CAPÍTULO XXVIII

Domingo, 14 de junio de 199_, Paço de Arcos, cerca de Lisboa

Olivia aún dormía cuando me asomé a su habitación por la mañana, boca abajo y cubierta por su pelo moreno. Bajé las escaleras, comí fruta, bebí café y hablé con la gata, que se estiró hasta ser el felino más largo de Paço de Arcos. Se hicieron las 9:00 y fui a mirar el teléfono. El aparato había tenido algo de interés años atrás, cuando teníamos un gran trasto de baquelita con peso suficiente para abreviar las conversaciones de jovencitas. En aquel momento teníamos un estilizado modelo gris grafito de botones que destacaba, absurdo, entre la ruinosa decoración de la habitación, tan ligero que Olivia se lo encajaba bajo la oreja y hablaba con chicos mientras cortaba un vestido. Corregí su posición en la mesa; eché un vistazo al cable. Bajó Olivia con una camiseta que le llegaba hasta las rodillas y los ojos aún desconcertados por el sueño.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Miro el teléfono.

Ella hizo otro tanto.

—¿Nos va a cantar algo?

—Estaba pensando en hacer una llamada.

Vino la gata y se sentó junto a Olivia, limpias las zarpas, al olor de un momento de posible interés. Bostezó con ganas.

—¿A quién vas a llamar?

Me agarré la barbilla y la miré, con una repentina necesidad que iba más allá de la barba. De golpe tenía la cabeza atestada: estaba a punto de llamar a un posible testigo de juicio por asesinato para citarla a comer; iba a tener que hablarle de ella a mi hija y explicar mi locura de la noche anterior.

Sonó el timbre de la puerta.

—Quería hablar contigo de lo que pasó anoche —dije, volviendo a cargar mi peso en el pie de atrás.

Sonó el timbre de nuevo. Olivia salió de la habitación a todo correr. Contenta de escapar de allí. La gata miró en derredor para ver si encontraba algo digno de ser afanado y también se fue. Me abalancé sobre el teléfono y marqué el número de Luisa Madrugada. Lo cogió antes de que empezara siquiera a sonar.

—Soy el inspector Zé Coelho —dije a la carrera, presa del pánico—. ¿Le apetece que interrumpan su trabajo?

—Siempre me apetece que interrumpan mi trabajo, inspector, ayer lo comentamos. La cuestión es por qué y por quién.

—Para comer —espeté—. ¿Comer sería…?

—¿Inspector? —preguntó, de repente seria y fría—. ¿Es cosa de su trabajo?

Me recorrió el cuerpo un escalofrío. Me sentía enfermo de arrepentimiento.

—En absoluto —contesté, cambiando mi idea original y forzando las palabras a salir.

Se rio y me dijo que me pasara por su piso a la una.

Olivia volvió a la habitación seguida de Carlos, con un periódico bajo el brazo, y la gata, aún a la espera de una juerga.

—El progreso —dijo Olivia, nada convencida.

Colgué el auricular y reviví la montaña rusa que era el principio de algo nuevo —esperanza, desesperación, gozo—, todo en diez segundos. Me había olvidado del aguante que requería.

Carlos se acercó y extendió la mano. La estreché. Él no la soltó y, con la cabeza inclinada, pronunció una extensa disculpa que debía de haberle costado la noche en vela. Miré a Olivia, que estuvo absorta hasta que se le ocurrió algo más importante y salió de la habitación.

Le puse a Carlos la mano en el hombro. Estaba pasando un mal trago y aún era incapaz de mirarme a los ojos. Sentía el pecho tan grande como el techo de una catedral. De haber abierto la boca habría sonado un acorde de órgano en todos los registros. Le pasé la mano por los hombros.

—Es un buen hombre —dije—. Nunca es fácil pedir perdón, en especial cuando no fue del todo culpa suya.

—Nunca tendría que haber dicho lo que dije de su padre. Fue imperdonable. Es mi problema. Digo las cosas en cuanto me vienen a la mente. No pienso en los demás. He tratado de ajustar mis pensamientos a algún tipo de patrón de bloqueo, pero soy incapaz. Por eso me trasladan de un lado a otro. Ofendo a la gente. A estas alturas, ya debe de saberlo.

—Es un tema delicado… la revolución —comenté yo—. No tendríamos que haberlo tocado después de un día como ése.

—Es lo que decía mi padre. Decía que no hace ni una generación. Todavía escuece.

—Y su… su generación puede verlo con objetividad. Yo todavía estoy… estuve… implicado —añadí—. ¿Qué me dice de su padre?

—Era comunista y sindicalista en uno de los astilleros. Pasó casi cuatro años en Caxias.

Allí nos quedamos, asintiendo; el tema era demasiado serio y embarazoso para hacer comentarios. Me sentía como un hombre que hubiese cogido a otro de las manos rodeando el tronco de un árbol descomunal. Lo guie hasta la cocina y lo senté con una taza de café. Dejó el periódico, leído y releído, sobre la mesa.

—¿Lleva algo de interés? —pregunté.

—Sale Catarina Oliveira.

—¿De veras?

—Parece increíble…

Me leí el artículo. Eran los hechos del caso: dónde y cuándo se había encontrado el cuerpo, la hora de la muerte, el instituto al que iba, sus hábitos del viernes al salir de clase, el modo en que la asesinaron y, lo más sorprendente, una mención a mí.

—¿Qué le parece? —preguntó Carlos.

Me encogí de hombros. No lo sabía. Era muy inusual. Si fuese una persona suspicaz se lo habría atribuido al doctor Aquilino Oliveira, que indicaba a sus amigos que vigilaran con quién hablaban. Empezaba a notarle al caso una índole superior, una vertiente pública.

—Tal vez destape algo que nos sea de utilidad —respondí—. ¿Qué más?

—Hay un artículo largo sobre el asunto ese del oro.

—No tenía ni idea de que hubiera un asunto del oro.

—Estamos montando una comisión para estudiarlo. Ha habido mucha presión de Estados Unidos, la Comunidad Europea y las instituciones judías; hemos tratado de escaquearnos pero, al final, vamos a tener que hacer algo al respecto.

—¿Vamos? ¿Quiénes? ¿El qué? —inquirí—. Habla como un periodista portugués, de esos que dicen todo menos el dato que uno quiere oír.

—El gobierno ha nombrado una comisión para investigar la complicidad portuguesa durante la Segunda Guerra Mundial al aceptar oro nazi saqueado a cambio de materias primas y, hacia el final del conflicto, blanquear el oro y mandarlo a Sudamérica.

—¿El gobierno?

—En realidad, no —reconoció extendiendo el periódico—, se trata de los directores del Banco de Portugal. Han elegido a un tipo para que investigue sus archivos.

—¿Quién?

—Un profesor de algo.

—Esa operación van a llevarla con mucho cuidado —aseveré—. ¿Quién nos hace sacar a relucir los trapos sucios?

—Estados Unidos. Uno de sus senadores afirma tener pruebas de la implicación de los portugueses. Escuche: nuestras reservas de oro en 1939 eran cerca de mil quinientos millones de escudos, y para 1946 alcanzaban los once mil millones. ¿Qué me dice?

—Que en la guerra vendimos mucha materia prima. Eso no es blanqueo. ¿De dónde salía todo ese oro?

—De Sui… —empezó, y se paró en seco.

Seguí su mirada. Olivia había entrado en la cocina y se había sentado de lado en una silla junto a la mesa. Llevaba su minifalda más corta y un par de zapatos de tiras de tacón alto de su madre. Tenía las piernas largas y del color de la miel después de un solo día de playa. Las cruzó y se sirvió una taza de café. Se había cepillado el pelo hasta dotarlo de una negrura de visos azules. Llevaba los labios rojo pasión. Sus jóvenes pechos iban agobiados por un top azul medianoche que terminaba cinco centímetros por encima de la falda y dejaba a la vista la piel tersa y morena de su vientre.

—¿Vas a alguna parte? —pregunté.

Se pasó el pelo por encima del hombro como si lo hubiera ensayado.

—Voy a salir —respondió—. Más tarde.

—Éste es mi nuevo compañero, Carlos Pinto.

Volvió la cabeza como si en el cuello llevara un mecanismo muy caro para suavizar los ademanes. Tenía la lengua fija al labio de abajo.

—Nos hemos conocido en la puerta.

Carlos carraspeó. Lo miramos. No había pretendido atraer la atención pero ahora tenía que decir algo. «Recuerda el patrón de bloqueo».

—Anoche me peleé con tu padre —dijo.

«No importa».

—Peleándote en bares —dijo con su mejor acento inglés—. Pensaba que erais de la policía —terminó en portugués.

—Estábamos sólo nosotros dos —aclaró Carlos.

—¿Y el camarero? —intervine—. No se olvide del camarero.

—Anoche mi padre se peleaba con todo el mundo. Contigo, conmigo, con mi difunta madre, el camarero… ¿Me he olvidado de alguien?

—Fue culpa mía —reconoció Carlos.

—¿Por qué os peleasteis? —preguntó ella.

—Por nada —afirmé con rapidez.

—¿Y tú? —preguntó Carlos.

—¿Yo? —dijo Olivia, y algo impidió que le subiera el rubor a las mejillas—. También por nada.

—En su momento tenía importancia.

—¿Y qué fueron todos esos ruidos en la buhardilla? —me espetó.

Carlos frunció el ceño. La gata entró al trote.

—Estaba a oscuras y me caí —contesté—. ¿Adónde has dicho que vas… más tarde?

—Los padres de Sofía me han invitado a comer.

—¿Sofía?

—La hija del banquero. El que te dio todo aquel dinero por tu barba.

—Ves mucho a… ¿los Rodrigues?

—Sofía va a mi clase. Es… —Olivia vaciló y miró a Carlos, cuyos ojos no se habían apartado de su cara—. Es adoptada. El año pasado nos hicimos amigas. Ya sabes cómo son estas cosas.

Carlos parecía saberlo.

—Pasaré la tarde en Lisboa —dije.

—Yo me voy a casa —dijo Carlos.

—Si vas a la estación —dijo Olivia dominando su voz y olvidando que todavía no era «más tarde»—, podrías acompañarme.

Olivia me dio un beso en la mejilla y me restregó el carmín, un gesto que le gustaba hacer, que consideraba adulto.

—No te olvides de afeitarte —se despidió, frotándose los dedos.

Se fueron. Me afeité, bajé hasta el café y me tomé una bica con Antonio Borrego. Me sentía relajado después de la actuación de Olivia. Si una niña de dieciséis años era capaz de manipular a dos adultos, entonces qué más daba si yo me ponía en manos de Luisa Madrugada y dejaba que hiciera de mí un mono o un hombre.

Conduje hasta Lisboa en lucha abierta con mi octópoda conciencia. ¿Era en verdad correcto que me llevara a comer a un posible testigo cuya importancia para el caso aún me era desconocida? Era una fea discusión. La palabra «posible» cobró mucha importancia y por una vez dejé que el individuo impetuoso hiciera morder el polvo al profesional responsable. Pasé veinte minutos sentado en el coche en la Rúa Actor Taborda a la espera de que fuese menos embarazosamente pronto. Observaba la entrada de un cine porno, con un vago interés por el tipo de personas que tenían coraje suficiente para sessões contínuas un mediodía de domingo. En apariencia, nadie.

Toqué al timbre a las 13:00 y, para ligera decepción mía, Luisa bajó a mi encuentro. No sé lo que esperaba mi subconsciente, pero mi estómago me decía que no era perderse la comida. Quería que se cogiera de mi brazo, como haría Olivia, y desfiláramos por la calle, lo cual al fin me hizo poner riendas a la esperanza y apostar por algo de ecuanimidad. Fuimos a una cervejaria de la Avenida Almirante Reis, sucursal de una cadena muy conocida por su marisco. Mi idea era quedarme en la barra porque me gustaba comer el marisco en plan informal, pero el mostrador irradiaba un aire cutre y sórdido a pesar de las peceras ampliadas llenas de cigalas y langostas perplejas.

El camarero nos ubicó junto a la ventana del restaurante. El cavernoso interior estaba vacío a excepción de otras dos parejas. Pedimos un plato de langostinos, un par de centollos y dos cervezas.

—Tengo que reconocer que me ha sorprendido —dijo ella.

—¿Al llamarla? Yo también me he sorprendido.

—Bueno, sí, eso… Pero me refería a que me sorprendió que fuera policía.

—¿No lo parezco?

—Los que están a la vista son todo botas y gafas de sol. A los que no, los de paisano como sus compañeros de la Policía Judiciária, no los conozco. Me los imaginaba duros, serios… también agotados.

—Yo estaba agotado.

—Agotados de la vida, de los aspectos peores de la vida. Usted estaba cansado.

Llegaron las cervezas. Le ofrecí un Ultralight que rechazó con desprecio y sacó un paquete de Marlboro del fuerte. Encendió los cigarrillos con un Zippo de gasolina que pulió con el mantel mientras miraba por la ventana los árboles de la calle. Apoyó la barbilla en la mano y se le ocurrió algo que reverdeció aún más sus ojos.

—Siempre he pensado —dijo— que si una quiere estar triste, Lisboa es el sitio ideal.

—¿Y está triste?

—Quería decir melancólica.

—Eso está mejor, pero…

—También estoy triste, sentada delante del ordenador en la primera mañana bonita de domingo del verano.

—Pero no lo está, ya no.

—Tiene razón —afirmó, y sacudió la cabeza para quitarse la idea de encima. Sus pendientes grandes y extraños le rebotaron en las mejillas.

—¿Esos pendientes? —pregunté.

—Tengo un amigo que fabrica joyas a partir de la basura de los restaurantes. Éstos los hizo con la malla dorada de una botella de vino.

—Ayer vi las cucharillas.

—Las cucharillas —repitió, con la cabeza aún en otra parte, tal vez en la playa con otra persona. Devolvió la vista a la ventana.

—¿Sabe por qué Lisboa es un sitio triste? —dije—. Jamás se ha recobrado de su historia. Aquí pasó algo espantoso que marcó para siempre el lugar. Todos esos callejones estrechos y sombreados, los jardines oscuros, los cipreses que rodean los cementerios, las calles empinadas de adoquines, la calçada blanca y negra de las plazas, las vistas al río lento y al océano por encima de los tejados rojos… Aún no se han desprendido del hecho de que un terremoto acabó con casi toda la población de la ciudad hace ya 250 años.

Silencio. Su barbilla pivotó sobre la palma de la mano. Parpadeó dos veces. ¿Qué había hecho?

—Policía poético —dijo.

—La Igreja do Carmo. ¿Se le ocurre algún otro sitio del mundo en que hayan dejado el esqueleto de una catedral en pleno centro de la ciudad como monumento a todos los que murieron?

—No —contestó, tras pensarlo un momento.

—Hiroshima —expliqué—. Tal fue la magnitud. ¿Cree que Hiroshima volverá a ser un sitio feliz alguna vez?

—Policía meditabundo —dijo, ya no en tono de broma.

—También sé hacer de policía despiadado —añadí, pensando que Hiroshima no era tema de conversación para citas.

—Venga.

Le dediqué la mirada fulminante que reservaba a los matricidas mentirosos. Se estremeció.

—¿Cuántos policías más lleva ahí dentro?

—Policía amable —anuncié, y le mostré mi sonrisa de ferviente cristiano.

—No creo en la policía amable.

Me derrumbé en la silla con la cabeza en el pecho.

—¿Y eso?

—El policía que todos quieren ver: el policía póstumo.

—Tiene un cerebro enfermo.

—Es una ayuda en el trabajo.

El camarero sirvió los langostinos y los centollos. Pedimos otras dos cervezas. Nos comimos los langostinos. Me gustaba. Chupaba las cabezas; femenino o no, le importaba un comino.

—No tiene pinta de profesora —dije.

—Porque no lo soy. Soy la peor profesora que conozco. Me encantan los niños pero no tengo paciencia. Soy demasiado agresiva. Dos semanas más y lo dejo.

—¿Para hacer qué?

Me evaluó por un momento para comprobar si era digno de que me contara lo que iba a decirme, si estaba dispuesta a llegar tan lejos ya.

—Durante un tiempo me he resistido, pero al final voy a hacerlo. Llevaré uno de los negocios de mi padre.

Sorbió con fuerza una cabeza de gamba, se relamió, se limpió los labios y se bebió tres quintos de la cerveza de tres tragos.

—¿Sólo uno? —pregunté, y dejó de limpiarse las manos para comprobar si estaba de guasa.

—Tengo ambiciones —dijo, dejando a un lado la servilleta.

El camarero depositó dos cervezas más delante de nosotros.

—¿De qué?

—De una vida en la que casi todas, si no todas las decisiones sean mías.

—¿Se trata de un fenómeno reciente?

Sonrió y bajó la vista a las carcasas destrozadas de su plato.

—¿Eso era el policía perspicaz?

Me acabé mi primera cerveza y empecé con la segunda.

—¿Ha llevado antes algún negocio?

—Trabajé cuatro años para mi padre cuando estaba en la universidad. Nos peleamos. Somos iguales. Lo dejé y me fui a hacer un doctorado.

—¿Sobre qué?

—¿Fue eso el policía sordo? Se lo dije ayer, ¿recuerda?

—Estaba concentrado en otras cosas.

—Lo sé —dijo, y de sopetón la mecánica cuántica regresó a mi vida. Era consciente de cada fotón que existía entre nosotros.

—Al final resulta que es perspicaz —dije.

—La economía de Salazar —repitió con lentitud—. La economía portuguesa de 1928 a 1968.

—No hace falta que hablemos de eso ahora, ¿verdad?

—No, si no se ve con ánimo de hacerlo solo.

—¿Cuál de los negocios de su padre va a llevar?

—Tiene una editorial.

—¿Qué publica?

—Demasiados escritores varones. Muy poca ficción. Nada de narrativa de género, como romántica o policiaca. Nada de libros infantiles. Quiero cambiar todo eso. Quiero que lea la gente que no lee. Engancharlos, educarlos.

—Los portugueses se toman la literatura como la comida: en serio.

—¿Usted es inspector y nunca se ha leído una novela policiaca?

—Me preocupa que vaya a ser tan aburrida como la realidad y que, si no lo es, me suene a cuento chino.

—No entiende lo más importante. Un chaval de trece años jamás se leerá a José Saramago, pero dele una novela policiaca y a los diecisiete lo hará.

—¿Y entonces qué será de nuestra gran nación futbolista?

—Serán futbolistas leídos —afirmó, y soltó una carcajada turbia y profunda que a buen seguro era fruto del Marlboro pero, qué caray, hizo que me retumbara el pecho y me cosquilleara la columna.

Nos comimos los centollos, bebimos más cerveza y hablamos de libros, de películas, de actores, de celebridades, de drogas, de la fama, del éxito, y pedí una langosta partida y a la brasa y Luisa dijo que me invitaba a un vinho verde Soalheiro Alvarinho del 96 que tenía más redaños que cualquier otro de su clase que hubiera probado. Así que pedimos una segunda botella y la liquidamos a base de tragos expeditivos, y dos horas y media después de haber llegado salimos del aire acondicionado a la calle calurosa y vacía sin tráfico ni gente, donde los árboles guardaban la quietud de la siesta.

Íbamos cogidos del brazo. A la puerta de su finca me agarró por la muñeca y me subió medio a rastras por las escaleras. Sólo me soltó para sacar las llaves y al momento estábamos en el pasillo a oscuras, besándonos, y cerró la puerta de una coz que hizo tintinear los vasos en los armarios de la cocina.

Me condujo a través del salón, salió de sus sandalias y se metió en el dormitorio, donde se volvió, me sacó la camisa de los pantalones y me pasó las manos por el pecho. Con un encogimiento se cayeron los tirantes de los hombros y el vestido al suelo. Me bajó los téjanos por los muslos a tirones. Yo luchaba por salir de mi camisa. Me agarró a través de los calzoncillos y alzó hacia mí una mirada retadora. Me los quitó y se bajó las bragas. Tiré de ella hacia mí y saltó para envolverme la cintura con las piernas mientras me enroscaba un brazo por el cuello. Descendió con lentitud y su vello púbico me rascó la barriga con un calor imposible, un fuego que superaba la tolerancia humana, hasta que conectamos. Se mantuvo quieta hasta que los dos fuimos presa de temblores y estremecimientos. Estiró los brazos y se inclinó hacia atrás con una sonrisa para mí, para mi agonía y, cuando caímos en la cama, me sentí como el surfista que nota a sus pies la giba de la gran ola, las toneladas de océano desatado, la fuerza del oleaje, el bamboleo, la terrorífica velocidad y el derrumbamiento colosal.

Nos despertó el tráfico. Los lisboetas volvían a casa con el anochecer. Sin palabras, nos encontramos a rastras y volvimos a hacer el amor. El espejo nos contempló entre tinieblas. Por la franja aterciopelada de cielo que se veía desde la ventana abierta cruzó una luz roja seguida del golpeteo de las aspas de un helicóptero. La habitación olía a sexo: sudor, perfume y algo dulce, como zumo de mora esparcido sobre la piel. La vida de repente se revestía de riqueza, la ciudad de oportunidades y la habitación de una oscuridad vinosa y cargada de posibilidades fáciles y complejas.

No sé cómo logré salir de su piso. Un breve instante sombrío y estaba en el coche, de salida de la ciudad por el penumbroso parque Monsanto, con el olor de su cuerpo todavía sobre mí y algo que se desplegaba en mi pecho como las velas de una flotilla que levara anclas.

En Paço de Arcos sentía la tierra sólida bajo mis pies. Al entrar en la casa experimenté esa sensación de tener dinero en el banco y una nevera llena de comida, nada de lo cual era cierto.

Eran las 22:00. La luz de la cocina estaba encendida y se oían voces. Olivia estaba encajada en la mesa de la cocina y escuchaba a Faustinho, un pescador del lugar, que estaba repantigado en una silla a bastante distancia de la mesa donde su cerveza quedaba apenas al alcance de su mano. Estaba en pleno arrebato de furia contra el gobierno, las cuotas pesqueras de la Unión Europea y el Benfica, en este orden.

Se puso en pie cuando me vio entrar. Olivia parecía aliviada, cansada. Le di un beso.

—Hueles diferente —dijo, y se fue a la cama.

Faustinho, gris como un lobo, echó un trago de cerveza y me pasó un brazo por el hombro.

—Ven —dijo—, tienes que ver a este chico. Vio algo la otra noche, te ayudará con tu investigación. Tienes que hablar con él. ¿Llevas dinero?

Salimos a los jardines y fuimos hasta el aparcamiento del otro lado de la Marginal por el paso subterráneo. Faustinho se adelantó a grandes zancadas para mirar bajo las barcas y en las casetas. Yo me quedé atrás, a disfrutar de un poco de ociosidad.

—¿A qué vienen tantas prisas? —le grité.

—Ya hace una hora —respondió.

—Pensaba que habías dicho que se había acostado.

—Es un golfo callejero, podría haber pasado cualquier cosa. A lo mejor le ha entrado miedo.

—No le dirías que soy de la policía.

—No, no, pero hace una hora que me he ido y a lo mejor se ha puesto a pensar.

—¿Lo conoces?

—Lo tengo visto. Está esquelético, el cabroncete. También tiene algo de negro. Lleva una chaqueta que le viene dos tallas grande.

Buscamos por el varadero y el aparcamiento. Nada. Me senté sobre la quilla de un barco, fumé y miré hacia el mar, sintiéndome útil. Volvimos al A Bandeira Vermelha y bebimos aguardente destilado a partir del vinho verde que Antonio se había traído del Miño en garrafones de cinco litros.

Faustino me dio una descripción más extensa del chico, después de convencerse de que no le creía. Antonio y yo nos apoyamos el uno en el otro a cada lado de la barra y miramos impasiblemente a Faustinho mientras describía la altura del chico con la asistencia de su propio hombro.

Paseé de vuelta a casa en la cálida noche. Vacilé al pie de las escaleras de la buhardilla, tentado. Entré en el dormitorio, me desvestí y me introduje entre las sábanas desnudo, con su olor todavía en mi piel.