CAPÍTULO XXVII

24 de diciembre de 1961, Monte Estoril, cerca de Lisboa

Felsen estaba sentado en el borde de un arcón de madera, de espaldas a la negra ventana azotada por la lluvia que a la luz del día habría mostrado el océano gris y, a la derecha, el fuerte de Cascáis, chato y robusto, plantando cara a las olas. Contemplaba la partida de la familia de Pica después de la cena de Nochebuena. Pedro, el hijo mayor de Joaquim, repartía besos y apretones de manos entre los invitados. Manuel estaba apoyado en la pared con un pie cruzado a la altura del tobillo y las manos en los bolsillos, observando. Lleno de confianza en su observación.

La velada se disolvió: Pica subió las escaleras y Pedro y Manuel desaparecieron por la casa. Abrantes y Felsen se sirvieron un poco de Armagnac de antes de la guerra y se encendieron un habano por barba. Abrantes tomó asiento en su mueble favorito, una butaca de cuero de respaldo alto y remate arqueado. Le gustaba palmear el brazo con aire ausente y de manera suave, y existía una marca oscura donde había ido calando la grasa natural de su mano.

—No tienes buen aspecto —dijo Abrantes—. No comes bien.

Era cierto que Felsen llevaba semanas desganado. Sentía la inminencia de algún acontecimiento extraordinario, y quería estar preparado cuando llegara el momento: atento, hambriento, concentrado. Miró el reflejo de Abrantes en la ventana negra.

—Si metes alcohol en un estómago vacío te echarás a perder —siguió Abrantes, en una muestra más de su saber hacer en todos los campos, como si sus visitas a Harley Street con Pica hubieran formado parte de su educación y lo capacitaran para pontificar sobre cualquier tema médico. Felsen daba chupadas a su habano y la punta encendida le devolvía señales en morse.

—Fumar también es malo, a no ser que comas —añadió Abrantes, ante lo cual Felsen se sintió tentado de anunciar un chapuzón nocturno para comprobar si su socio le iba a decir que eso también lo mataría—. No pasa nada mientras se coma bien.

Felsen recorrió el largo de la ventana mirando al océano que se extendía más allá de las casas de enfrente.

—Y también estás nervioso —prosiguió Abrantes—. Ya no sabes estarte quieto. No trabajas. Pasas demasiado tiempo con demasiadas mujeres distintas. Tendrías que calmarte, casarte…

—¡Joaquim!

—¿Qué? —preguntó, alzando una mirada inocente y sufrida desde su sillón—. Sólo intento ayudarte. No eres el mismo desde que volviste de África. Si estuvieses casado no tendría que preocuparme por ti, para eso están las mujeres.

—No quiero casarme —reconoció Felsen, por primera vez en voz alta.

—Pero tienes que hacerlo, has de tener hijos o… o…

—¿O qué?

—Todo se detiene. No querrás ser el final del linaje.

—Tampoco es que sea el último Habsburgo, Joaquim.

Abrantes no estaba seguro de lo que era un Habsburgo. Eso lo acalló. Bebieron. Felsen rellenó las copas y volvió a la ventana. Veía el reflejo de Abrantes, que estiraba el cuello para enterarse de qué había que valiese la pena observar.

—A Manuel le va la mar de bien en la PIDE —comentó Abrantes.

—Ya me lo dijiste.

—Dicen que tiene una capacidad innata para el trabajo.

—¿Una mente suspicaz, tal vez?

—Una mente inquisitiva —corrigió Abrantes—. Me cuentan que le gusta saberlo todo; van a ascenderlo a agente de 1 ª classe.

—¿Se trata de algo impresionante?

—¿Con menos de seis meses en el trabajo? Ya lo creo.

—¿Qué es lo que hace?

—Ya sabes… Hace averiguaciones sobre la gente, habla con los confidentes, encuentra a los gusanos de la manzana.

Felsen asintió sin apenas escuchar. Abrantes se retorcía en su butaca favorita, incapaz de ponerse cómodo.

—Tenía intención de preguntártelo —dijo Abrantes—. Tenía intención de hacerlo desde hace meses.

—¿El qué? —inquirió Felsen, dando la espalda a la ventana, interesado por primera vez en toda la noche.

—¿Fuiste a consultarle tu problema a la senhora dos Santos en verano?

—Por supuesto que sí.

Abrantes se repantigó, aliviado.

—Estaba preocupado —dijo—. De que no te lo tomaras en serio. Es un asunto muy serio.

—No hizo nada —explicó Felsen—. Dijo que aquello no era su clase de magia.

Abrantes salió despedido de su sillón como si algún tipo de mecanismo le hubiese empujado por la espalda. Cogió a Felsen por el codo y lo apretó con fuerza para recalcar la seriedad del asunto.

—Ahora lo entiendo —exclamó con los ojos fijos en él y abiertos como platos—. Ahora entiendo por qué te comportas así. Tienes que ver a alguien. De inmediato.

Felsen liberó el codo de la sujeción mecánica de Abrantes. Apuró lo que le quedaba de Armagnac y salió de la casa.

Eran las 22:30. Estaba borracho pero no lo suficiente para no conducir de vuelta hasta Cabo da Roca. Recorrió con su Mercedes las calles vacías, negras y brillantes a causa de la lluvia. Aminoró la marcha frente a un par de direcciones de Cascáis, pero pasó de largo en cada ocasión, no por falta de apetito físico sino por pereza de la charla necesaria para llegar al punto deseado. Se fumó los restos del habano y tamborileó con los dedos sobre el volante; se le ocurrió allí mismo, en la borrascosa negrura entre la cual la carretera de Guincho esperaba las tormentas que se acumulaban sobre el Atlántico, que en un rapto de locura Maria tal vez le hubiera contado a Abrantes que Manuel no era hijo suyo. ¿Era por eso que estaba de vuelta en la Beira? ¿Era por eso que Abrantes hablaba de continuar el linaje, y acto seguido mencionaba a Manuel y su éxito en la PIDE? También había hecho un comentario en aquella fiesta de verano, sobre si los padres de Manuel no parecían los mismos que los de Pedro. Sacudió la cabeza ante los indecisos limpiaparabrisas, ante la lluvia que inundaba la carretera azotando y zarandeando el coche. Sus pensamientos lo intranquilizaban. Empezó a sentir un malestar entre los hombros que le trepaba por la nuca ante la repentina sospecha de que el asiento de atrás no estaba vacío.

«Otra vez borracho», suspiró.

En un largo tramo de recta un coche le vino de frente por la carretera. Se dieron las luces mutuamente. Cuando el coche estuvo más cerca se aprovechó de los faros para echar un vistazo al asiento de atrás por el retrovisor. Nada. Estiró la mano por detrás y la pasó por la tapicería. Borracho imbécil.

En la oscuridad se esfumaron las luces rojas, engullidas con rapidez.

La carretera trepaba por la espesa oscuridad del pinar y dejaba atrás Malveira da Serra entre recodos y revueltas que volvían sobre sí y le hacían disparar el volante de un lado a otro; el sudor procedente de la bebida que empezaba a rezumar de su sistema le perlaba el labio superior.

Al llegar a la cima tomó un desvío que se precipitaba por el pueblo de Azóia hacia el faro junto al que estaba su casa, acurrucado en su patio, plantaba cara a las inclemencias. Bajó para abrir las puertas. El viento le henchía los pulmones y la lluvia aporreaba su oreja caliente. Acercó el coche al garaje y fue a cerrar las puertas. Había dejado una lámpara encendida en la esquina de la casa y a la luz que derramaba sobre el barro duro y húmedo del patio descubrió unas pisadas que se dirigían hacia el lateral de la casa.

Encajó el pie en una de las huellas; la suya era más pequeña. Se apretó la barbilla y tragó saliva. La GNR le había advertido que había bandidos en las carreteras que atravesaban la Serra da Sintra. Entró el coche en el garaje. Abrió la guantera y sacó una vieja Walther P48 que conservaba de la guerra. Comprobó que estaba cargada y se la puso al cinto. Le asaltaron dudas concernientes a la corrosión del aire marino sobre la munición, y trató de recordar cuándo había limpiado aquel cacharro por última vez. Aun así, lo importante era tenerlo en la mano.

Entró a trompicones en la casa y vio el reflejo de su cara abotargada en el espejo del vestíbulo. A lo mejor era eso. Estaba borracho, sin más, y esas pisadas eran del jardinero. Tenía que ser eso. Se quitó el abrigo, le sacudió la lluvia y lo colgó. El jardinero era menudo, no le llegaba ni a los hombros y tenía pies de duendecillo. Paró la oreja a la espera de oír algún movimiento y la única respuesta fue la del acufeno que había desarrollado desde que volviera de África.

Se limpió los pies y entró en el pasillo. Sus suelas de cuero resonaban en el suelo de madera. Encendió la luz de la cocina. Vacía. Cruzó hasta el salón y le dio al interruptor. El Rembrandt le devolvió la mirada desde las alturas. Se acercó al aparador y se sirvió un trago de aguardiente de una botella sin etiqueta. Lo olió: el alcohol puro le despejó la cabeza y la paranoia cedió un poco de terreno. Se encendió un pitillo, dio dos caladas y lo apagó. Blandió la pistola y se dio la vuelta.

Junto a la puerta había un hombre con el pelo cano peinado hacia atrás y un impermeable azul de cuyos hombros la luz arrancaba destellos. En la mano llevaba una pistola.

—Schmidt —dijo Felsen con una tranquilidad pasmosa, dado que el nombre le había venido a la mente como el aterrizaje de una granada.

Schmidt agarró con más fuerza la culata de su revólver del 38 y el tambor de diez centímetros trazó un semicírculo. Le sorprendió que Felsen no estuviera pegado a la pared de puro asombro al verlo allí. Le sorprendió ver la Walther que empuñaba. ¿Cómo podía estar listo y armado? ¿Sabía algo?

—Tendría que bajar el arma —dijo Schmidt.

—Lo mismo digo.

Ninguno de los dos se movió. Schmidt respiraba trabajosamente por su nariz rota, con la boca cerrada por la tensión que la situación imponía sobre los músculos de su mandíbula; su cerebro calculaba con la intensidad de un gran maestro de ajedrez, pero sin su claridad.

—¿Un pitillo? —preguntó Felsen.

—Lo dejé —respondió—. A mis pulmones no les sentó bien el trópico.

—¿Una copa, entonces?

—Antes me he tomado un coñac.

—Pensaba que no bebía.

—Normalmente, no.

—Tómese otro, entonces, a ver si acaba gustándole.

—Baje la pistola.

—Me parece que no —replicó Felsen con el corazón desbocado en el paladar—. ¿Por qué no dejamos los dos la pistola allí encima, en el aparador?

Schmidt avanzó entre el mobiliario con la pistola por delante. A medida que se acercaba se hacía más evidente el tono grisáceo de su cara. Estaba enfermo y eso lo hacía más peligroso. Con un gesto de la cabeza ambos dejaron la pistola a la vez sobre la madera pulida. Felsen sirvió las bebidas.

—Estoy sorprendido —reconoció Felsen, sin que sonara cierto a causa del peculiar efecto que el alcohol de un día entero y la subida de adrenalina ejercían sobre él—. Me dijeron que estaba en el fondo de un río con los bolsillos llenos de piedras y una bala en la cabeza.

Felsen le pasó un vaso de aguardiente. Schmidt lo olfateó.

—Su socio. Ni siquiera llegó a salir por mí. Lo vi. Se quedó cerca de la casa como si me concediera tiempo para escapar y, cuando pensó que ya estaba bien lejos, entró en los campos de amapolas y disparó al aire. No fue valiente, pero tampoco estúpido. Lo habría matado.

—¿Por qué no entró en la casa después de nosotros?

—Como en las películas —dijo Schmidt con un sardónico traqueteo de cabeza—. Me lo planteé, pero decidí que era demasiado peligroso y que, en cualquier caso, matarles a los dos no era la cuestión en aquel momento.

—¿Fue por eso que envió a Eva por mí?

—¿Eva?

—Susana. Me refería a Susana Lopes… de Sao Paulo.

—Susana estuvo en un tris. Cometió un error de principiante pero, al fin y al cabo, eso es lo que era.

—¿Trabaja para alguien, Schmidt?

—Se trata de algo personal —respondió.

—¿Por qué no empezamos por lo que quiere? —propuso Felsen—. Vamos a decirlo a las claras: no va en busca del oro, ¿verdad?

—Oro —repitió, sin preguntar, sin responder.

—Está enfermo —dijo Felsen, inquieto por su desorientación—. Salta a la vista.

—Fibrosis de pulmón —dijo Schmidt.

—¿Dónde vive ahora?

—En Alemania, otra vez, en Bayreuth —contestó entre sorbo y sorbo de su bebida—. Nací en Dresde, ¿lo sabía? Ya sabe lo que hicieron con Dresde. No he vuelto allí.

—¿Sobrevivió su familia?

—Están en Dortmund —respondió.

—¿Tiene hijos?

—Dos niños y una niña. Ya están bastante creciditos.

—Ya veo —dijo Felsen, con una extraña sensación de director de banco—. Esa pistola que lleva es americana.

—Un recuerdo.

—¿Dispara la bandera de las barras y estrellas?

Schmidt sonrió. La tensión amainó. Felsen lo fue alejando de las pistolas. Se sentó en el brazo de un sofá de cuero y Schmidt lo hizo en el del sillón de delante, con las rodillas casi en contacto con las suyas.

—Ese cuadro me suena —comentó Schmidt.

—Otro recuerdo.

—No parece una reproducción barata.

—Lo compré en la Bayswater Road de Londres.

—¿Es una copia de…? —preguntó Schmidt, empezando a levantarse.

Felsen le puso una mano en el hombro.

—Es un Rembrandt, Schmidt. Ahora cuénteme el motivo de su amable visita. Vengo de una cena muy larga y estoy cansado.

El pescuezo arrugado de Schmidt se revolvió en el raído cuello de su camisa. Bajo el mentón se adivinaba una parcela de pelambre gris olvidada en el afeitado matutino. De la oreja le asomaba un matojo de pelo negro.

—No soy el único que tiene un pasado delicado —espetó.

—Ah —exclamó Felsen, descubierto el asunto—. Otra de sus importaciones de América, Schmidt. Tengo entendido que ahora el chantaje es muy popular por esos pagos.

Los ojos de Schmidt volvieron a las pistolas del aparador bajo la atenta mirada del viejo del Rembrandt.

—En ciertos círculos están muy interesados —dijo, con la cabeza en otra parte.

—¿No le parece que ya tienen más que suficiente con los rusos?

—Siempre encuentran tiempo cuando se trata de una corporación de muchos millones de dólares que se financió con los fondos de las SS durante la guerra.

—Existe el peligro, por supuesto, de que todo le explote en la cara, Schmidt. No tiene más prueba que su propio y vistoso pasado.

Schmidt se abalanzó hacia el aparador. Felsen, que en parte había estado pendiente de ese momento, descubrió que la otra parte no estaba tan al tanto como debiera. Extendió el pie sin pensárselo y alcanzó a Schmidt en la barbilla. Schmidt agitó los brazos pero acertó a bajar las manos sobre el aparador. Una pistola se deslizó con estrépito por el suelo desnudo. Schmidt cayó y se retorció hasta ponerse boca arriba. Felsen se encontró de rodillas frente al cañón de su propia pistola, sostenida por la mano de Schmidt.

—Pensaba que estábamos hablando, Schmidt.

—Así es, pero he cambiado de opinión —repuso—. El chantaje es un asunto complicado… pueden salir mal muchas cosas.

—También lo es el robo y la venta de una obra maestra.

—Pensaba en un asesinato.

—¿Asesinato? —preguntó Felsen—. ¿Qué saca con un asesinato? Ha perdido la salud, tendría que pensar en el futuro de sus hijos.

—No me conocen. Los he visto, pero no me conocen.

—¿Qué es esto? —inquirió Felsen—. Ya no sé de qué va todo esto.

—Va de lealtad —dijo él.

Felsen ahogó un grito cuando Schmidt apretó el gatillo. Se oyó un chasquido seco. Schmidt sacudió el disparador. Felsen saltó hacia la esquina de la habitación con las manos extendidas en pos del arma de Schmidt. Se produjo una explosión ensordecedora, mucho más estruendosa que la detonación de una bala en un espacio cerrado, y Felsen sintió una intensa quemazón en el brazo y la oreja. Lo siguiente que oyó fue el horripilante sonido de la Prinz Albrechtstrasse, el sonido de un hombre al borde del orgasmo. Recogió la pistola y rodó por el suelo.

Schmidt estaba encogido contra el aparador con las piernas extendidas y los ojos desorbitados a la vista del muñón ensangrentado que remataba su brazo derecho. La sangre le cubría el pecho y el regazo. Tenía un desgarrón en el impermeable y la cara y el pelo gris salpicados de rojo. Quería gritar pero, como alguien atrapado en una pesadilla, su mente vibraba mientras su voz sólo alcanzaba a gemir.

El aluvión de sangre que brotaba de su arteria braquial seccionada formaba una mancha que avanzaba por la alfombra hacia los muebles de cuero.

—Me voy —dijo en un extraño tono educado, como si hubiese conseguido lo que había venido a buscar y tuviera que marcharse.

Felsen se puso en pie. Su reflejo en la ventana presentaba unas rayas oscuras de lado a lado de la cara. El espejo le mostró que había perdido media oreja. El brazo izquierdo le ardía del hombro a la muñeca. Se lo tanteó con los dedos de la mano derecha, que desaparecieron en una profunda herida en el tríceps. Le fallaron las rodillas y estuvo a punto de desmayarse.

Se quitó la americana en el baño y se lavó lo mejor que pudo. Se enjuagó el brazo. No supuso ninguna diferencia. Parecía que tuviera pegado un carbón al rojo. Inclinó la cabeza sobre el lavabo. No sólo tenía que desplazar a Schmidt, también había de quitar los muebles y una gran alfombra antigua de Arraiolos. Se envolvió el brazo con una toalla.

Volvió al salón. Estiró el brazo por encima de Schmidt, destapó la botella de aguardiente y bebió del gollete con fruición. Se sentó en el diván con la botella en la bragueta y llamó a Abrantes con el teléfono más occidental de Europa. La telefonista pasó su llamada.

Contestó la doncella y se negó a molestar a Abrantes. Felsen le insistió durante medio minuto. Sabía en qué andaba Abrantes. Echó otro trago y encontró un paquete de tabaco sin estrenar. Por último, Abrantes se puso al teléfono.

—Necesito tu ayuda —dijo Felsen.

—¿No puede esperar? —preguntó, molesto.

—Necesito ayuda de tus amigos, ésos para los que trabaja Manuel.

Silencio, de súbito. Había captado su atención. Trasegó más licor y sofocó las lágrimas con un parpadeo.

—Se ha producido una secuela del asunto aquel de Susana Lopes. Tengo un muerto en casa.

—Basta —atajó Abrantes—. Ahora cállate. Enviaré a alguien. ¿Estás herido?

A Felsen le ardía la cara del alcohol. Los labios, con el cigarrillo pegado al de abajo, le picaban. Le brotaba sudor del papel de lija de su bigote.

—El brazo.

—Deja la puerta abierta —indicó Abrantes.

Felsen colgó el teléfono con mano insegura. Consiguió llegar hasta la entrada y hacer la mitad del camino de vuelta. Se vino abajo en el umbral del salón; la cara blanca de Schmidt fue lo último que vio.

Era vagamente consciente de la presencia de alguien en la habitación. Sombras y luz en los ojos, chirridos de muebles arrastrados, voces remotas e indefinidas y el viento que todavía entraba en la casa y sacudía las ventanas. Lo estaban desplazando. Se produjo un destello sobre el domo de su cráneo y de nuevo se fue a la deriva, en una balsa que crujía bajo el embate de un mar encrespado.

Se despertó varias veces a lo largo de un periodo que no sabía apreciar. En cada ocasión había sentido un tremendo calor en su interior, como si su cuerpo quemase combustibles fósiles. La última vez había un olor, un hedor, que lo asustó y lo dejó tan débil como el cachorro alfeñique de una camada de doce.

Cuando volvió en sí brillaba la luz de la mañana. El primerísimo asomo del día, cuando del negro gotea el gris más tempranero. La cabeza le pesaba demasiado para alzarla de la almohada. ¿Estaba despierto esta vez? ¿Estaba consciente? Esperó a distinguir dónde se encontraba para asegurarse de que no estaba todavía en el interior de su cabeza. Entró más luz en la habitación, un poco de blancura color hueso. Se sentía fresco. El brazo herido no le dolía tanto y en el otro tenía un goteo de salino. No se notaba reseco, como antes. Oyó voces que en el pasillo mencionaban un intento de golpe en Beja y el nombre del general Machedo, pero escuchar suponía demasiado esfuerzo y dejó de prestar atención.

Alzó el brazo derecho. Estaba afianzado a la cama por unas esposas. Levantó el izquierdo, todavía dolorido, con cautela. El brazo subió con facilidad. Lo miró por encima del pecho, pero no estaba. Lo notaba, pero no estaba. La mano estaba pero no estaba. La muñeca. El codo. El bíceps. Todos estaban, pero no. Aulló con fuerza suficiente para partir los dos sacos de sus pulmones.

Dos guardias, ambos con rifle, irrumpieron en la habitación.

—¿Qué narices pasa? —inquirió el primero y más mayor.

—Mi brazo —berreó Felsen—. No tengo brazo.

Lo miraron con aire atontado desde el otro extremo de la habitación.

—Es verdad —dijo el más joven—. Lo cortaron.

El guardia viejo le dio un codazo.

—¿Qué? —preguntó el joven.

—Ha perdido el brazo, por el amor de Dios.

—Ahora huele mucho mejor que cuando lo trajeron.

El guardia viejo lo fulminó con la mirada y salió a buscar un médico. El joven empezó a dar zancadas por la habitación.

—¿Por qué estoy encadenado a la cama? —preguntó Felsen.

—Mató a un tío —explicó el guardia—. Estaba borracho como una cuba y mató a un tío. En cuanto pueda moverse nos lo llevamos de vuelta a Caxias.

—No recuerdo el juicio.

—Ya llegará.

Felsen volvió a hundir la cabeza en la almohada y parpadeó un rato hacia el techo.

—¿Podría hacerme un favor?

—No tiene pinta de llevar mucho dinero encima.

—Si le doy el número, ¿podría llamar a Joaquim Abrantes? Él le dará dinero.

El guardia negó con la cabeza. No valía la pena.

Dos semanas después trasladaron a Felsen al penal de Caxias. Una semana más tarde lo sacaron de su celda húmeda y fría y lo llevaron a una habitación con una mesa, una lata de sardinas vacía que hacía las veces de cenicero y dos sillas. Llegó Abrantes acompañado por un funcionario. Se estrecharon la mano. Abrantes le dio una palmada en la espalda y trató de animarlo con un asentimiento de cabeza. Felsen intentó que sus ojos no reflejaran frialdad; Abrantes era la única persona del exterior capaz de ayudarle. Se sentaron. Su socio sacó unos cuantos cigarrillos turcos de los que le gustaban a Felsen y una petaca de coñac. Encendieron los pitillos y brindaron cada uno a la salud del otro.

—Entonces, ¿qué tenemos entre manos? —preguntó Felsen.

—Una situación muy difícil y, ahora, burocrática.

—No recuerdo casi nada de lo que pasó después de llamarte.

—Ése fue el primer problema. Llamaste a través de una centralita de Cascáis. Para cuando entré en contacto con mis amigos de la PIDE la telefonista había avisado ya a otra patrulla de que se había producido una muerte y de que no llamabas a la policía para denunciarlo. Sospechoso. Muy sospechoso.

—Se metió en mi casa. Iba armado.

—Igual que tú. Encontraron tus huellas dactilares en la pistola que no estaba registrada. Y el muerto llevaba una bala de esa arma.

—Yo no… —Felsen se dispersó y mordisqueó lo que le quedaba de uña en el pulgar.

—¿Ves lo complicado que se ha puesto?

—Esa pistola no era la mía. Él tenía la mía. Mi pistola le reventó la cara.

—¿Qué hacía él con tu pistola y tú con la suya?

Felsen cerró los ojos y se estrujó el caballete de la nariz. Le contó a Abrantes lo que había pasado todo lo bien que pudo. Abrantes escuchaba, ojeaba su reloj y bebía más coñac del que le correspondía. Asentía y murmuraba para que Felsen siguiera hablando.

—¿Sabes? —preguntó, cuando estuvo seguro de que el alemán había terminado—, no creo que puedas contar nada de eso en un tribunal.

—¿Un tribunal?

—Tiene que haber juicio.

—¿Qué pasa con tus amigos de la PIDE?

—Como ya te he dicho… una situación muy difícil y, ahora, burocrática. Estás dentro del sistema. Sacarte no es tan fácil.

—No recuerdo que me acusaran.

—La acusación, amigo mío, es asesinato.

Felsen persiguió la lata de sardinas por toda la mesa con la punta del cigarrillo.

—Sabes quién era, ¿no?

—¿Quién?

—El muerto.

—Según su documentación era un turista alemán llamado Reinhardt Glaser.

Felsen sacudió la cabeza con una mirada tan intensa que aferraba a Abrantes por el gaznate.

—Me lo debes —dijo.

—¿Qué te debo?

—El muerto era Schmidt, ¿te acuerdas de él?

—¿Schmidt?

—El tipo al que me dijiste que le habías pegado un tiro aquella noche en el Alentejo. Dijiste que lo habías lanzado al río…

—No, no, no, no.

—Sí, Joaquim —corroboró Felsen mientras le quitaba de las manos la petaca—. Era él. Me mentiste. Me contó que no fuiste por él. Me dijo que pegaste un tiro en el campo de amapolas. Te vio. Schmidt te vio.

—No, no, no… Se llamaba Reinhardt Glaser. Te equivocaste.

—No me equivoqué. Sabes que no.

—¿Yo? ¿Cómo? No lo había visto nunca.

El silencio era tal que se oía el chisporroteo del tabaco en los cigarrillos.

—Estás en deuda por eso, Joaquim.

—Mira —dijo él—, has perdido el brazo, lo siento. Has tenido una mala experiencia. Todavía estás en estado de shock. La memoria te juega malas pasadas. He aquí lo que voy a hacer por ti. Voy a conseguir a uno de los mejores criminalistas para que te ayude a salir de este enredo. Si él no te consigue la absolución es que nadie puede. Ahora bebe. Tengo que irme. Pica me espera en el Chiado. Cuanto más tarde, más gastará. Força, amigo meu.

Fue la última vez que Felsen vio a Abrantes. El abogado jamás llegó a aparecer. Su viejo socio no asistió al juicio que se celebró nueve meses después ni estuvo presente cuando sentenciaron a Felsen a veinte años de prisión por el asesinato del turista alemán, conocido por los datos de su pasaporte como Reinhardt Glaser.

Al inicio de sus veinte años de prisión en Caxias, Felsen tuvo un sueño breve, pero vívido. En él aparecían cuatro herraduras que se enderezaban poco a poco hasta formar un enrejado de barras metálicas tras las que aparecía un lagarto vivo que meneaba, erguido sobre las patas delanteras, la pulpa sanguinolenta que era su cabeza machacada. Se despertó con una sacudida y a la mente le vino el recuerdo de un oscuro tramo de carretera de Guincho en una borrascosa Nochebuena. Entonces supo que, incluso en su ebriedad, su instinto no le había engañado: Maria le había contado a Abrantes que Manuel no era hijo suyo. Revivió ese último encuentro con su socio. En apariencia había acudido con bebida, tabaco y una puerta abierta a la esperanza, pero a toro pasado Felsen se daba cuenta de que había ido a disfrutar de su satisfacción, a calentarse las manos a la lumbre de su venganza cumplida.

Dos semanas después del juicio, el 18 de noviembre de 1962, Joaquim Abrantes se reunió con su nuevo abogado, el doctor Aquilino Dias Oliveira, y reescribieron los estatutos del Banco de Océano e Rocha. Entre los accionistas y directores no se hacía mención al asesino convicto Klaus Felsen.