Colgué.

—Tenemos un problema —anunció.

—Lo sé.

—Tráfico no quiere pasarme la información.

—Estamos fuera del caso.

—¿Acaso lo saben ellos? —preguntó, desplomándose sobre la silla.

—A lo mejor —dije, y descolgué el teléfono.

Llamé a uno de mis amigos de Tráfico que me hacía favores de tanto en cuando. Me hizo esperar. Cinco minutos después me informó de que el ordenador se había estropeado. Colgué.

—Tenemos entre manos un problema interno —sentencié.

De pronto Carlos parecía desconcertado, desprevenido como un niño que hubiera perdido a sus padres en la playa. Le hice una reseña de mi conversación con Narciso.

—¿Qué significa eso?

—Significa que, mientras que antes nadábamos cerca de la orilla, ahora de repente la marea nos ha arrastrado más allá de la plataforma continental y tenemos bajo los pies diez brazas de aguas frías y tenebrosas.

Carlos se inclinó hacia mí, serio como una lápida.

—¿De qué está hablando?

—Ya no lo sé.

En el puerto de la Alcántara hacía calor y humedad, y el cuerpo del contenedor ya estaba lo bastante pasado para que la gente se tapara la cara con pañuelos. El fotógrafo ya había llegado y partido y la patóloga, una mujer a la que no conocía, pugnaba por ajustarse unos guantes quirúrgicos. Le eché un vistazo rápido al cuerpo, que era el de un varón de unos dieciocho años de piel morena y pelo negro ondulado, sin un gramo de grasa, que llevaba tan sólo unos escuetos calzoncillos burdeos con un careto sonriente sobre la zona de los genitales. Le palpé los pies. Blandos. El asesino le había robado los zapatos, o bien se había encargado alguien después. La patóloga se puso a mi lado.

—Un par de camareros estaban acabando de limpiar el club —me informó—. Vaciaron la basura a las cinco en punto y a las siete, cuando cerraron y se fueron por la puerta de atrás, el cuerpo ya estaba allí. También me dijeron que se trata de un conocido chapero. ¿Puedo desplazar el cuerpo?

Le indiqué que adelante con la cabeza. Era rápida y concienzuda. Le di a Carlos unas cuantas indicaciones sobre lo que tenía que hacer y esperamos al informe inicial de la patóloga.

—Bien. Causa de la muerte —empezó ella—: Grave hemorragia cerebral causada por golpes brutales y múltiples en la parte superior, posterior y lateral de la cabeza. El asesino lo quería muerto sin vuelta de hoja. Le haré un análisis de sangre de VIH, eso podría ser un motivo. Le eché un vistazo rápido al recto y había estado trabajando. Seré más exhaustiva cuando lo haya examinado en mi laboratorio.

Dejé a Carlos con su libreta y su siniestra recopilación de información y caminé hasta la estación de tren de la Alcántara. Volví a llamar a mi amigo de Tráfico mientras esperaba el tren.

—¿Todavía está estropeado tu ordenador?

—Lo siento, Zé —respondió.

—¿Significa eso que va a estar estropeado siempre que llame?

—No lo sé.

Llamé a casa del abogado y lo cogió la doncella. Le dije que quería hablar con ella. Me informó de que estaba sola en casa.

Me subí al tren de Cascáis y a las 10:00 ya me encaminaba hacia la casa del abogado por el pueblo viejo. Toqué al timbre. Abrió la doncella pero detrás de ella por el pasillo venía el doctor Aquilino Oliveira.

—Gracias, Mariana —dijo, y le ordenó que nos trajera café. Se quedó de pie junto a su escritorio en el estudio. Yo tampoco me senté.

—No le esperaba, inspector —comenzó—. Llamé a su oficina y me dijeron que lo habían apartado del caso. Me pasaron con el inspector Abílio Gomes. No tiene tanto calibre como usted, desde luego, pero sin duda es competente. ¿En qué puedo ayudarle?

—Vine a darle mi más sentido pésame. Por su esposa. Resulta difícil creer lo que ha tenido que soportar en las últimas cuarenta y ocho horas.

Tomó asiento con parsimonia. Sus ojos no se apartaron de mi cara.

—Gracias, inspector Coelho —dijo—. No creía que los policías pudieran permitirse verse afectados.

—Es una de mis debilidades, aunque posiblemente sea también un punto fuerte.

—¿Es eso lo que le motiva, inspector?

—Sí —reconocí—, eso… y que aún tengo fe en la santidad de la verdad.

—Debe de ser usted un hombre solitario, inspector —replicó, lo cual me cogió desprevenido.

—También está el misterio —añadí, disimulando mi incomodidad—. Los humanos necesitan del misterio.

—Hable por usted.

—Sí, tal vez los abogados y el misterio no casan.

—Bueno, nos encanta mistificar, o eso es lo que me dicen mis clientes.

Mariana trajo el café. Lo sirvió. Esperamos.

—Su mujer vino a verme la noche antes de morir, senhor doutor. ¿Lo sabía?

Sus ojos se alzaron del café, parpadeantes pero cargados de electricidad, para penetrar el interior de mi cabeza.

—Ya había tratado de quitarse la vida antes, inspector. ¿Sabía usted eso?

—¿Cuántas veces?

—Mire en el hospital del pueblo. Allí ya le habían lavado el estómago dos veces. La primera, Mariana la encontró justo a tiempo. La segunda, fui yo. El verano pasado.

—¿A qué atribuye usted esos intentos?

—No soy psiquiatra. Desconozco cómo opera la neurosis en la mente humana. No entiendo de desequilibrios químicos y ese tipo de cosas.

—La neurosis suele ser el resultado de un trauma original que la víctima trata de reprimir.

—Eso suena bien, inspector. ¿De dónde lo ha sacado?

—Mi difunta esposa estaba interesada en las obras de Carl Jung —contesté—. ¿Sabía usted de algo que pudiera haber…?

—¿Le di…? ¿Qué le dijo mi mujer esa noche?

—Me dijo que su matrimonio no había funcionado desde el principio. Yo pensé que quince años era mucho tiempo para una relación que no funcionaba. Ella parecía tenerle miedo a la vez que dependía de usted. Su pequeño ejercicio de humillación al comienzo de la investigación lo confirmaba.

—¿Y no le parece que a mí me humillaba que estuviese liada con un crío diez años más joven que ella, inspector? —espetó, rápido y furibundo, casi en un susurro.

—¿Cuándo se enteró de lo del amante?

—No me acuerdo.

—¿El verano pasado, tal vez?

—Sí, sí… fue el verano pasado.

—¿Cómo?

—Descubrí la factura de una camisa de una tienda en la que yo no compro.

—¿Se la echó en cara?

—Me mantuve ojo avizor. Al fin y al cabo la camisa podría haber sido de su hermano. Yo sabía que no, pero mi profesión exige que me asegure.

—Entonces, ¿cómo se lo echó en cara?

La pregunta le sobresaltó. Intentó camuflar su reacción mediante un elaborado cambio de postura. Le arrancó de sopetón a la conversación todo lo que tenía de amable. Había rozado la verdad con el dedo para descubrirla afilada como una navaja. Su temperatura superficial descendió con rapidez por debajo de cero.

—Todo esto carece de importancia para la investigación de la muerte de mi hija, inspector. Sobre todo ahora que ya no trabaja en el caso.

—Pensaba que estábamos charlando, nada más.

Se encorvó para beber un sorbo de café. Sacó un purito de la caja que tenía sobre la mesa. Me ofreció uno. Lo rechacé y me encendí uno de mis cigarrillos. Fumó y se desarrugó. Mi pregunta me quemaba por dentro.

—Me estaba contando lo que le dijo mi mujer esa noche —prosiguió.

—Me contó cosas, cosas muy importantes, sin explicármelas, y yo estaba muy cansado después de una larga jornada. Me contó que su matrimonio jamás había funcionado pero no por qué. Me contó que es usted un hombre poderoso que hace extensible su poder a las relaciones íntimas pero no me dijo cómo. Realizó una acusación muy grave pero no ofreció ninguna prueba que la apoyara. No fue…

—… una conversación con alguien en sus cabales —concluyó él.

—Me pareció que había indicios de verdad.

—¿Cuál era esa acusación tan grave?

—Me dijo que usted abusaba sexualmente de Catarina.

—¿Se lo creyó?

—No aportó pruebas…

—Pero ¿se lo creyó?

—Investigo homicidios, senhor doutor. La gente me miente, y no sólo en ocasiones, me mienten constantemente. Yo escucho. Comparo. Profundizo. Examino las pruebas. Encuentro testigos. Y si tengo suerte reúno los suficientes hechos, hechos, para sacar algo en claro. Pero de algo puede estar seguro, senhor doutor: si alguien me cuenta algo, no me lo creo en el acto. Si lo hiciera, podríamos vaciar nuestras cárceles de todos esos inocentes y reconvertirlas en pomadas.

—¿Qué le dijo usted?

Ante eso se me encogieron las tripas. Un recuerdo que reconcomía. Una responsabilidad que pinchaba.

—Le dije que actuara con mucha precaución, que se procurase un abogado y que le serían de ayuda algunas pruebas.

Dio unas chupadas a su cigarro: el abogado al acecho del punto débil.

—Buen consejo —reconoció—. ¿Le dijo que usted no era la persona más indicada a la que consultar, que si…?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué cree que acudió a usted, inspector?

No respondí.

—¿Cree que trataba de influenciarle, quizá? ¿Su actitud de cara a mí, por ejemplo?

Seguí sin responder y el abogado bordeó la mesa para acercárseme.

—A lo mejor ofreció como prueba la promiscuidad de nuestra hija, su total desprecio por cualquier tipo de moralidad sexual, producto ¿de qué? De una confusión. El hombre, en cuyo amor incondicional ella confiaba por completo, se aprovechó de su inocencia… Sí. Me imagino que eso funcionaría. Eso serviría de trauma y la promiscuidad de neurosis. ¿Estoy en lo cierto? ¿Fue ése el razonamiento de mi esposa?

La presión de la inteligencia de aquel hombre, su rapacidad, poseía la intensidad bullente de un banco de pirañas en el acto de reducir a una persona a su esqueleto a base de mordiscos. «¿Por qué te casaste con ella? —pensé—. ¿Por qué se casó ella contigo? ¿Por qué permanecisteis juntos?».

—Estoy en lo cierto —sentenció, derrumbándose de nuevo en la silla—. Lo sé.

Apagó su purito con saña, hasta que se sintió observado. Me puse en pie, molesto y confuso, evaporada mi iniciativa. Abrí la puerta para marcharme, sin tener respuesta para mi pregunta y sin peso todavía para plantearla.

—Existen dos formas de abuso de menores, senhor doutor —dije—. El que sale en la prensa es el abuso sexual. Es más ultrajante. Pero el otro tipo puede resultar igual de brutal.

—¿Y cuál es?

—Negar el amor.

Salí al pasillo, cerré la puerta y después volví a abrirla.

—Me olvidaba, senhor doutor. ¿Tiene otro coche, además del Morgan? Me imagino que ése es su coche para divertirse y que también tendrá otro más formal.

—Un Mercedes.

—¿Era ése el coche que conducía su mujer el domingo por la noche?

—En efecto.

Esperé en los jardines públicos de delante de casa del abogado a que saliera Mariana, la doncella, lo cual sucedió al mediodía. La seguí. Se trataba de una mujer bajita y rolliza que no pasaría mucho del metro y medio. Su cabellera morena y oscura se rizaba como una aureola en torno a su cabeza. Era el tipo de persona de la que se puede uno fiar por completo con sólo ponerle la vista encima, el tipo de mujer que, tal vez, el doctor Oliveira no se merecía tener a su servicio. La alcancé en una inclinada calle de adoquines, y se sobresaltó.

—¿Podemos hablar un momento? —pregunté.

No quería.

—Caminemos —invité, y me bajé a la calzada para dejarle la angosta acera a la sombra—. Está enfadada.

Asintió.

—¿Dona Oliveira era buena persona?

—Sí que lo era —confirmó—. Una persona desgraciada, pero buena.

—¿Seguirá trabajando para el doctor Oliveira?

No respondió. Sus tacones bajos traqueteaban sobre los adoquines.

—¿Catarina era buena persona, Mariana?

—Llevo nueve años trabajando para el doctor Oliveira. Hace el mismo tiempo que conozco a Catarina, todos los fines de semana y todos los veranos durante nueve años, inspector… y no, no era buena persona, pero no era culpa suya.

—¿Ni siquiera a los seis años?

—Conozco bien la infelicidad, inspector. La de los ricos no es muy diferente de la de los pobres. Mi marido bebe. Eso le cambia y hace infelices a mis hijos. Pero al menos, cuando está sobrio, todavía quiere a sus niños.

—¿Y el doctor Oliveira no?

No respondió. No era capaz de llegar a decir tal cosa.

Dona Oliveira trató de darle a esa niña todo el amor que tenía, pero Catarina no lo quería. Odiaba a su madre y, ¿sabe lo más raro?: habría hecho cualquier cosa por su padre.

Dona Oliveira vino a verme la noche antes de morir.

Mariana se persignó rápidamente.

—Me dijo que el doctor Oliveira abusaba sexualmente de Catarina.

Marina resbaló sobre los adoquines. La sujeté. Retrocedió contra una pared y se quedó inmóvil, consternada.

Dona Oliveria me dijo que usted corroboraría esa acusación —seguí—. ¿Es cierto, Mariana?

Tragó saliva con fuerza y sacudió la cabeza. La calle brillaba, tórrida y vacía. El cielo enfrentaba un azul intenso al destello encalado de los muros. La brisa marina transportaba el olor de las comidas. Mariana me miraba como si la amenazara con un cuchillo. Se sacudió del hombro una mancha de cal.

—No me habría podido quedar en esa casa —dijo.

Quería dejarlo así, pero no supe resistirme a hacer la pregunta que no me había visto con ánimo de plantear a ninguno de los Oliveira.

—¿De quién era hija, Mariana?

—¿Quién? —preguntó, perpleja.

—Catarina.

—No le entiendo.

Me paré en ese punto. Pasó un coche por la calle, sacudiendo los adoquines con las llantas. Me situé detrás de Mariana y la seguí hasta la calle principal y el frescor de los árboles. Me despedí a las puertas del supermercado, pero con una última pregunta fácil. Mariana sintió alivio al contarme que la amiga de Teresa Oliveira era una inglesa llamada Lucy Marques y darme una dirección de Sao João do Estoril.

Cogí el tren que llevaba por la Linha hasta Sao João y me alejé del mar y la estación a lo largo de casi un kilómetro, hasta que me encontré delante de una casa de estilo tradicional pero reciente construcción con verja de entrada, avenida circular y unos anchos escalones que conducían a un pórtico. Me olía a dinero, pero no el suficiente para lo auténtico. Me presenté al interfono y a la cámara de la entrada, que se abrió mediante un dispositivo electrónico. Sobre el tejado de la casa destacaba una gran parabólica blanca.

Una fornida doncella caboverdiana me llevó a través de suelos embaldosados de mármol blanco hasta un salón del que surgían los sonidos de una telenovela inglesa. Lucy Marques estaba sentada en el sofá con los pies en alto, acunando un mando y un vaso ancho de lo que resultó ser un gintonic muy cargado. Junto a ella, en el suelo, había una pila de números de la revista Hello! Apagó la televisión.

—No pienso hablar más el dichoso portugués —dijo, ahuyentándome con abanicazos de la mano—, así que si no habla en gintonic puede perderse ya mismo.

—Mi gintonic es bastante fluido —afirmé.

—¿De verdad? Entonces páseme un piti.

—¿Un qué?

—Suspendido a la primera, inspector. Un pitillo. Una varita de cáncer. Un puto cigarrillo, por el amor de Dios… Están en la pitillera de encima de la mesa.

Cogió dos cigarrillos de la pitillera y se puso uno detrás de la oreja. Le encendí el de la boca.

—Sírvase —invitó—. Tómese una copa. Haga lo que tenga que hacer. Parece un poco más espabilado que Gumbo Gomes. Vaya un personaje deprimente.

—Abílio…

—Hábil yo de no ver a Abílio —dijo, y se partió de risa ante su propia locura.

Le asigné a Lucy Marques unos cincuenta y tantos a partir del dorso de sus manos, aunque la cara y el cuerpo parecían habérsele detenido en torno a los treinta y ocho, todo un logro vista su dieta. Llevaba téjanos blancos y una camiseta con motivos náuticos.

—¿Podemos hablar de Teresa Oliveira?

—Sólo si me acompaña con una copa. Gintonic. Ese es el idioma que hemos acordado.

Me serví uno flojo y me encendí un cigarrillo.

—Teresa, Teresa, Teresa —suspiró, y apuró su bebida—. Menudo lío.

—Yo investigaba la muerte de su hija.

—¿La investigaba?

—Me apartaron. Política interna. Ahora lo lleva Gumbo Gomes.

—Gumbo Gomes. Es exactamente el tipo de portugués que detesto. Tan serio. Tan soleeeeeemne. No tendría chispa ni aunque le ofrecieran un cóctel molotov y una cerilla.

—Señora Marques. Lo siento, ¿podemos…?

—Claro, la ginebra me hace desvariar. Teresa. No. Catarina. Sí, bueno, no me sorprende que acabase mal. Ésa era lo que se dice un pendón. ¿Sabe lo que es un pendón, inspector?

—Me lo imagino.

—Una intrigantilla ligona y marrana —dijo, y se acomodó en el sofá, preparándose para sacar los trapos sucios—. Sabe que Teresa tenía un amante el año pasado.

—Paulo Branco.

—Exacto.

—Y que pilló a Catarina en la cama con él.

—Fue un poco más explícito que encontrárselos bajo las sábanas, inspector Coelho. Nalgas batientes, tobillos por las orejas… Todo el cotarro, se lo aseguro. Semanas después Teresa todavía se mareaba cuando pensaba en ello.

—Entiendo que Catarina la llamó a casa para que los pillase con las manos en la masa.

—Está bien informado. Deben de gustarle los chismorreos, inspector.

—Estuve casado con una inglesa.

—¡Uy que malo, que malo!

—Usted se ha metido con los portugueses.

—Uno a uno —dijo, chupándose el dedo y señalando el marcador en el aire.

—¿El amante, señora Marques?

—Ah, sí. Teresa estaba convencida de que fue él quien se lo metió a Catarina en la cabeza.

—¿Quién?

—Que Aquilino se lo metió en la cabeza. Lo de descubrir al amante y después llevárselo a la cama.

—Dios mío —exclamé—, ¿cómo llegó a pensar eso?

—Bueno, yo le dije: «Cariño, estás paranoica», pero ella me contó que un día había arrinconado a Catarina y se lo había echado en cara, y ¿qué respondió Catarina? «No tendrías que acostarte con otros hombres». Una familia encantadora, ¿eh?

—¿Por qué Teresa no dejó a su marido?

—Los portugueses y sus contratos matrimoniales —dijo Lucy Marques con una sacudida de cabeza—. El acuerdo de Aquilino y Teresa era… ¿cómo llaman a esos acuerdos en los que ambas partes lo meten todo en el mismo saco?

Communhão total de bens.

—Eso es. Teresa acudió a él sin apenas un escudo que acompañase su nombre. Recuerde que trabajaba para él. Era todo de Aquilino. Él no pensaba divorciarse de ella para que se quedase la mitad de su pastel, que es lo que le hubiera correspondido…

—Pero…

—Exacto. Estaba loco por ella. Dejó a su primera mujer por ella y ésa sí que estaba forrada… dinero y nombre.

—Entonces, ¿qué pasó?

—Algo, justo al principio, no sé el qué. Teresa nunca lo comentaba. Y créame, lo intenté —afirmó, dando palmaditas a los Hello!—. Éstos hubiesen pagado una pasta por ello, puede estar seguro.

De repente no tenía nada claro hasta qué punto me gustaba Lucy Marques.

—Teresa vino aquí el sábado por la noche.

—Durmió aquí, inspector.

—Antes fue a verme a mí. Me contó que Aquilino había abusado sexualmente de Catarina.

—Siempre me decía que era impotente, y no sé cómo lo sabía porque también me explicó que no se habían vuelto a acostar desde que nació Catarina. Así que deduzca lo que quiera, inspector.

—¿Qué hizo Teresa el domingo?

—Debió de tomarse una pastilla para dormir elefantes porque no se levantó hasta el mediodía. Yo estaba preocupada por ella y por la mañana comprobé varias veces si respiraba. Se fue a la una en punto diciendo que iba a comer fuera, y no volví a verla.

—Tenía un Mercedes, ¿de qué color era?

—Negro.

—¿El modelo, la serie?

—Ni idea.

—¿La matrícula?

—Puede que le parezca una vieja borrachina patética, inspector Coelho, pero tengo mejores cosas que hacer con mi tiempo que recordar las matrículas de mis amigas. De todas formas, Gumbo Gomes tiene el coche, pregúnteselo a él.

Cogí el tren de vuelta a Lisboa preguntándome si eso era todo. La madre que mataba a su hija. No lo veía. No lo sentía. Contemplé el mar, hipnotizado por las olas que rompían contra la giba de un banco de arena en mitad del estuario, y pensé en los Oliveira, en sus esperanzas idas a pique, su familia desmembrada y muerta… ¿por qué? Porque todo había ido mal desde el principio.

No me bajé en Alcántara. Desde el tren se veía que la escena del crimen del Muelle Uno estaba desierta. Para cuando llegué a Cais do Sodré ya era la hora de comer. Empecé a cruzar las vías del tranvía de la Avenida 24 de Julho para ir a un restaurante que había junto al mercado. Se acercaba uno de los nuevos tranvías, una zumbona babosa electrónica efervescente de 7Up. La multitud que esperaba en torno a mí para cruzar pareció contraerse y estallar como una burbuja. Alguien me dio un empujón por la espalda. Me caí de la acera, me cedió el tobillo y mi rodilla se estrelló contra el asfalto. Mis dedos toparon con las cintas plateadas de vía que centelleaban ante la llegada del tranvía. La vida se frenó. Un ruido atronaba. Por mi retina iban desfilando caras. Una chica de pelo moreno y rizado, delgada como un alambre, extendió la mano, no para ayudar sino para señalar. Un hombre corpulento de barriga inmensa y antebrazos de luchador dio un paso adelante y retrocedió. La cara de la mujer que tenía al lado presentaba unas cejas perfiladas que le desaparecían por las arrugas de la frente; abrió la boca y surgió un extraño y distante alarido. El tramo de película que corría por mi cabeza se salió del carrete. Por el hueco se abrieron paso la luz y un color oscuro. Mis músculos recuperaron la movilidad. Rodé. Rechinó el metal. Un siseo hidráulico. Aparté los dedos de los raíles de plata. Una rueda de acero pasó entre chirridos.

Miraba el cielo a través del entramado de cables que me separaba de él y de repente todo parecía sencillo después de las complejidades de la vida. Sobre mí se cernían terrazas de caras. Alguien me tomó la mano, que estaba fría, y la frotó hasta insuflarle calor. Debía de sonreír como un idiota porque todo el mundo me devolvía la sonrisa. Aquél no había sido el día. Me senté. La gente me ayudó a ponerme en pie. Una mujer me sacudió la ropa. Alguien me dijo que había tenido suerte. Respondí que lo sabía y rompí a reír y todos se carcajearon conmigo, como si ellos también se hubiesen librado por un pelo. Me encontré arrastrado hasta un restaurante con tres o cuatro personas que se sentaron conmigo a una mesa larga y le contaron al resto de comensales que había estado a punto de convertirme en una rodaja de limón debajo del tranvía de 7Up.

Después de comer, todavía aturdido, decidí que era más seguro viajar en metro. Esperé bien alejado de las vías en la parada de Cais do Sodré. El metro llegaba hasta Anjos y subí las escaleras que daban a la Avenida Almirante Reis. Fue allí donde descubrí que el día se había recalentado hasta los 35 º. Fue allí donde me sentí extraño y frío por dentro. Fue allí donde vomité mi comida y me di cuenta de que ya no estaba tan a salvo como antes.