Lunes, 15 de junio de 199_, Avenida Duque de Ávila, Saldanha, Lisboa
Sobre las 07:00 de la mañana estaba lavado, torpemente afeitado y recién peinado frente al Liceu D. Dinis, en la esquina de Duque de Ávila con República, disfrutando del fresco de la mañana. Me había despertado a las 05:00 de la madrugada con el ferviente deseo de encontrarme en mis vacaciones de verano, sin nada en que pensar más que la elección de un libro, un lugar de la playa y la comida. Las fotos de Catarina Oliveira que llevaba en el bolsillo me devolvieron a la realidad de sopetón. Iba a trabajar en las calles que rodeaban el instituto para ver si descubría algo relacionado con la historia del coche oscuro de Jamie Gallacher.
Me tomé una bica en la Pastelaria Sequeira de la esquina de enfrente del edificio art nouveau del instituto y me pregunté si me sentía afortunado. Después de un fin de semana como aquél no podía ser de otra manera, y dicho y hecho, no saqué nada del personal de la pastelaria. Volví al Café Bella Italia, cuyo camarero había visto a Catarina tomarse un café después de lo de la Pensão Nuno. No se trataba del camarero del sábado, pero me indicó a una mujer sentada junto a la ventana.
—Es su primer turno —dijo—. Mañana, mediodía y tarde. En ese tramo de acera no pasa nada sin que ella se entere.
Hablé con ella. La piel de su cara era como papel crepé. Llevaba guantes blancos con un solo botón en la muñeca, un vestido azul muy plisado y robustos zapatos de cuero blanco y tacón bajo. Asintió al ver la foto de la chica. La había visto con un hombre que se ajustaba a la descripción de Jamie Gallacher.
—No estaban contentos —dijo, y devolvió la foto.
A cincuenta metros calle abajo de la Bella Italia se encontraba el semáforo donde la Avenida 5.º de Outubro atravesaba Duque de Ávila. Era el punto en el que Jamie Gallacher había visto a Catarina entrar en el coche. El cruce estaba rodeado de fincas de pisos y oficinas. Era un lugar de trabajo. A aquella hora de la tarde debía de haber habido mucha gente en la calle de camino al fin de semana. Me dirigí a la parada de autobús de enfrente de la Bella Italia. A medida que la hora se acercaba a las 8:00 iba llegando más gente. Si Gallacher había pegado a la chica, alguien de los que esperaban el autobús en ese lado de la calle lo habría visto.
Organizar a los portugueses no es tarea fácil, incluso cuando son de una misma familia y van a comer, pero cuando salen del autobús de camino al trabajo se convierten en una estampida de ganado. Pero ese día estaba de suerte, y también Jamie Gallacher. Di con una ejecutiva de marketing de veinticinco años que trabajaba para una compañía internacional de ordenadores en 5.º de Outubro. Le había visto pegar a la chica y alejarse por Duque de Ávila. Había visto frenar a tres coches en el semáforo. El primero era pequeño y plateado, el segundo grande y oscuro y el tercero blanco. El conductor del segundo coche, apenas visible tras los cristales tintados, se asomó por encima del otro asiento para gritar algo por la ventana. La chica se bajó de la acera y hablaron un momento. El semáforo se puso verde, el coche plateado arrancó y la chica se subió al asiento del pasajero. El coche cruzó la Avenida 5.º de Outubro y tomó la dirección del Museo Gulbenkian y el complejo del Museo de Arte Moderno.
—¿Vio la marca del coche?
—Casi todo el tiempo miraba a la chica —dijo ella—. Había visto como aquél la abofeteaba y si se hubiese ido detrás de ella habría hecho algo, pero no hizo más que dejarse caer encima de un coche y disparar la alarma.
—El coche al que se subió la chica, ¿parecía caro?
—Estaba nuevo. Los cristales eran tintados. Es todo lo que puedo decirle. Pruebe a hablar con mi compañero, que estaba conmigo. Es un tío, sabrá decirle cosas del coche.
El compañero de la mujer se acordaba del coche.
—Sin duda —dijo—, era un Mercedes negro.
—Si le envío unos cuantos folletos de Mercedes, ¿se ve capaz de darme una serie y un modelo?
Alzó las cejas.
Anoté sus teléfonos y regresé al edificio de la Policía Judiciária. Tomé un pequeño desvío para recorrer la Rúa Actor Taborda y echar un vistazo a la ventana de Luisa. Sabía que no estaba pero quería disfrutar de sentirme joven y estúpido. Sólo tuve éxito en una de las dos cosas.
Fui al departamento de personal del edificio de la PJ para seguir la pista que Jorge me había dado sobre el detective privado que husmeaba en torno a Catarina en la Pensão Nuno. Le pregunté a uno de los veteranos si sabía de algún policía retirado que en la actualidad trabajase en el sector privado. Me dio una lista de seis nombres.
—¿Conoces de vista a algunos de estos tíos?
—A la mayoría. Si no los he visto en carne y hueso he visto sus fotos.
—Bajo, fornido, pelo cano, sin barba ni bigote, ojos marrones… Lleva un sombrero negro con ala que nunca se quita.
—Lourenço Gonçalves. Era calvo y tenía una marca roja en la cocorota, por eso nunca se quitaba el sombrero.
—¿Tienes algún número donde encontrarlo?
Me dijo que buscase en la guía y me dio el nombre completo.
Subí a mi despacho. Carlos tenía la orden de registro para el garaje de Valentim. Lo mandé a que consiguiera los folletos de Mercedes y se los llevase a la empresa informática. Hice que subieran a Jamie Gallacher de los tacos. Llamé al piso de Lourenço Gonçalves en Benfica. No me contestaron.
Le apreté las clavijas a Gallacher para que me diera más información sobre el coche. Estaba en un estado penoso, pero aliviado y ansioso por ayudar. Cuando vi que la invención empezaba a juguetear por detrás de sus ojos lo mandé de vuelta al calabozo.
Me senté y, en una hora y media, escribí un informe de seis páginas sobre la investigación. Carlos volvió cuando estaba a punto de terminarlo y me dijo que habían identificado el coche como un serie C. Rematé el informe, reuní las declaraciones y se lo envié todo a Narciso. Volví a llamar a Gonçalves. Tampoco hubo respuesta. Debía de tener una oficina. Lo dejé por el momento.
Sobre las 11:30 estaba sentado delante de Narciso, que fumaba sus SG Gigantes y hojeaba mi informe como si tuviera algún valor. Caminó hasta la ventana. Era un hombre bajito y cuarentón que dedicaba tantos cuidados a su apariencia que uno pensaría que estaba a punto de salir por la televisión en cualquier momento. A pesar de la humedad siempre lograba que la camisa no se le pegara a la espalda, y los pliegues de las mangas jamás dejaban de ser afilados como cuchillas. Parecía más poderoso y sereno que cualquier otro policía del edificio.
—¿Cómo le va con el agente Pinto? —preguntó, algo que yo ya había olvidado.
—No hay problema con el agente Pinto, será un buen detective.
—Responda a la pregunta, ¿quiere, inspector?
—No le cae bien a nadie, ya lo sé.
—¿Y a usted?
—No tengo ningún problema con él.
—He oído que el sábado por la noche hubo una pelea al otro lado de la calle. Su mano, tiene un corte en la mano.
—¿Acaso ésa no ha sido su primera pelea?
—Me sorprende oír que le cae bien, eso es todo.
—Tiene una personalidad difícil, pero eso no me molesta.
Narciso volvió hacia mí su hermosa cara de facciones regulares. Se había oscurecido un par de tonalidades con el soleado fin de semana, pero eso no la había caldeado: estaba frío y tranquilo, como siempre.
—Lo único que me preocupa de su informe es esa acusación falaz de la senhora Oliveira sobre abuso de menores.
—Deduzco que no ha presentado una denuncia.
—No, no lo ha hecho. Murió ayer.
Silencio. El aire acondicionado me llegaba a la médula.
—Lo dice como si hubiera sido por causas naturales.
Sacudió la cabeza.
—Sobredosis —aclaró—. La encontraron en su coche, aparcado en una calle de São João do Estoril, a unos trescientos metros de la casa de una amiga con la que había pasado la noche.
—Una mujer considerada —dije; más culpa para encorcovarme la espalda.
—Lo estamos investigando.
—¿Quién?
—El inspector Abílio Gomes.
—Dígale que se asegure de que el doctor Aquilino Dias Oliveira puede responder de cada minuto de su sábado por la noche.
—Lo que nos devuelve a su informe.
—Se refiere a la acusación.
—Una acusación dirigida a la persona equivocada de modo informal y sin ninguna prueba que la apoye, por parte de una mujer inestable con un historial de dependencia a los barbitúricos.
—¿Ha dicho algo la doncella?
—No, que yo sepa.
—¿No cree que merece ser incluido en el informe?
—Fue un buen día de trabajo, inspector. Veamos qué sale del garaje de Valentim Almeida. Querré ver su informe sobre eso y la entrevista que después tenga con él.
Cogí a Carlos, firmé para llevarme un coche del parque móvil y nos fuimos en dirección norte, hacia Odivelas. Estuvimos atrapados en un atasco en Campo Grande durante media hora. Le conté lo de Teresa Oliveira y guardamos silencio durante unos minutos. Las bocinas sonaban con indiferencia. De las adyacentes ventanillas tintadas se escapaba un estruendo de música tecno.
—Tiene razón respecto de Olivia —dijo, al ver que íbamos detrás de una furgoneta con ese nombre escrito en la parte de atrás.
—¿Ahora hablamos de mi hija?
—Es diferente.
—Mitad portuguesa, tres cuartos inglesa —dije yo—. ¿Qué le contó?
—Me habló de un chico del instituto que tiene un Range Rover.
—No parece propio de ella que eso la impresione.
—Y no estaba impresionada. A eso iba: es diferente. Me preguntó a qué creía que podía aspirar un chaval de diecisiete años con un Range Rover.
—Una pregunta de examen; ¿qué respondió?
—Le dije que a lo mejor así quedaba libre para aspirar a cosas más elevadas que las riquezas materiales.
—¿Se lo tragó?
—No —reconoció Carlos—. Creía que ya estaba corrompido. Estuvo bien. Por una vez me encontré discutiendo conmigo mismo.
—Eso le gusta —le dije, y desvié la mirada hacia su cara, que observaba con determinación por el parabrisas—. Las ideas, la discusión, la agresión intelectual… es algo que rara vez encuentra en las chicas de su edad. ¿Cómo la calificaría?
Me gané su atención.
—¿Una cría con redaños? —pregunté.
El atascó se empezó a disolver. Las vértebras de serpiente metálica se estiraron. Se alejó la música tecno de detrás del cristal tintado. Otras cosas rondaban por la cabeza de Carlos.
—Estuvo allí dentro mucho tiempo —dijo.
—¿De qué estamos hablando ahora?
—Con Narciso —aclaró—. ¿No hablaron de nada más, sólo del suicidio de la senhora Oliveira?
—Y de su acusación contra su marido.
—¿Nada más sobre la investigación en general? —añadió a la defensiva.
—También quería saber cómo nos llevamos.
Carlos se aferró con más fuerza al coche.
—Supongo que se había enterado de la pelea —dijo.
—Por lo que parece no es la primera en la que se mete en jaleos.
—Una vez me peleé con Fernandes, de Estupefacientes.
—No conozco a Fernandes —dije—. ¿Qué pasó?
—Fernandes es un cerdo —afirmó, con la cabeza inclinada hacia el parabrisas—. Tenía una movida con unos cuantos chulos y sus chicas. Quiso iniciarme en su rollete, y yo me negué. Me pidió si me iban más los niños pequeños y le pegué.
—Debe tratar de alargar un poco esa mecha tan corta que tiene, ¿sabe?
—Además me pasé. Le solté un puñetazo en el gaznate y no se levantó del suelo en quince minutos. Al día siguiente me apartaron de él.
—Me alegro de que no llegáramos tan lejos.
—Yo jamás le habría pegado. Tenía todo el derecho del mundo a estar enfadado. Cuando le conté a mi padre lo que había pasado faltó un pelo para que me zurrara él mismo.
—Parece buena persona.
—Es un alentejano duro y orgulloso que aún come rabo y orejas de cerdo por Navidad.
—¿Hervidas, o cómo?
—No, no, a la brasa.
—Debe de ser un tipo duro.
Cuando llegamos a los garajes era la hora de comer, y casi todos los demás locales estaban cerrados. Sólo estaba abierta una tienda de neumáticos. Abrimos la puerta pequeña y nos encontramos con un tabique negro y el olor de la muerte.
Las luces no funcionaban. Sacamos linternas de bolsillo. Carlos pasó como pudo junto a unas escaleras de madera y atravesó unas cortinas negras que había debajo. Yo subí por las escaleras. Carlos sintió arcadas cuando el hedor se intensificó. Yo salí a una plataforma que seguía las formas del tejado. Seguía sin dar con la caja de plomos del módulo. Había un caro equipo informático, una cámara de vídeo y una televisión. Siete cabezas de poliestireno con pelucas se alineaban en la pared. A todas les habían quemado los ojos con cigarrillos.
—¡Porra! —exclamó Carlos.
—¿Qué pasa?
—Esa peste. Ya lo he encontrado. Aquí abajo hay unos cuantos pollitos muertos.
—¿Pollitos?
—Eso he dicho, y una serpiente. Una serpiente muy desdichada.
—No me gustan las serpientes. ¿Está enjaulada?
—¿Cree que le hablaría tan tranquilo si no lo estuviera?
—Ahora bajo.
Lo encontré en un decorado de tres paredes. Detrás del escenario había siete pares de zapatos de tacón de aguja, tres vestidos elásticos, una cama, un cofre, un ciclomotor, una lata de gasolina de repuesto y un tablero de herramientas.
—¿Ha visto la herramienta que falta? —preguntó Carlos.
Por la silueta se adivinaba que faltaba un martillo de cabeza pesada y mango corto.
—A ver si encontramos la general.
—Hay una caja al lado de la moto, cerca del suelo.
—Dele y echaremos un vistazo a la «obra» de Valentim.
Carlos pasó por encima del cofre y abrió la caja. Le dio a la general y bajó cuatro interruptores. Se oyó un potente chasquido y se encendieron cuatro luminosos halógenos por encima de nuestras cabezas.
—¡Mierda! —gritó Carlos—. Esto es… ¡Fuera! ¡Salga!
De repente se apagaron las luces del estudio y nos devolvieron a una oscuridad más intensa, excepto que la penumbra no era absoluta. En torno a la caja de fusibles danzaban unas llamas amarillas. Carlos arrolló el ciclomotor. Yo corrí hacia el tabique negro y cargué con el hombro. Se vino abajo y lo arranqué de la pared. Tenía a Carlos a la espalda cuando oí el sordo rumor de la lata de gasolina que se prendía y abrí la puerta tan rápido como pude. Nos lanzamos hacia la zona de aparcamiento seguidos por llamas y humo. Entré en el coche y lo alejé marcha atrás del garaje. Carlos llamó a los bomberos. Me senté sobre el capó a la sombra de los garajes de enfrente y contemple como ardía el 7D. Un Carlos enloquecido, sudoroso y todavía espantado iba de una punta a otra del coche a grandes zancadas.
—Nos tendió una trampa.
—¿Está seguro?
—No, no lo estoy. No tuve tiempo suficiente para comprobar el puto plano del cableado…
—Calma pá, calma.
—Ya ha visto lo que ha pasado.
—Se lo estoy preguntando.
—Le di a los interruptores. El trasto empezó a chisporrotear. Chispas por todas partes. Parecía que había gasolina, olía a gasolina.
—¿Del ciclomotor o una trampa?
—¿Por qué no vamos a preguntárselo?
A las 15:00 estábamos en la sala de interrogatorios con Valentim, que tocaba la guitarra con los ojos cerrados en simulacro de éxtasis. Metí la cinta en la grabadora y le pedí a Valentim que nos diese su nombre, apellidos y dirección. Obedeció sin dejar su práctica guitarrera.
—¿Te gustan las películas? —pregunté.
—¿El cine?
—Rodar con película… ¿o prefieres el vídeo?
—Me gusta la película.
—Pues en tu estudio no vi; sólo vídeo. Supongo que es barato, pero causa mal efecto. Hay que iluminarlo todo o no sale, ése es el problema. La película es más sutil, incluso la de 16 milímetros.
—Pero es cara.
—También hay otros problemas, ¿no es así?
Valentim dejó de tocar la guitarra. Marcaba el ritmo con el dedo sobre la mesa. Esperaba.
—¿Qué otros problemas?
—Hay que revelar la película, editarla, sacar un original, pasarlo a cinta de vídeo y entonces sacar las copias.
—Como le he dicho, resulta caro —asintió.
—Y tampoco es discreto.
—Cierto.
—Pero si se opta por el vídeo, hace falta una considerable inversión inicial. Hay que juntar ¿qué, treinta millones de escudos?
—No tiene ni idea de equipos informáticos, ¿verdad, inspector?
—Cuéntame.
—Ese equipo de edición cuesta un millón de escudos —explicó—. Barato, ¿eh?
—Harían falta muchos meses de trabajo en el McDonald’s para ahorrar todo ese dinero.
—Si uno creyese que ésa es la mejor forma de ganarlo.
—¿Cómo lo hiciste tú?
—Como las personas normales: fui al banco.
—Y no les importó hacer un préstamo a un estudiante.
—Yo no soy policía, inspector Coelho. No siento la necesidad de ser absolutamente honesto respecto de quién soy y a qué me dedico. Los bancos quieren prestar dinero. Les sale por las orejas. Los tipos de interés van a bajar cuando nos unamos al euro. Cumpliré los pagos, ¿qué más les da?
—¿Cuántas películas de Catarina hiciste? —preguntó Carlos.
Silencio.
—No nos obligues a ver toda tu colección.
—No les iba a gustar.
—¿Cómo lo sabes?
—No parecen tener un temperamento muy artístico.
—Limítate a decirnos cuántas películas.
—Tres. Fueron películas mudas. Nada de pornografía. Siento decepcionarlo, agente Pinto.
—Estamos hablando de arte, claro, con pollitos, una serpiente y vestidos elásticos.
—Eche un vistazo. Me interesará su opinión.
—¿De qué iban las tres películas?
—Su cara… mirando a la cámara.
—Suena interesante.
—Tenía una mirada muy especial.
—¿Cómo era?
—Por eso era especial —dijo Valentim, con la vista clavada en mí.
—¿Qué te decía esa mirada?
—Parece que hemos pasado del interrogatorio a la terapia.
Carlos estalló.
—Te voy a enchironar, mamón —dijo sin levantar la voz—. Te voy a enchironar por asesinato.
—Pues lo va a tener crudo, agente Pinto, porque yo no la maté.
—¿Dónde está el martillo?
—¿El martillo?
—El de tus herramientas. No estaba en el tablero.
—Por ahí andará. Vuelvan a buscarlo.
Silencio, mientras Valentim tocaba un solo de batería en la mesa.
—¿Dónde estabas el viernes por la tarde? —preguntó Carlos, que empezaba a ser presa de la desesperación.
—Ya se lo dije.
—Dínoslo otra vez.
—Fui a la Biblioteca Nacional. Me quedé hasta que cerraron, que fue a las siete y media. Vayan a preguntárselo a la bibliotecaria. Discutimos: no quiso dejarme usar el ordenador después de las siete.
—¿Conoces a alguien que tenga un Mercedes serie C negro?
Valentim soltó una carcajada y frunció el ceño.
—Tampoco saqué tanto dinero del banco.
—¿Cómo pagas los plazos?
—Trabajo. Vendo vídeos. Saco dinero.
—¿Pornografía?
—Como he dicho… no tienen temperamento artístico. A lo mejor tiene que ver con su trabajo. Debe de ser bastante aburrido…
Carlos ya tenía el puño cerrado.
—Yo de usted pararía la grabadora, inspector Coelho. El agente Pinto quiere recurrir a métodos policiales más convencionales.
Di por acabado el interrogatorio poco antes de las 16:00. Fui caminando con Carlos hasta Duque de Ávila.
—Está en el ajo —dijo Carlos, aún furioso—. Sé que está en el ajo. Tendríamos que haberle pedido si tendió una trampa en la caja de fusibles… sólo para ver qué cara ponía.
—Me parece que a esas alturas ya nos había humillado lo bastante. Dejaremos que lo bomberos nos proporcionen esa información.
A las 16:25 íbamos enseñando fotos de Catarina por las colas de autobús de los dos lados de la calle. Era publicidad para no cometer crímenes, porque siempre iba a haber alguien en algún sitio que te viera. Cuatro personas vieron entrar a Catarina en el Mercedes negro. Un chico lo recordaba como si fuera una de las mejores escenas de su película favorita. El coche de delante era un Fiat Punto gris metalizado. El Mercedes negro era un serie C200 con motor de gasolina y las letras NT en la matrícula. El coche de detrás era un viejo Renault 12 blanco con el guardabarros trasero oxidado. Y el coche en el que se apoyó Jamie Gallacher era… Le dije que ya nos había dicho más de lo que necesitábamos y tomé nota de su nombre. Envié a Carlos de vuelta a la Polícia Judiciária y le dije que le pasara la información a Tráfico. También le di el nombre de Lourenço Gonçalves y le encargué que encontrara la dirección y número de teléfono de su oficina. Y después hice lo que llevaba el día entero queriendo hacer: fui a mi apartamento favorito de la Rúa Actor Taborda.