24 de abril de 1974, rúa do Ouro, Baixa, Lisboa
Joaquim Abrantes estaba de pie a oscuras frente a la ventana abierta; era tarde, cerca de la medianoche. Su mujer, Pica, descansaba tumbada en el diván y jugueteaba con el dial de la radio, tratando de dar con algún entretenimiento que no pusiera frenético a su marido. La radio ya había estado a punto de acabar en la calle una vez, cuando había topado con una emisora extranjera donde los Rolling Stones cantaban Angie a un volumen repentinamente altísimo.
—¡Apágala! —le había gritado—. Oigo ese tipo de música… y me parece que es el fin del mundo.
—¿Qué hacemos aquí, de todas formas? —había preguntado ella, molesta—. ¿Por qué no nos vamos a casa, a Lapa, y nos relajamos? Siempre te pones así cuando estás cerca de tu trabajo.
—Estoy preocupado —había reconocido él, sin aclarar nada más.
Pica se decidió por una emisora local llamada Radio Renascença. Reconoció la voz de José Vasconcelos, con el que había coincidido un par de veces cuando estaba en el negocio. Abrantes volvió a gruñir. No le gustaba la música. Perturbaba su funcionamiento interno. Fumó de uno de los cuatro cigarrillos que tenía encendidos en diversos ceniceros por la habitación.
—Y a continuación —presentó la voz queda de la radio—: Zeca Afonso canta Grândola, vila morena…
—No sé de qué tienes que preocuparte.
—Estoy preocupado —repitió Abrantes, apagando una colilla en otro cenicero, del que recogió un cigarrillo encendido— porque va a pasar algo.
—¿Va a pasar algo? —preguntó Pica, con burlona sorpresa—. No pasa nada. Nunca pasa nada.
—Manuel me dijo que pensaba que estaba a punto de pasar algo.
—¿Qué sabrá él? —exclamó Pica, a quien nunca le había caído bien Manuel.
—Es inspector de la PIDE. Si no lo sabe él, no lo sabe nadie. Voy a llamarle.
—Es medianoche pasada, Joaquim.
—Apaga esa radio —ordenó Abrantes, que ya había oído la letra—. Ese Zeca Afonso es un comunista.
Marcó el número de Manuel. Pica jugó con el volumen, bajándolo.
—Es un comunista —repitió Abrantes hacia el techo— y no voy a tolerarlo en mi casa. Ahora, apágala.
Escuchó el teléfono. Los tonos se repetían sin interrupción. Pica apagó la radio.
—Estará en la cama, que es adonde me voy yo —anunció.
Abrantes no le hizo caso. Fue hasta la ventana con el teléfono en la mano, colgó y marcó otro número, pero no le dieron línea.
Cuatro hombres ocupaban un coche al lado mismo del Parque Eduardo VII, en pleno centro de Lisboa. Se trataba de un comandante, dos capitanes y un teniente. En el asiento de delante el capitán sostenía sobre las rodillas una radio que todos contemplaban sin apenas oírla. El comandante se recostó en su asiento y consultó su reloj a la luz de las farolas. El teniente bostezaba nervioso.
—Y a continuación —anunció la voz queda de José Vasconcelos en la radio—: Zeca Afonso canta Grândola, vila morena…
Por un momento los cuatro contuvieron el aliento hasta que Zeca Afonso empezó a cantar. El capitán se volvió en su asiento para encarar al comandante.
—Ha empezado, señor —dijo, y el comandante asintió.
Recorrieron dos manzanas hasta un edificio de cuatro pisos y aparcaron. Salieron y cada uno se sacó una pistola del bolsillo. Entraron en el edificio, que lucía una pequeña placa en el exterior: Radio Clube Portugués.
Manuel Abrantes dormía al volante de su Peugeot 504. La rueda delantera derecha topó con un bache y despertó para descubrir que el coche se deslizaba por encima de la hierba. Dio un volantazo a la izquierda y el coche volvió a aposentarse sobre el asfalto. Frenó y tomó aire en breves y rápidas bocanadas hasta que el miedo desapareció. Bajó la ventanilla y tragó el aire gélido del exterior. Tanteó el asiento de al lado y encontró su maletín. Lo abrió y sacó un fichero, su propio dossier personal de la central de la PIDE /DGS de la Rúa Antonio Maria Cardoso. Volvió a meterlo. Todo iba como era de esperar. La cabezadita temerosa que acababa de echar al volante no era más que eso. Se aflojó los pantalones, que estaban clavándosele en la barriga, y se sorprendió con un sonoro e involuntario pedo. Su estómago aún estaba sublevado. Arrancó el coche y empezó de nuevo a avanzar, ya más calmado.
—¿Dónde estoy? —preguntó en voz alta como si en el asiento de atrás llevase a un pasajero que fuese a inclinarse hacia delante para responderle.
Al final de una larga recta de la carretera se cernía un cartel. Aferró el volante con fuerza y parpadeó hasta ahuyentar el sueño. Madrid 120 km.
Un Zé Coelho de dieciocho años bebía bagaço barato en una tasca alicatada de blanco del centro del Bairro Alto con tres de sus compañeros de clase cuando el dueño bajó con estrépito por las escaleras que llevaban a su casa del piso de arriba.
—Algo pasa —anunció, pasmado y sin aliento—. Estaba escuchando la radio… unos oficiales del ejército se metieron en el programa. Ahora sólo ponen música sin parar.
—Si tienes ganas de irte a la cama —dijo Zé—, no hace falta que te inventes un golpe de estado.
—Voy en serio.
Los siete clientes del bar miraron al dueño durante unos segundos hasta que todos estuvieron convencidos de su seriedad. Se levantaron como un solo hombre y salieron a la calle. Zé Coelho se pasó el pelo, que le llegaba hasta los hombros, por encima del cuello de piel de lobo de su capote alentejano de lana, que le llegaba hasta los pies, y empezaron a correr por la callejuela adoquinada hacia la plaza de más abajo.
No estaban solos. En la Praça de Luis de Camões se estaba congregando una multitud, y las palabras «golpe» y «revolución» rebotaban contra la estatua del centro de la plaza. Después de quince minutos el crescendo de la emoción alcanzó su nota más alta con un grito de marcha contra la central de la PIDE /DGS de la Rúa Antonio Maria Cardoso. Embocaron la calle por el Largo do Chiado y coincidieron con otra masa de personas procedente de la Rúa Vitor Cordón.
Más allá del arco de la entrada y los altos muros, las puertas del edificio estaban cerradas y la fachada a oscuras, pero el tenue resplandor que asomaba a las ventanas le indicaba a la muchedumbre que en algún punto de la construcción había luces encendidas. Aporrearon las puertas entre berridos incoherentes. Zé aguardaba en medio de la calle, con el puño en alto, gritando «¡Revolución!», e, inclinado a dar un paso de más, «Que les corten la cabeza».
En el piso más alto del edificio se abrieron las ventanas y unas siluetas oscuras se asomaron a la calle. Cuatro disparos resquebrajaron el aire de la noche. La multitud se separó en ambas direcciones de la calle entre gritos y alaridos. Les siguieron más disparos. Sus botas atronaban contra los adoquines. Zé volvió a remontar la colina y se cayó entre una confusión de piernas que le rodeaban en todas direcciones. Rodó por el suelo y, calle abajo, oyó unos espantosos sonidos procedentes de la garganta de un hombre que estaba frente al edificio de la PIDE. Volvió a mirar la parte de arriba del edificio pero no vio nada. Se agazapó y recorrió la calle a la carrera, cogió al herido por el cuello de su chaqueta y lo arrastró colina arriba. Cuando estuvo a salvo se volvió y se inclinó sobre el hombre que se asfixiaba. Sus dedos dieron con la tibieza viscosa de una herida en el cuello.
Joaquim Abrantes había dormido muy mal. Se despertó a las seis, aturdido y malhumorado, como si se hubiese pasado de copas el día anterior. Trató de llamar a sus hijos, pero seguía sin poder encontrar línea. Abrió la ventana y contempló la calle vacía. Algo iba mal. La calle no debería estar vacía. Olisqueó el aire: era diferente, como el primer asomo de la primavera después de un largo invierno, excepto que ya se encontraban en mitad de la primavera. Un joven con los ojos desorbitados pasó por la calle a toda prisa procedente del elevador que llevaba al Chiado. Alzó el puño y gritó a la calle vacía:
—¡¡Se acabó!!
Recorrió la calle a la carrera en dirección al Rossio.
Sonaban bocinas y un tenue bullir de parloteo y canciones. Abrantes se asomó más por la ventana. No andaba equivocado. La gente cantaba por la calle.
—Esto es malo —se dijo a sí mismo, y volvió al teléfono a grandes zancadas.
—¿Qué es malo? —preguntó Pica, de pie en la puerta del dormitorio en su salto de cama de seda roja.
—Todavía no lo sé, pero suena mal. La gente canta por la calle.
—¿Cantan? —preguntó Pica, encantada e intrigada a la vez por que algo estuviera pasando en realidad—. Bah, bueno, aunque haya habido de verdad un golpe…
—¡¡Un golpe!! —aulló Abrantes—. No lo entiendes, ¿verdad? Esto no es un golpe, es una revolución. Han llegado los comunistas.
—¿Y qué? —dijo ella, alejándose del marco con un encogimiento de hombros—. ¿Qué te preocupa? La mitad de tu dinero está en Zúrich, la otra mitad en Sao Paulo. Hasta el oro está fuera del país…
—No hables del oro —gruñó Abrantes con un meneo del dedo—. Ni siquiera pronuncies la palabra «oro». Ese oro no existe. Nunca existió. Nunca hubo ningún oro. ¡¿Lo entiendes?!
—Perfectamente —dijo Pica, y volvió al dormitorio con un portazo.
Abrantes se puso la chaqueta, salió a la calle y caminó hacia el Terreiro do Paço y el río. La Praga do Comercio estaba llena de soldados, pero todos se reían y bromeaban entre ellos. Abrantes avanzó entre la tropa, anonadado.
Poco antes de las 8:00 apareció una columna de tanques del cuartel del 7.º de Caballería. Abrantes se situó bajo los soportales del norte de la plaza.
—Ahora veremos —le dijo a un soldado, que lo miró de arriba abajo como si fuera un Neanderthal.
La columna de tanques se detuvo. Se abrió la torreta del que encabezaba la marcha. Un capitán de los de a pie dio un paso adelante. El teniente del tanque le habló a gritos. Su voz sonaba nítida en la fresca mañana y el silencio absoluto de la plaza.
—Tengo órdenes de abrir fuego sobre ustedes —anunció el teniente, y los soldados de la plaza se agitaron, intranquilos—, pero lo que de verdad me apetece es reír.
Cesó el agitamiento y un murmullo recorrió la plaza.
—Entonces, adelante —invitó el capitán.
Los soldados de la plaza rompieron en vítores. El teniente levantó la mano, separó los dedos y señaló la columna que tenía detrás. El capitán mandó una sección al quinto tanque y cuatro hombres se encaramaron al blindado. Se abrió la torreta y un fogoso coronel asomó la cabeza para encontrarse frente a frente con cuatro cañones de rifle.
En el río Tajo, el buque de la armada Almirante Gago Coutinho paró máquinas frente a la Praga do Comercio con los cañones apuntados al corazón de la ciudad. La tropa y los tanques de la plaza observaban en silencio, preparados para la primera andanada. Transcurrieron varios minutos. Del barco no escapaba ni un sonido. Los cañones no se movían. No hubo señal alguna hasta que uno por uno los cañones se apartaron de la ciudad y apuntaron hacia la orilla derecha del Tajo. A ojos de los artilleros fue como si hubiese emprendido el vuelo una bandada de palomas cuando millares de gorras lanzadas al aire se unieron al griterío ensordecedor de la Praça do Comercio. Joaquim Abrantes se volvió y emprendió el camino de la Rúa do Ouro.
Zé Coelho no llegó a casa hasta las 10:00. Él y sus amigos se habían llevado al herido al hospital y las enfermeras de la Urgencia, al ver sus ropas manchadas de sangre, lo habían apartado y se habían negado a dejarle partir hasta que lo hubo visto un médico, lo cual llevó algo de tiempo. Lo lavaron lo mejor que pudieron pero el cuello de lobo estaba profusa e irrevocablemente manchado por la sangre del cuello de aquel hombre. Le abrió la puerta su madre y lanzó un grito que sacó a su padre del dormitorio. Su hermana le cogió la chaqueta y fue a prepararle un baño. Sonó el teléfono. Su padre cogió la llamada. Zé y su madre observaron en silencio mientras el coronel hablaba con calma y solemnidad, con la vista puesta en el suelo para no cruzarse con ninguna mirada. Colgó el pesado auricular de baquelita. La hermana de Zé apareció en la puerta.
—El general Spínola —dijo, impostando un tono grave y quedo para transmitir toda la importancia de la ocasión— me ha pedido que me presente en el cuartel del Largo do Carmo. El primer ministro Caetano está allí con su gabinete y me han pedido que les convenza de que permitan que el general Spínola acepte la rendición incondicional del gobierno.
—¿Estabas al tanto de esto? —preguntó su mujer, con la voz tomada por el miedo y el estupor ante las terroríficas consecuencias para ella y sus hijos, de haber salido el golpe de otro modo menos satisfactorio.
—No, y tampoco el general. Al parecer fueron los oficiales inferiores los que organizaron el golpe, pero el general sabe que Caetano no se les rendirá a ellos. El primer ministro no desea que el poder caiga en manos de la chusma.
—Se refiere a los comunistas —apostilló Zé.
—¿Y tú qué has estado haciendo? —preguntó el coronel, dedicándole al hijo ensangrentado su mirada de águila.
—Estaba delante de la central de la PIDE cuando abrieron fuego sobre nosotros. Hirieron a unas cuantas personas y nos llevamos a una al hospital.
La madre de Zé tuvo que sentarse.
—El general ha dicho que no hubo víctimas.
—Bueno, pues dile de mi parte cuando lo veas que en la Rúa Antonio Maria Cardoso cayó más de uno.
—¿Llevaron a alguien más al hospital mientras estabas allí?
—Me encerraron en una habitación para que no me fuera.
El coronel asintió, con la frente fruncida pero una sonrisa en los labios para su hijo.
—Ahora quédate aquí y cuida de tu madre —ordenó; tiró de su hija hacia él y le dio un beso en la cabeza—. Nadie saldrá de este piso hasta que yo diga que es seguro.
—Ya lo verás —dijo Zé, con ganas de picar a su padre—, están todos bailando por la calle.
—Mi hijo… el comunista —dijo el coronel, sacudiendo la cabeza.
A las 12:30 el guarda acudió a la celda de Felsen en el penal de Caxias con una bandeja de comida. La dejó en la cama. El ruido del resto del presidio, que había sonado durante toda la mañana, no amainaba. Los políticos iban por su quincuagésima interpretación de la tonada antifascista Venham mais cinco y hacía mucho que los guardas habían cejado en su empeño de hacerlos callar.
—¿Algo que tenga que saber? —preguntó Felsen.
—Nada que te afecte —dijo el guarda.
—Sólo comentaba el particular ambiente que se respira hoy en el penal.
—Puede que algunos de nuestros amigos salgan pronto.
—¿Ah, sí? ¿Cómo es eso?
—Una revolución de nada, eso es todo. Como te he dicho, nada que te afecte.
—Gracias —dijo Felsen.
—De nada —dijo el guardia.
El doctor Aquilino Oliveira tendría que haberse sentido feliz al seguir a la enfermera por el pasillo del ala de maternidad del Hospital Sao José. Le habían anunciado que su cuarto hijo era un varón de 3,7 kilos rebosante de salud. La enfermera parloteaba con él por encima del hombro a medida que se abría camino por las puertas batientes. No parecía necesitar respuesta alguna de su parte para seguir sin parar.
—… cuatro muertos y tres heridos. Eso es lo que me han dicho los de la Urgencia, sólo cuatro. No se lo pueden creer. Yo no me lo puedo creer. Hay tanques en el Terreiro do Paço y el Largo do Carmo pero no hacen nada. Sólo están ahí. Los soldados han rodeado a los agentes de la PIDE pero no para castigarlos… ya me entiende… sólo por su propia protección. Los soldados. Yo no lo he visto… pero dicen que los soldados han metido claveles rojos en sus rifles para que la gente sepa, imagínese, para que sepan que no los llevan para disparar a nadie. Están allí para liberarlos. Sólo cuatro muertos en una noche como ésa, con tanques por la calle y acorazados en el Tajo. ¿No le parece sencillamente increíble, senhor doutor? A mí me parece increíble. ¿Sabe, senhor doutor?, jamás en mi vida pensé que podría decir esto, pero estoy orgullosa. Estoy orgullosa de ser portuguesa.
Abrió la puerta de la sala de maternidad e hizo pasar al abogado. Su mujer compartía la habitación con otras seis, aislada por una pantalla. Sus zapatos resbalaban por el suelo extremadamente abrillantado, y tuvo que agarrarse a una cama para evitar caerse.
—Vaya con ojo —dijo la enfermera, cuyas suelas de goma chirriaban sobre las baldosas.
Se asomó detrás de la pantalla. Su mujer estaba incorporada en la cama, preocupada.
—¿Estás bien? —preguntó ella.
—Casi patina y se cae al suelo —explicó la enfermera—. Les tengo dicho que no lo abrillanten tanto. Para nosotras no es problema, pero cualquiera que entra con suelas de cuero… lo pasa mal. ¿Ya saben cómo le van a llamar?
—Todavía no.
—Bueno, no tendrán muchos problemas para acordarse de su cumpleaños.
Ana Rosa Pinto estaba con su madre en la cocina. Se cogían de las manos y lloraban, y miraban a Carlos, con sus tres años, que jugaba en el suelo. Había empezado el día molesta porque no le dejaron subirse al ferry que cruzaba el río para llevar a Carlos al médico, con el que tenía hora en Lisboa. Después le habían señalado el Almirante Gago Coutinho con los cañones en alto y había vuelto a casa, asustada, a esperar noticias.
A última hora de la mañana su padre había acudido a la primera reunión declarada del Partido Comunista Portugués en los muelles de Cacilhas, en la orilla sur del Tajo. Ana Rosa y su madre esperaban que volviese con las nuevas de la liberación de los presos políticos de Caxias.
El pequeño Carlos no había visto nunca a su padre. Su madre estaba de seis meses cuando la GNR hizo una redada en una reunión sindical del puerto y se llevaron a su padre al otro lado del río para interrogarlo. Apenas dos semanas después del nacimiento de Carlos, Ana Rosa oyó que se habían llevado a su marido al penal de Caxias para cumplir una pena de cinco años por actividades políticas ilegales.
Esperaron todo el día, hasta que el atardecer se convirtió en noche y sonó una llamada a la puerta del piso. Ana Rosa soltó la mano de su madre y fue a abrir. Un chico le dio un mensaje y salió a la carrera sin esperar. Lo leyó y las lágrimas que se habían secado con el paso del día volvieron a asomar.
—¿Qué dice? —preguntó su madre.
—Han cruzado en barco. Se está juntando una multitud en el Rossio. Van a marchar contra el penal de Caxias esta noche.
A las 03:00 de la madrugada del 26 de abril abrieron la puerta de la celda de Antonio Borrego en el penal de Caxias. El guarda no dijo nada, ni siquiera se asomó a la puerta, se limitó a avanzar hasta la siguiente celda y abrirla a su vez. Antonio salió a la tenue luz del pasillo. Otros hombres hacían lo mismo. Había vítores y abrazos. Antonio se abrió paso entre ellos y bajó al trote los tres tramos de escalera que llevaban al patio. Allí había otros cincuenta y pico presos que observaban ansiosos las puertas del penal. Atravesó el patio a la carrera hasta el bloque de la enfermería y subió los escalones de dos en dos. Tuvo que recuperar el aliento al llegar arriba; estaba menos en forma de lo que pensaba.
En la enfermería había tres hombres. Dos dormían y el tercero, Alexandre Saraiva, estaba sentado en el borde de la cama, tratando de ponerse los calcetines aunque sólo lograba toser. Antonio le quitó los calcetines a su amigo y se los puso. Encontró las botas, encajó los pies de Alex en el interior y se las ató. Alex escupió en la bandeja metálica de la mesita e inspeccionó la flema.
—Aún hay sangre —anunció a nadie en particular—. ¿Has venido para llevarme a casa?
—Así es —dijo Antonio.
—¿Quién pagará el taxi?
—Iremos a pie.
—No sé si lo conseguiré. Casi me mata vestirme, joder.
—Lo conseguirás.
Antonio se pasó el brazo de Alex por la nuca. Se levantaron. Enganchó el pulgar en la cintura de los pantalones de Alex. Bajaron las escaleras hasta el patio. Ya había más de cien personas. Les llegaba el rumor de la masa que clamaba al otro lado de las puertas. Se gritaban nombres que se perdían en el estruendo. Antonio apoyó a Alex contra el muro y lo sostuvo fácilmente con una mano en su pecho.
Las puertas se abrieron al pandemónium de la ingente multitud que había acudido desde Lisboa en trenes gratuitos. Los presos salieron parpadeantes ante los flashes de las cámaras en busca de caras que les sonaran de algo.
Antonio esperó a que se vaciase el patio antes de proporcionar a Alex a una libertad que ninguno de los dos había conocido en nueve años. Bordearon la euforia y bajaron por la colina hasta Caxias. No tuvieron que ir muy lejos. Consiguieron un viaje gratis a Paço de Arcos de un taxista lloroso.
El taxi los dejó en el bar de Alex, junto a los jardines públicos. El cartel de azulejos de la pared seguía allí. Mostraba un dibujo en contornos azules del faro de Búgio y debajo ponía O Farol. Alex dio unos golpecitos en la ventana iluminada de la casa de al lado. Respondió una mujer que sonaba a vieja y cansada.
—Soy yo, dona Emilia —anunció Alex.
Una mujer desdentada y vestida de negro abrió la puerta y escrutó la oscuridad con ojos que ya no eran lo que fueron. Distinguió a Alex, le agarró la cara con dedos torcidos y sarmentosos y le besó en las dos mejillas, una y otra vez y en cada ocasión con más fuerza, como si pretendiese devolverle a la existencia a base de besos. Se sacó la llave del bar del bolsillo del delantal como si llevara nueve años preparada para ese momento. Les trajo velas de la cocina.
Alex abrió la puerta del bar y Antonio lo sentó en una silla metálica junto a una mesa de madera, a oscuras. Encendieron las velas.
—Detrás de la barra tendría que quedar algo —dijo Alex—. Delicioso y añejo, a estas alturas.
Antonio encontró una botella de aguardiente y un par de vasos polvorientos que limpió a soplidos. Vertió el pálido líquido amarillo. Brindaron por la libertad y el alcohol provocó en Alex un acceso de tos.
—Mañana iremos al notario —dijo Alex.
—¿Para qué?
—Quiero asegurarme de que cuando me vaya tú te quedarás con este sitio.
—Eh, homen, no hables así.
—Hay una condición.
—Mira, olvídalo, estás…
—Sirve otro trago y escúchame —lo atajó Alex.
—Te escucho.
—Tienes que cambiar el nombre del bar por el de A Bandeira Vermelha. Así nadie se olvidará.
El 2 de mayo de 1974, Joaquim Abrantes, Pedro, Manuel y Pica comían en un pequeño restaurante del centro de Madrid. Habían acordado que Manuel volaría a Sao Paulo, Brasil, para abrir una sucursal del Banco de Océano e Rocha. Joaquim y Pedro iban a ir a Lausana para estar al tanto de la situación política de Portugal desde allá. Pica quería saber por qué no podían hacerlo desde París, pero nadie le prestaba atención.
El 3 de mayo de 1974, en el mismo momento en que el vuelo que llevaba a Manuel Abrantes de Madrid a Buenos Aires sobrevolaba la costa occidental africana, treinta y seis exagentes de la PIDE /DGS se ponían a disposición del nuevo régimen para controlar el tráfico y matricular vehículos.