Sábado, 13 de junio de 199_, Paço de Arcos, Lisboa
Durante los seis duros meses de consumo controlado de grasas para volver a ponerme en forma tenía planeado como celebración final cocinar algo empapado en exquisito pringue para Olivia y para mí. En alguna parte de mi cuerpo existía un quejumbroso antojo de algo del estilo de un arroz de pato —el arroz empapado de la grasa, con tacos de chouriço, la carne del pato que se deshace, la piel crujiente— y un tinto profundo, cortante, pizarreño, para regarlo. Pero ese plato llevaba horas de cocina y era tarde, casi medianoche, Olivia no estaba y no había nada en la nevera. Tiré el whisky intacto por el desagüe, me di una ducha y me cambié.
Entré descalzo en la cocina y descongelé con agua caliente unos filetes de pavo que encontré. Herví un poco de arroz, le añadí una lata de maíz y descorché una botella de tinto de Esteva.
Sobre las doce y media estaba ya frente a un café corto y un aguardente, mientras me fumaba el penúltimo cigarrillo. Olivia entró con olor a perfume y cerveza. Se sentó y se fumó por mí mi último pitillo. Protesté. Me abrazó la cabeza y me dio un sonoro beso en la oreja. La aplasté contra mí y me resistí a morderla como hacía cuando era pequeña. Se escurrió de mi llave y me preguntó qué me había pasado en la mano.
—Un accidente de nada —contesté, sin ganas de revivirlo.
—So —dijo ella en inglés, como hacíamos de tanto en cuando, y dio un sorbo a mi café.
—Pareces contenta —comenté.
—Lo estoy.
—¿Has estado con alguien que te gusta?
—Algo así —respondió, con la media verdad automática propia de todas las edades—. ¿Cómo te ha ido a ti?
—¿Has oído algo?
—La chica de la playa, papá. Ha sido la comidilla de todo Paço de Arcos.
—¿Y en Cascáis?
—En Cascáis también.
—Dejasteis de hablar de los Manic Street Preachers durante dos segundos.
—No tanto.
—Sí, bueno, estaba muerta en la playa. Golpeada en la cabeza y estrangulada. Feo asunto. Lo único…
—¿Cuántos años tenía?
—Era un poco más joven que tú.
—¿Qué era «lo único»?
Mi dulce hija, mi pequeña. Eso era lo que aún veía bajo la ropa, el peinado, el maquillaje y el perfume. Muchas noches me inquietaba, porque soy un hombre y conozco a los hombres, pensar en todos esos jóvenes que no veían eso, que veían… veían lo que ella quería que viesen. Supongo que de eso se trata. Las chicas no quieren ser niñas para siempre; hoy en día, ni siquiera durante diez minutos.
—A lo mejor conocías a la chica —dije para cambiar de tema.
—¿Yo?
—¿Por qué no? Es de tu edad. Sus padres viven en Cascáis. Va a clase en Lisboa: al Liceu D. Dinis. Se llamaba Catarina Sousa Oliveira. También asesinan a los niños bien.
—No conozco a nadie del Liceu D. Dinis. No conozco a nadie que se llame Catarina Sousa Oliveira. Pero eso no era «lo único». Has cambiado de opinión, a mí no me engañas. Tú no…
—Pues sí. Lo que pasa es… Tenía menos de dieciséis y para una chica de esa edad estaba muy puesta en ciertos trabajillos.
—¿Trabajillos?
—Es lo que hacen las prostitutas… te hacen trabajillos.
—Eso ya lo sé… Lo que pasa es que es una palabra rara para describir lo que hacen.
—Apuesto a que tu madre no te enseñó eso.
—Mamá y yo hablábamos de todo.
—¿De hacer trabajillos?
—Se llama «educación sexual». Ella no la tuvo, así que a mí me la proporcionó en cierta medida.
—¿Empleó esas palabras?
—Eso es lo que hacen las mujeres, papá. Mientras los chicos dan patadas al balón en el parque, nosotras hablamos de… todo.
—Excepto de fútbol.
—Te he comprado un regalo —dijo.
—¿Qué más te dijo tu madre?
—Aquí tienes. —Sacó una maquinilla, cinco cuchillas y un bote de espuma de afeitar. Me la acerqué de un estirón y le di un beso en la cabeza.
—¿Para qué sirven? —pregunté.
—No te pongas tonto.
—Sigue.
—¿Qué?
—Hablábamos de tu madre.
—Tratabas de sonsacarme nuestras conversaciones… y si mamá no te contaba lo que hablaba conmigo es que probablemente creía que no era asunto tuyo. O que, más bien, papá, no te iba a interesar.
—Ponme a prueba.
Pensó un momento con aire ausente, dio unas caladas y se abrillantó los dientes con la lengua.
—Tú primero.
—¿Yo?
—Cuéntame algo personal de lo que hablases con mamá como muestra de… buena fe.
—¿Cómo qué?
—Algo personal —repitió, disfrutando—, como el sexo. ¿Nunca hablabais de sexo?
Contemplé mi aguardente durante bastante rato.
—A mí me habló de cómo era el sexo contigo —dijo ella.
—¿Ah, sí? —pregunté, anonadado.
—Dijo, espera que lo recuerde: «Es algo fantástico hacer el amor con el hombre al que amas. Una vez que se siente esa ternura, esa profunda intimidad que es su atención absoluta por ti, la emoción de esa conexión mental, entonces no hay vuelta atrás…». Creo que fue más o menos así. Me lo dijo después de mi primera vez, cuando me quejé de que tampoco había sido para tanto.
Olivia dejó de hablar. Yo estaba en apuros, incapaz de tragar, con los ojos escocidos y el estómago en un puño. Se hizo el silencio en la habitación. Ladró un perro solitario en la noche, muy lejos. Mi hija me puso la mano en la espalda y me frotó entre los hombros. Me aparté del precipicio. Descansó la frente en mi brazo y le acaricié el pelo negro y suave. Pasó más tiempo. Me besó la muñeca. El tráfico volvió por sus fueros en la habitación.
—¿Tu primera vez? —inquirí, vuelto a la vida.
Olivia se enderezó.
—No te lo contó, ¿verdad? No creí que lo hiciera.
—¿Por qué?
—Porque fue lo que yo le pedí. Pensaba que lo más probable hubiera sido que lo arrestaras.
—¿Cuándo fue?
—Hace un tiempo.
—No estoy seguro de lo que dura «un tiempo». A veces es mucho, a veces poco.
—Hace unos dieciocho meses.
—Con exactitud. Quiero acordarme de la época.
—En febrero del año pasado, en Carnaval.
—Sólo tenías quince años.
—Ajá.
—¿Qué pasó?
Se estiró y se estremeció a causa de los nervios, poco acostumbrada a hablar así conmigo. Ninguno de los dos lo estábamos.
—Ya lo sabes.
—Dímelo.
—Fue en una fiesta, él tenía dieciocho años…
Uno piensa en esas cosas y luego resulta que ya han pasado sin que uno se diera ni cuenta. ¿Por qué no lo había visto? ¿No adquieren las mujeres esa mirada de haber probado la fruta prohibida? Sé que los chicos no: antes son unos gansos y después unos gansos felices.
Volvía a pasar. Me creía relajado pero estaba más tenso que un muelle de metal. ¿De dónde procedía toda aquella… rabia? Por segunda vez aquella noche estampé el puño en la mesa y rugí imprecaciones contra el cabrón desconocido que había desvirgado a mi hija. Se lo eché en cara a mi difunta esposa. Arremetí contra mi reflejo en la ventana por estar tan ciego. Reñí a Olivia, que se puso en pie dando una coz a la silla y me descargó en plena cara su vida amorosa entera, a voz en grito, de tal modo que la tripulación de los barcos que zarpaban hacia el Atlántico aquella noche debía de haberse apoyado en la barandilla para escuchar. No cejó hasta pegarme: con los ojos arrasados de lágrimas me clavó los puños en el pecho, salió hecha una furia con un portazo y resquebrajó las escaleras con los tacones; un portazo final y me la podía imaginar enterrando la cara en la almohada.
Después el silencio, a excepción de la sangre que me borbotaba en las orejas y el leve triquitraque de la carcoma que se abría camino por la pata de la mesa.
Tras media hora de pensamiento en círculos subí las escaleras. Por debajo de la puerta la luz de Olivia estaba apagada. Seguí remontando las escaleras hacia mi altillo y la debilidad que me había permitido esos últimos seis meses.
En la buhardilla me había instalado un escritorio con una simple silla de madera y rafia. Sobre la mesa tenía una fotografía de mi mujer, un primer plano que le saqué una noche en la terraza de una casa cercana a Lagos, en el Algarve, en la que nos alojábamos. En aquella foto su cara desprendía luz. Era una instantánea en color, pero a causa del flash sólo habían salido blancos y negros y un aura amarilla. Nunca le gustó que le sacaran fotos. Se la hice por sorpresa, pero no salía boquiabierta y horrorizada. En realidad miraba con fijeza y algo de intensidad, el preciso momento previo a emprender una acción evasiva.
Le puse a la fotografía un marco negro y la coloqué sobre la mesa de cara a la ventana. Su rostro se reflejaba en uno de los cristales, como si estuviera fuera mirando el interior.
También en el escritorio, en un cajón cerrado con llave, guardaba una bolsa de hierba y un librito de papeles Rizla+. De niño acostumbraba a fumarlos en África. Era la priva del pobre y los jardineros la consumían en todo momento. No fumaba desde que me fui de Londres, pero cuando dejé de beber para perder peso sabía que no lograría superar los ocasionales y duros momentos de soledad sin algo que dulcificara las cosas.
Llevaba unos seis meses fumando dos o tres porros por semana. Cuando fumaba charlaba con mi mujer en la ventana, y lo más extraño era que después de sucumbir a la droga y ensimismarme, ella me contestaba.
Me senté con la lámpara encendida para que se viera el reflejo y fumé. No hizo falta mucho. Era buen material. Nada local. Es decir, no habría tenido más que salir a la calle y en cinco minutos lo habría arreglado, pero no era lo mismo. Me la pasaba el viejo chófer guineano de mi padre, mi hermano negro.
—Vaya día —dije.
No hubo respuesta; ella tenía la vista tan fija como el curso de un barco en el mar.
—¿Te gusta mi nueva cara?
Sus labios, ligeramente abiertos, oscuros contra su cara blanca, no se movieron.
—Hoy he perdido los estribos dos veces. ¿Qué significa eso? Antes nunca había perdido el control de este modo, ni siquiera cuando bebía. Eso de mi padre… que Carlos hablase así de mi padre. No podía permitirlo.
—A lo mejor te sientes culpable —dijo ella.
—¿Cómo? No te he oído.
—A lo mejor te sientes culpable ante tu padre.
—¿Culpable? —exclamé—. Lo estaba defendiendo.
—Pero cuando te conocí estabas más a la izquierda que la izquierda.
—Era el modo de rebelarse contra… contra el fascismo.
—¿Eso era? ¿Sólo eso?
Silencio. Recorrí un maratón de obstáculos en torno a mi cabeza. Sabía la respuesta, pero ¿cómo soltarlo?
—Puedes decirlo y punto —aportó ella—. Estamos a solas los dos.
—Lo que hizo no fue lo correcto —afirmé.
—¿Eso es lo que pensaste?
—Y aún lo pienso.
—Eso es algo que te debe haber costado reconocer —admitió ella—. Sé lo mucho que lo admirabas.
—Pero ¿por qué he perdido los estribos de ese modo? Dando puñetazos en la mesa…
—Siempre decías que los portugueses prefieren vivir en el pasado; a lo mejor tú has decidido vivir en el presente y en el futuro —dijo—. Estás cambiando. Estás solo y estás cambiando. A lo mejor quieres dejar de estar solo.
—Esta noche te he echado de menos. Al oír que Olivia te citaba, te he echado de menos.
—¿No te importa que le contara aquello?
—No, no, no es eso.
—Entonces, ¿qué?
—Es que se me ha ocurrido que incluso cuando vivías yo estaba un poco solo, de todas formas.
—Solo, no. Solitario —dijo ella, corrigiendo mi inglés—. Es lo que hace de ti el hombre que eres, pero también puede destrozarte.
—¿En mi trabajo, te refieres?
—No hace falta que pienses todo el tiempo en tu trabajo, Zé.
—Tienes razón. Paso demasiado tiempo enfrascado en eso.
—Eras demasiado inquisitivo: la verdad sobre todo y todos. A nadie le gusta eso. Ni siquiera a los policías, y tampoco los más cercanos están siempre dispuestos a decirla, o no la saben.
—No te sigo.
—Sobre todo cuando tú no revelas tus pequeñas verdades propias, cuando las ocultas.
—Ah, sí, sabía que llegaríamos a eso. La barba.
—La barba —resopló ella—. La barba no importaba.
—Metafóricamente, quiero decir.
—Vale, si quieres —dijo—. Pero recuerda: es la primera vez que me cuentas lo que piensas sobre la actuación de tu padre.
—¿Por qué no me contaste lo de Olivia? —le espeté.
—Ella confiaba en que no lo hiciera.
—Ya veo.
—Me dijo que le podría acarrear tu decepción.
—¿Mi decepción?
—Se acuerda de todas esas ocasiones en que la sacabas a pasear de pequeña. Las horas que pasabas con ella explicándole cosas y diciéndole lo maravillosa que era y lo mucho que te importaba. ¿Te ha decepcionado?
Maté el porro y lo apagué en la concha de lata que me servía de cenicero. Volví a experimentar aquella sensación de abatimiento propia del momento en que una chica de la que estás enamorado te defrauda un poco.
—Somos seres extraños —comenté.
—El amor es un asunto complicado.
Contemplé mi propio reflejo en el cristal, encima del de mi mujer.
—Hoy he conocido a alguien —reconocí.
—¿A quién?
—Da clases.
—¿Profesor o profesora?
—Profesora.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó, algo mosqueada.
—Estoy… me gusta.
—¿Te gusta? ¿Qué es «gustar»?
—Me atrae.
Silencio.
—Es la primera mujer que he conocido a la que me gustaría…
—No hay necesidad de ser explícito, Zé.
—No pretendía…
—Entonces, déjalo.
—Es sólo que…
—¿Zé?
Su imagen rieló en el cristal cuando una brisa escapada del mar azotó los cristales sueltos, que perdieron tiempo atrás la masilla. La lámpara zumbaba en el canto de la mesa. Me recliné en la silla y al momento me encontré encorvado y asido al borde del escritorio. Las tejas traquetearon cuando la brisa fue cobrando fuerza. La sacudida, al llegar, parecía proceder de mi esternón. Me lanzó de bruces contra la mesa. La fotografía se volcó, se ensombreció el cristal y la lámpara cayó de lado.
Me tumbé a oscuras en el suelo con las manos sobre el estómago, bajo el escritorio, incapaz de llevar el aire suficiente a mis pulmones. Un médico podría haber pensado que se trataba de un ataque al corazón y lo era, en cierto modo. Después de un pequeño eón me puse en pie a rastras ayudándome con la silla, y atiné a duras penas a salir por la puerta y precipitarme por las escaleras.
Me desvestí con apresuramiento; las ropas se me pegaban como un amante enloquecido. Me tumbé en la cama con la mano sobre su muesca en el colchón. Las lágrimas resbalaban por mi mejilla, sobrepasaban mis orejas y empapaban la almohada.