16 de julio de 1964, Pensão Isadora, Praça da Alegría, Lisboa
Manuel Abrantes se despertó con una sacudida y fijó la vista en el raído panel central de la estera situada a los pies de la cama. Tenía el bigote lleno de sudor y la cabeza confundida por el alcohol que se había echado a perder en su cerebro. No reconoció la habitación hasta que el olor a perfume barato logró atravesar su espesa pelambre nasal y unos tenues ronquidos a su espalda le refrescaron un poco más la memoria. Miró por encima del hombro en un intento de recordar una cara o un nombre. No consiguió ninguna de las dos cosas. Era joven y regordeta. Estaba tumbada boca arriba con la sábana en torno a la cintura. Sus pechos, muy espaciados, se habían deslizado por sus costillas hasta encajarse bajo las axilas. Tenía una sombra de bigote. Le vino a la mente su acento alentejano.
Abrantes se levantó, se secó el sudor del bigote y le asqueó notar el olor de la chica aún sobre él. Dio con una toalla y recorrió el pasillo hasta el baño. Se duchó bajo un chorrillo de agua tibia de pie en una bañera de hierro colado. Había emergido un leve dolor de cabeza que no le preocupaba y un pene dolorido que sí. Siempre dicen que están limpias, pero…
Se vistió. Su camisa se encontraba en un estado lamentable. El día anterior la temperatura había sido tórrida y había bebido demasiado, lo cual le había hecho sudar el doble. Iba a tener que pasar por la casa familiar de Lapa de camino al trabajo para recoger una camisa limpia. Y también un traje. El de anoche había muerto aplastado. Más parecía un viajante arruinado que un agente de 1ª classe de la Polícia Internacional e de Defesa do Estado (PIDE), y eso sin haber cumplido siquiera los veintidós.
Dejó una moneda sobre la mesita de noche y se fue. Buscó su coche en la Praça da Alegría hasta que recordó haberlo dejado en el Bairro Alto.
En Rúa da Gloria cogió el funicular que remontaba la colina y encontró su coche aparcado en la Rúa Dom Pedro V. Condujo hasta Lapa. La casa estaba en silencio. El resto de su familia andaba de veraneo en el chalé de Estoril. Se afeitó, se duchó, hizo de vientre en abundancia y se puso una muda limpia que transmitió algo de frescor a su pene irritado.
Se enderezó frente al espejo, se sacó la camisa por encima de la panza y después volvió a metérsela sin decidir cómo tenía mejor aspecto. Su intención había sido estar en la mejor forma para el trabajo de aquel día, y ya había empezado mal, aunque hizo propósito de enmienda.
Salió con el coche a la Marginal y a las afueras de la ciudad cayó por primera vez en la cuenta de que el aire estaba más fresco y puro. Después de cinco días de bochorno desconsiderado, el mar volvía a lucir azul, el cielo despejado y las torres gemelas de acero del Ponte Salazar, el nuevo puente colgante que se estaba construyendo de lado a lado del Tajo, destacaban como agujas en la calma chicha del estuario. Los obreros ya ocupaban la descomunal rampa de hormigón, dispuestos a tender el primer cable por encima del río.
Paró en Belém para tomarse un café y un pastel de nata en la Antiga Confeitaria. Se comió tres y se fumó un cigarrillo. Ahora que tenía el cuerpo limpio y el estómago endulzado empezaba a saborear su trabajo. Llevaba dos años y medio en la PIDE y en ningún momento se había arrepentido. Su primer año transcurrió en la central que la PIDE tenía en la Rúa Antonio María Cardoso del lisboeta barrio del Chiado, donde le había demostrado a sus superiores un talento innato para el trabajo. No tuvieron ni que explicarle cómo reclutar informadores. Ya lo sabía. Descubría las debilidades de las personas, insinuaba que la PIDE estaba interesada en sus actividades y después las salvaba del arresto y del temido penal de Caxias al incorporarlas a su red. Le sorprendió descubrir que su arma más importante era el encanto. Se creía privado de él, pero había aprendido más de lo que pensaba de su hermano mayor, Pedro, y ahora que estaba en un mundo nuevo en el que carecía de historia podía valerse de lo que antes se limitara a observar. Era tan simple. El encanto era pura cuestión de pose. Si sonreía, le caía bien a la gente. La sonrisa hacía que brillasen sus ojos azul verdoso de largas pestañas, mientras que su bigote le proporcionaba un aspecto jovial y el pelo ralo le daba un aire de vulnerabilidad que, unido a lo demás, inspiraba confianza a sus congéneres. Jamás cometía el error de despreciar a nadie por ello, porque le alegraba mucho caer bien. De lo que sí se aseguraba era de que sus superiores supiesen que esa fachada cuidadosamente trabajada ocultaba una persistencia implacable, una seriedad inquebrantable y un entusiasmo a prueba de bomba por seguir adelante.
Le pidió al camarero de la Antiga Confeitaria que le hiciese un paquete con seis pastéis de nata. Apagó el cigarrillo, pagó y se dirigió al penal de Caxias.
Durante su primer año en la central de la PIDE había demostrado un talento especial para erradicar la disidencia de la universidad. Había resultado más fácil de lo que pensaba. Su hermano estudiaba en la universidad. Era muy popular. Había amigos suyos en casa constantemente. Manuel escuchaba. Apuntaba nombres y los encajaba en su red. Reclutaba un poco más. Engatusó, amenazó y manipuló hasta que a finales de 1963 tenía recopilados expedientes sobre dos profesores, que jamás volverían a trabajar, y ocho estudiantes, cuyos futuros habían terminado antes incluso de empezar. Impresionó a sus superiores. Su padre quería que erradicase a todos los sindicalistas y comunistas de sus fábricas, y le molestó descubrir que no poseía sobre la institución la influencia a la que se había acostumbrado en cualquier otra parte. Trasladaron a Manuel al centro de interrogatorios del penal de Caxias, donde el Estado Novo encerraba a sus disidentes más redomados y políticamente activos. Eran personas que necesitaban métodos más persuasivos de motivación para ayudar a la PIDE a destapar la red de células comunistas que amenazaban no sólo la estabilidad del gobierno, sino el modo de vida del país en su totalidad.
Los primeros meses en Caxias los consagró a pulir sus habilidades interrogatorias, en parte mediante la práctica pero básicamente observando a hombres más experimentados a través de un falso espejo recién instalado. A Manuel le emocionaba ese espejo nuevo. Le traía recuerdos de su infancia. Le gustaba sentarse cerca de él, con la nariz casi pegada y a veces enfrentado a la cara estampada al otro lado del prisionero. Era un placer exquisito, casi sexual para él, observar sin tapujos, sin que le vieran, la cara destrozada de un hombre al que habían llevado a los límites de su resistencia.
Ésa era otra parte del entrenamiento: el quebrantamiento del preso. El método por excelencia era la combinación de falta de sueño y palizas aleatorias. Habían instalado un equipo de sonido que, con una mínima supervisión, era capaz de mantener despierto a un preso días enteros. Todavía empleaban el método antiguo, la estatua, que consistía en apoyar al preso contra la pared con todo el peso sostenido por las puntas de los dedos, pero consumía tiempo y requería palizas regulares y, por tanto, mano de obra.
Manuel aparcó en el exterior del fuerte. Se puso la chaqueta, cogió su maletín y los pasteles y recordó con emoción el motivo de que hubiese alquilado a la chica la noche anterior, y de que hubiese querido en particular una con acento alentejano. Mostró su pase, al que el guarda hizo caso omiso. Atravesó el patio interior hasta el centro de interrogatorios. En su oficina le esperaba Jorge Raposo, un gordito de veintiún años de Caldas da Rainha que era agente de 2.ª classe. Conversaba con otro agente sobre un grupo inglés de pop que se llamaban los Beatles y su nuevo single que se llamaba Can’t Buy Me Love. Jorge estaba traduciendo el título al portugués pero se calló cuando entró Manuel, y el otro agente se escabulló después de un presuroso «bom dia».
—¿Qué problema tiene ése? —preguntó Manuel mientras dejaba el maletín y el paquete de los pasteles. Jorge se encogió de hombros y le echó una mirada a los dulces—. Aún no hemos llegado a la fase de denunciarnos entre nosotros por escuchar música pop.
Jorge volvió a encogerse de hombros, se encendió un cigarrillo y dio vueltas y revueltas a la caja de cerillas sobre la mesa.
—Así que te gustan los Beatles —dijo Manuel.
—Vaya —contestó Jorge, reclinándose en la silla y exhalando el humo hacia el techo.
—She loves me yeah, yeah, yeah —entonó Manuel, para demostrar que él también era guay.
—She loves you… —corrigió Jorge.
—¿Qué?
—She loves you yeah, yeah, yeah. No «me».
Manuel gruñó y se sentó a su mesa con las manos extendidas palmas abajo. Jorge empezó a lamentar haberle enmendado la plana. Intuía que podía tener cierto impacto en la cuestión de los pasteles.
—¿Qué tenemos para hoy? —preguntó Manuel.
Jorge volvió a encajarse el cigarrillo en la comisura de la boca y dirigió la vista a sus papeles mientras se preguntaba cómo remediar la situación. El nombre saltó a sus ojos desde la página.
—Siempre está lo de esa Maria Antonia Medinas —insinuó Jorge, que vio al momento que había disparado el resorte adecuado.
—Ah, sí —dijo Manuel con el ceño fruncido, como si se hubiera olvidado de ella—, la chica de Reguengos.
—La del pelo rubio… ojos azules…
—Y yo que pensaba que ésos eran todos moros —siguió Manuel—. Ya sabes, morenos, árabes.
—Ella, desde luego, no lo es —se relamió Jorge.
—Cállate, Jorge, y tómate un pastel —dijo Manuel con rapidez.
Jorge abrió el paquete y cogió dos.
—Dios, qué buenos están —exclamó—. Tendríamos que traer algo de canela a la oficina.
—Diles que suban a esa Medinas —ordenó Manuel.
Jorge estiró el brazo hacia el interfono.
—¿Quieres hablar tú con ella o…?
—No, no, esta vez miraré —contestó Manuel.
La chica estaba de pie en la sala de interrogatorios. Jorge la acercó al espejo. Manuel la miró a la cara, ya demacrada por la falta de sueño. Los ojos azules estaban hundidos y ojerosos. La inclemente luz de neón le hacía parpadear con frecuencia. El pelo empezaba a acumular grasa. Estaba asustada pero se contenía. Manuel sentía pena y admiración. Se erguía con los hombros cuadrados en una camisa gris ajustada de cuatro botones que empezaban entre sus turgentes pechos y acababan en su cuello. Llevaba una falda gris hasta las pantorrillas y unas zapatillas negras. Iba arreglada y, aparte del pelo, aún parecía limpia.
Jorge empezó con la misma letanía de preguntas. Quería indagar sobre las copias del panfleto comunista Avante que obraba en su posesión cuando la pillaron al tratar de subirse a un ferry en Cais do Sodré. Sus respuestas fueron las mismas. No sabía nada. Había recogido el paquete por error. No se lo dieron. No sabía nada de operaciones clandestinas de impresión. No sabía ningún nombre. No se sabía la dirección de ningún piso franco.
Jorge la acribilló durante dos horas. Se ajustó con firmeza a su historia. Cuando las preguntas de Jorge empezaron a decaer y ella se adormilaba la despertó de un bofetón y la hizo ponerse de pie con los brazos en cruz y hacer sentadillas hasta sollozar. Tras la tercera hora Jorge la había mandado de vuelta al calabozo.
El ala política del penal estaba superpoblada, y habían tenido que instalar el equipo de privación de sueño en una de las celdas del bloque para criminales con sentencias largas. El guardia se la llevó, la ató al duro banco de madera y le ajustó los auriculares a la cabeza. Felsen la observó a través de un resquicio de las rejas de su puerta; esas idas y venidas resultaban de interés para un hombre al que no le pasaba nada desde hacía dos años. También lo era ver a una mujer.
Jorge y Manuel salieron para comer. Tomaron pescado, una botella de vino blanco y dos bagaços por cabeza. Por la tarde interrogaron a cuatro presos más. A las cinco en punto Jorge se fue a casa. Manuel bajó a la sala de sonido. Cogió las llaves del guarda y entró en la angosta celda. Maria Antonia Medinas estaba tumbada sobre la tabla y las correas no impedían sus convulsiones. El ruido que atronaba en su cabeza resultaba vagamente audible desde la puerta. Manuel apagó la máquina. Se quedó quieta. Se inclinó sobre ella con las manos a la espalda. El buen doctor. Parecía enloquecida, confusa y asustada, como la superviviente de un accidente de coche que mirara a través de un parabrisas hecho añicos. Le temblaban los músculos y sus pechos subían y bajaban.
Manuel le quitó los auriculares. Ella tragó saliva con fuerza. Le apartó el flequillo de la frente, gélida de sudor. Se frotó las manos blandas y secas con parsimonia y se sentó al borde del banco. Sonrió sin enseñar los dientes. El buen padre. La niña enferma.
—Ha sido duro —dijo con el tono más suave y balsámico que fue capaz de encontrar—. Ya lo sé. Pero se acabó. Puedes irte a dormir. Un largo y profundo sueño. Después hablaremos un poquitín y verás como luego todo va bien.
Le dio unas palmaditas en la mejilla. A ella se le cayeron los párpados, se le arrugó la boca de modo extraño y una lágrima se deslizó por su mejilla. Él se la secó con el pulgar. Abrió los ojos. Su gratitud era evidente.
—No digas nada todavía —le indicó—. Primero duerme. Tendremos tiempo, tiempo de sobras, después.
La chica cerró los ojos y se le aflojó la boca. Volvió a colocarle los auriculares sobre las orejas. La dejo allí y le indicó al guarda que no dejase entrar a nadie en su celda.
Dirigió el coche hacia el oeste, a Estoril. Se sentía bien. Estaba contento. Por una vez deseaba la compañía de su familia. Cenaron todos juntos, su padre, Pica y Pedro. En la casa se respiraba un ambiente festivo y todos se reencontraban con su apetito después de los días de bochorno inclemente. Se pusieron de acuerdo para ir juntos al frescor de las montañas de la Beira a pasar las vacaciones de agosto.
Manuel durmió hasta que sonó el despertador a las 02:00 de la madrugada. Se despertó con un vuelco del corazón, una emoción asfixiante. Se vistió, preparó un bocadillo de queso con el mejor Queijo da Serra y condujo de vuelta al penal de Caxias.
El guarda estaba jugando a cartas en otro piso y le llevó un tiempo encontrarlo y conseguir las llaves. Entró en la celda y volvió a cerrar la puerta. Oía la respiración rítmica de la chica. Soltó las correas de la cama. La chica rodó de lado y se acurrucó. Se sentó y le puso una mano en la cadera. La sacudió por el hombro. Ella gimió. Manuel no cejó y siguió meneándole el minúsculo omóplato entre el pulgar y el índice. La chica se despertó con un suspiro desesperado. Dio la vuelta y abrió los ojos de sopetón, de cara al espanto.
—No tengas miedo —dijo él, y alzó las manos para mostrar que no había armas ni malas intenciones.
La chica se incorporó con las manos y se sentó con la espalda apoyada en la pared y las rodillas encajadas bajo el mentón. Le faltaba un zapato. Manuel lo recogió del suelo y se lo puso junto al pie desnudo, que ella deslizó en el interior. Se acordaba de aquel hombre. El amable. El que había que vigilar.
—Te he traído una cosa —anunció Manuel, y le tendió el bocadillo de queso envuelto en una servilleta de papel.
—Agua —pidió ella con voz ronca.
Le llevó la jarra de barro llena de agua fría del guarda. Bebió con fruición sin que la boca del recipiente llegara siquiera una vez a tocarle los labios. El agua se derramaba por su barbilla y goteaba hasta formar un parche oscuro sobre su pecho izquierdo. Investigó el contenido del bocadillo y se lo comió. Después volvió a beber, ya que no sabía cuándo iba a acabarse la amabilidad.
Manuel le ofreció un cigarrillo. No fumaba. Se encendió uno para él y empezó a caminar por la habitación. Le dio el último pastel de nata que había comprado aquella mañana y ella lo engulló.
La chica apoyó la nuca en la pared. «Éste es raro —pensó—, pero por debajo son todos iguales». De improviso Manuel se sentó, tan cerca de ella que retiró unos centímetros los pies. Apagó el cigarrillo con la suela y le miró la garganta.
—¿A qué te dedicas en Reguengos? —preguntó.
—Trabajo en un telar. Hago mantas.
—¿La fábrica cierra en verano?
—No. Me dieron vacaciones para venir a ver a mi tío.
Intentó retractarse en cuanto lo hubo dicho. Antes jamás había hablado de su tío. Manuel tomó nota pero hizo caso omiso de lo obvio. Al final todo iba a salir a la luz. Ella cerró los dedos en torno a sus rodillas como si eso fuera a impedir que se le escapara nada más. A éste había que vigilarlo.
—Por allí por el sur hay una gran feria de mantas, ¿verdad? —inquirió Manuel.
—Castro Verde.
—Nunca he estado.
—No hay mucha demanda de mantas por parte de los lisboetas —explicó ella, y Manuel se sintió un poco estúpido.
—Es cierto, es cierto —reconoció—. Yo soy de la Beira.
—Lo sé.
—¿Cómo es eso?
—Por el queso del bocadillo —respondió, para demostrarle que volvía a estar despierta.
—Mi padre hace que se lo traigan, y todos los chouriços, morcelas y presuntos. Los mejores de Portugal, sin duda.
—Un buen pato alentejano no tiene nada de malo.
—El calor. El calor lo estropea. Le da un gusto fuerte a la carne.
—Tenemos maneras de conservar frescas las cosas.
—Claro, el corcho.
—Y el alcornoque da bellotas, que dan de comer a los cerdos, que dan…
—Puede que tengas razón —admitió él, que disfrutaba de estar hablando así con una mujer—. Cuando hablamos del Alentejo sólo pensamos en el calor.
«Y en los comunistas», pensó ella.
—Y en el vino —dijo, en cambio.
—Sí, un tinto excelente, pero yo prefiero el Dão.
—Es normal, viniendo de allá arriba.
—Cuando todo esto haya pasado tendrías que dejarme que te enseñara… —dejó la frase inacabada.
Ella se envaró por dentro y contempló la oreja del hombre con intensidad. Él tenía la vista puesta en el extremo opuesto de la habitación, y sonreía. Volvió la cabeza y sus ojos se encontraron.
—Cuando haya pasado ¿el qué? —preguntó ella.
—Esta resistencia.
—¿La de quién, a qué?
—Tu resistencia —aclaró él, y bajó la mirada.
Le pasó dos dedos por el fino tobillo y después los bajó hasta donde su pie asomaba por la abertura del zapato. El contacto disparó una ráfaga de pánico que le subió por la garganta. Quería chillar. Volvió a apoyar la nuca en la pared y cerró los ojos en busca de un momento para prepararse. Él le sonrió. Cuando volvió a abrirlos lo tenía más cerca, su cara blanda le aproximaba unos labios gruesos y rojos, entreabiertos bajo su bigote.
—Filho da puta —murmuró como para sus adentros, pero estaban tan cerca que sus alientos se confundían y él retrocedió como si lo hubiera abofeteado.
Algo sucedió en la cara del hombre. Se esfumó la blandura. La mandíbula se abultó. Los ojos se cerraron una fracción y se amurallaron. Su mano grande y blanda se retiró de sus rodillas y aferró un manojo de pelo rubio grasiento. Le volvió la cabeza con un tirón tan fuerte que el resto del cuerpo se vio obligado a seguirlo.
Se quedó de rodillas al borde del camastro con el cuello estirado hacia atrás. Él le incrustó la cara en la esquina y le clavó aquel puño grueso en la nuca. Le arrancó la falda de debajo de las rodillas con la otra mano. Su voz la abandonó. No era capaz de sacar nada de la laringe. Le dolían las mejillas en los puntos en que la apretaba contra la esquina. Sintió cómo le levantaba la falda por encima de los muslos. Lanzó un puñetazo a ciegas a su espalda. Él le tiró hacia atrás de la cabeza y le estampó la cara contra la pared. Ya tenía la falda en torno a la cintura. Le desgarró la ropa interior como un animal salvaje. La chica lo veía todo verde y era incapaz de distinguir lo que pasaba. Hubo un único instante en el que logró emitir el más tenue de los sollozos del más chico de los niños en la noche. El dolor centelleaba entre sus piernas. Su cuerpo se sacudía. Su frente martilleaba contra la pared.
Acabó en menos de un minuto. La chica se deslizó hasta el suelo. La cara fría contra el tosco suelo de cemento. Vomitó el bocadillo de queso y el agua. Manuel trató de incorporarla pero era un peso muerto. Le dio una patada en el estómago, con más fuerza de lo que pretendía. Pareció que en su interior se rompiera algo similar a un órgano. La agarró por la pierna y la levantó hasta la cama con una rodilla en la barriga. El dolor trepó hasta el punto más alto del interior de su cabeza.
Le dio la vuelta, la amarró y volvió a ponerle los auriculares. Respiraba con dificultad, y se cogió la nariz con el índice y el pulgar para sonarse un pegote de moco y sudor. Encendió la máquina de sonido. El cuerpo de la chica se tensó. Se cerró la bragueta con ademán rápido y certero. Recogió la jarra y salió de la celda.
Cuando cerró la puerta con llave sintió un escalofrío en la carne de la nuca. Oyó su nombre susurrado con suavidad una y otra vez. Manuel, Manuel, Manuel. El pasillo estaba vacío. Se estremeció, recogió la jarra y volvió, casi corriendo, a la silla vacía del guarda.
Volvió a la casa de Lapa, necesitado de sosiego y soledad. Bebió aguardente a morro como un descosido. Durmió profunda y horriblemente hasta tarde. Lo despertó el sol que entraba a raudales a través de las cortinas corridas, el aplauso de las palmeras de un jardín cercano, el ruido de los niños que jugaban. Tenía la cara acalorada, abotargada y sudorosa. Sentía negros los adentros.
Se duchó y se enjabonó hasta que el cuerpo le chirriaba, pero no pudo librarse de la negrura de sus entrañas. Fue hasta Belém y tomó café, pero fue incapaz de pasarse un pastel de nata por el gaznate constreñido. Llegaba una hora y media tarde al trabajo. Jorge Raposo le esperaba.
—Tenemos un problema —le anunció, y los ennegrecidos interiores de Manuel adquirieron el frío de una cueva.
—¿Ah, sí?
—La Medinas esa. Está muerta.
—¡¿Muerta?! —exclamó, y la sangre le huyó de la cabeza tan rápido que tuvo que sentarse.
—El guarda la encontró esta mañana. Sangre por todo —dijo con un asqueado gesto de la mano en torno a la zona genital.
—¿La ha visto el médico?
—Por eso sabemos que ha muerto. Tuvo un aborto. Murió por hemorragia interna y, por lo que parece, externa.
—¿Un aborto? ¿Sabíamos que estaba embarazada?
—No, no lo sabíamos y, por cierto, el jefe quiere verte.
—¿Narciso?
Jorge se encogió de hombros y miró las manos de Manuel.
—¿Nada de pasteles, hoy?
El comandante Virgilio Duarte Narciso colgó el teléfono y se fumó los últimos centímetros de su cigarrillo como si cada calada le lacerara los pulmones. Manuel había intentado cruzar las piernas pero sudaba tanto que el tejido se le pegaba a cada milímetro de sus extremidades y era sencillamente incapaz de poner una pierna sobre la otra. Su jefe, el comandante, se frotó la punta de su nariz grande y morena, gruesa como el pulgar de un guante de boxeo y con todos los poros a la vista como si se los hubieran clavado.
—Le van a trasladar —anunció.
—Pero…
—Esta cuestión no admite discusiones. Las órdenes proceden del director en persona. Encabezará un grupo encargado de conducir a ese charlatán del general Machedo ante la justicia. Disponemos de un informe de inteligencia que indica que se encuentra en España preparando otro golpe de estado. Le ascienden a chefe de brigada con efecto inmediato y recibirá instrucciones directas en Lisboa del director en persona. Ahí tiene. ¿Qué opina? No parece muy contento, agente Abrantes.
Manuel todavía se encontraba inmerso en la contemplación de la fría grieta de sus pensamientos.
—Es un honor —balbuceó—. Pensaba que era demasiado joven para un ascenso de este tipo.
El comandante entornó un ojo y le miró con astucia.
—Caxias no es lugar para un hombre de su capacidad.
—Pensaba que quería verme por el asunto de la tal Medinas.
—¿Quién es ésa?
—Murió anoche en su celda. Un aborto. Hemorragia interna.
El latido del silencio fue roto por el estallido del teléfono. Los sobresaltó a los dos y el comandante se lo llevó a la oreja con brusquedad. Su secretaria le informó de que su hijo Jaime estaba en el hospital con la muñeca rota después de caerse de un árbol. El comandante Narciso colgó, hipnotizado por el espacio que lo separaba de Manuel hasta que recuperó la nitidez. Manuel trató de tragar saliva sin éxito.
—Ah —dijo Narciso, apagando por fin su cigarrillo, cuyo extremo le abrasaba la uña—, una comunista menos de la que preocuparse.
El 19 de febrero de 1965 Manuel Abrantes cenaba en un pequeño restaurante de Badajoz, en España, a menos de dos kilómetros de la frontera portuguesa. Sus dos compañeros de mesa se lo estaban pasando en grande, y el propio Manuel era la efigie de la jovialidad. En dos horas los tres comensales iban a dar un paseíto hasta un lugar oscuro para encontrarse con un oficial del ejército portugués del cuartel de Estremoz, quien les daría una idea general de la estrategia que iba a suponer el principio de una nueva vida para ocho millones de portugueses. Con Manuel se encontraban el general Machedo y su secretario, Paulo Abreu.
Habían hecho falta seis meses para llegar a esa reunión, sin contar los cuatro años anteriores que la PIDE había consagrado a infiltrarse en las más altas esferas del séquito del general Machedo. Manuel había llegado en el mejor momento posible. Le había aportado nuevas ideas a un hombre que se había pasado la mayor parte de la década en el exilio. Había curado la melancolía que rodeaba al general y le había contagiado un renovado optimismo. Con Manuel a su lado, el general había empezado a creer en el futuro.
La noche de febrero era fría y la calefacción del restaurante, insuficiente. Llevaban puestas las chaquetas y bebían coñac para mitigar los escalofríos. A las 23:00 llegó un hombre que se sentó con ellos a tomar café. Quince minutos después se calaron los sombreros y recorrieron los escasos doscientos metros que les separaban del cementerio de la iglesia, donde estaba prevista la reunión. En el gélido y despejado cielo nocturno lucía una media luna que permitía distinguir el camino sin problemas. El hombre que había acudido a su mesa caminaba unos metros por delante de los demás. No hablaban. El general llevaba los hombros encorvados para resguardarse del frío.
En el cementerio el hombre les indicó que esperasen en el angosto pasaje que separaba dos mausoleos de mármol. El general se asomó por la ventana de uno de ellos y comentó lo pequeños que eran los ataúdes.
—Serán niños —dijo su secretario, y fueron sus últimas palabras.
Un martillo le golpeó en la nuca y su frente rompió el cristal de la puerta del mausoleo. El general dio un paso atrás, anonadado, y topó con dos hombres. Le sacaron las manos de los bolsillos y se las sostuvieron por detrás del cuerpo. Asistió horrorizado al estrangulamiento de su secretario ante sus propios ojos. Incluso en su estado de inconsciencia Paulo Abreu pugnaba por mantenerse con vida, tensando las piernas una y otra vez hasta que por fin quedaron quietas y los pies se detuvieron, fláccidos.
Obligaron al general a ponerse de rodillas. El hombre que había entrado en el restaurante se sacó una pistola de un bolsillo y un silenciador del otro. Lo enroscó y le pasó el arma al chefe de brigada Manuel Abrantes, quien miró al general que se encontraba a sus pies con el sombrero caído frente a él. De repente la cara, el cuerpo entero de aquel hombre, reflejaba un total agotamiento. El general sacudió la cabeza pero el cuello fue incapaz de sostener el peso y acabó hundiéndola en el pecho.
—Nosotros hemos sido unos niños —dijo con amargura.
Manuel Abrantes colocó la boca del silenciador sobre la nuca del general y apretó el gatillo. Se oyó un ruido sordo y el hombre salió disparado hacia delante con tanta fuerza que sus brazos volaron de las manos de los dos agentes de la PIDE.
Manuel devolvió la pistola y se agachó sobre el general para comprobar en el cuello si tenía pulso. No se notaba nada.
—¿Dónde están las tumbas? —preguntó.
El hombre de la pistola recorrió el pasillo de mausoleos y se encaminó hacia una de las esquinas del cementerio, a la izquierda. Las fosas tenían apenas treinta centímetros de profundidad.
—¿Qué coño es esto? —inquirió Manuel.
—La tierra estaba demasiado dura.
—Putos idiotas.