CAPÍTULO XXV

23 de agosto de 1961, Casa ao Fim do Mundo, Azóia, 40 km al oeste de Lisboa

Felsen contemplaba el patio desde la terraza cubierta de su casa. Estaba lleno de desconocidos, amigos y contactos de negocios de Abrantes. Algunos estaban de pie, otros sentados en torno a las mesas, y aún otros rebuscaban entre el diezmado bufet con la calva decepción de los buitres que llegan tarde a la víctima.

Era un día caluroso sin apenas una brizna de viento, algo que se daba más o menos una vez al año en aquel enclave del Cabo da Roca azotado por las inclemencias. La mar estaba en calma chicha, lenta y viscosa bajo el sol. Felsen fumaba y bebía champán en vaso ancho. La ocasión de la fiesta era celebrar su definitivo regreso de África. Había vuelto allí a mediados de junio de 1955, y allí había pasado los seis años casi enteros. Pero aquello se acabó. Había estallado la guerra en Angola y el negocio se había desmoronado.

Felsen dirigió la mirada hacia el jardín cerrado de la fachada sur de la casa. Junto a Joaquim Abrantes estaba una de sus chicas del momento, Patricia, la única a la que había invitado, en un grupo formado por ellos dos, Pedro, el hijo mayor de Abrantes, Pica, la esposa de Abrantes, y los Monteiro, los padres de Pica. Abrantes tenía una mano en los riñones de Patricia y la otra sobre la cintura de su mujer. Se inclinaba hacia delante para escuchar a Pedro quien, como de costumbre, entusiasmaba a todos los presentes con una de sus largas y entretenidas historias, que Felsen con probabilidad había oído antes sin acabar de verle la gracia.

No le apetecía en absoluto unirse a ellos. Estaba acostumbrado a la brillantez de Pedro y, como el buen coñac, con un poco le bastaba. Buscó con la mirada a Manuel, el segundo hijo, el que tenía sus ojos. Lo encontró allí mismo, en el jardín, pero a cuatro metros del grupo, solo a la sombra de una buganvilla, tal vez escondido, oculto en la penumbra, inadvertido e invisible para todos, a la espera de algo que le resultara de interés. Felsen lo había visto en la misma posición en otra fiesta que había montado. Aquel día unos amigos de Pedro hablaban cerca de la buganvilla, entre ellos una chica de pelo rubio. Manuel extendió la mano desde las sombras, le tocó la cabeza y le dio un susto de muerte.

Mientras que Pedro era el primogénito alto, seguro, de pelo claro y ojos marrones que jugaba a fútbol y era el mejor en su clase de economía de la Universidad de Lisboa, a sus diecinueve años Manuel era más bajo y más gordo, y su pelo moreno empezaba a clarear de un modo extraño que le dejaba una desgreñada mata de pelo de lado a lado de su cuero cabelludo marrón. La mandíbula se le confundía con el cuello, los pechos le abultaban bajo la camisa y los pantalones se le introducían indefectiblemente por la raja del trasero, por grandes que los comprara. Pese a todo, lucía un bigote esplendoroso que, en compensación por las pérdidas de la parte de arriba, era denso, exuberante y lustroso, como si atrajera toda la energía de su cabeza. Y estaban los ojos: azules y de largas pestañas, con una levísima traza del verde de su madre. Su mejor rasgo.

Manuel era un chico taciturno. La ausencia de su madre le había hecho sufrir más que a su hermano. Las clases eran un suplicio. Las notas que daban fe de su capacidad académica eran flojas. Era incapaz de chutar un balón sin acompañarlo de un pegote de césped, y la gente aún lloraba de risa al recordar sus escarceos con el hockey sobre patines. Ni siquiera se distinguía por una gran falta de popularidad. No pasaba de ligeramente impopular: no lo vilipendiaban, sólo lo pasaban por alto.

Todo trato rudo de manos de su padre, y lo había a tutiplén cuando llegaban las notas, iba a parar a su nuca o trasero, nunca a los de Pedro. No por ello odiaba a su hermano. Le caía demasiado bien, como a todo el mundo, y además siempre daba la cara por él. Tampoco odiaba a su padre, aunque había aprendido a ser despierto y ladino para evitar la confrontación. Eran las mujeres las que le causaban problemas. No había manera de que hablase con ellas o encontrara algo en su interior que pudiera interesarles y, como resultado, no les gustaba. Quería conocerlas mejor y los cajones de la ropa interior parecían un punto de partida tan bueno como cualquier otro.

Aquellas indagaciones despertaron, en Manuel, una pasión adolescente por espiar a sus congéneres. Lo llenaba de emoción observar sin ser visto, absorber información que nadie sabría nunca que conocía. Le daba poder para afrontar la indiferencia y le enseñaba cosas sobre las personas y sobre el sexo.

Su educación sexual empezó con la doncella del vecino de al lado y el chófer de su padre. Había entrado por su cuenta en la casa del vecino para echar un vistazo, desvalijar los cajones y escarbar en los armarios, cuando les oyó entrar. Se escondió en el lavadero a esperar a que se fueran, pero entraron detrás de él. Al principio no sabía a ciencia cierta lo que estaba presenciando cuando aquella pareja peleaba con gentileza entre extraños sonidos de deglución. Entonces contaba apenas con doce años. Pero en cuanto vio levantarse las faldas de la chica y sus piernas desnudas con aquella mata cobriza de remate, su propia excitación le indicó que aquello se trataba de una emoción que no tenía punto de comparación con el cajón de la ropa interior de Pica.

El comportamiento del chófer le dejó patidifuso, cuando se bajó los pantalones como si fuera a hacer caca delante de la chica, a la que había alzado en volandas hasta la mesa. Le dio repelús. Pero al ver su equipaje, su estado, su tamaño, dónde lo ponía, el modo en que embestía con él contra la mata brillante de la chica, la extraña y temerosa gratitud que aquélla mostraba, la ferocidad en aumento de los embates del chófer y la confusión que precedió a que el hombre rociase de semen todo lo que le rodeaba, entonces fue consciente de que había entrado en un mundo extraordinario. Se lo indicaba el estado de sus pantalones. Su cerebro le indicaba algo distinto: en parte emoción, en parte asco, con una rara sensación de inminente calamidad que le decía que eso era lo que se esperaba de él.

Dos días después se aclaró parte del misterio (el lavadero había pasado a ser uno de sus escondrijos permanentes) cuando entró su padre con la misma doncella. Manuel descubrió que sólo las personas de clase baja lo rociaban todo de semen, mientras que la gente bien, a su entender con mayor educación y menos pringue, lo dejaba todo en la mata de la chica.

Fue unos cuantos años más tarde, y una retahíla de doncellas después, cuando alcanzó una comprensión total de la situación, e incluso entonces fue necesaria la visita a una prostituta con ocasión de su decimoctavo cumpleaños para desmitificar por completo el procedimiento. Fue ella la que, con una rodilla bien dirigida, le demostró que en una sociedad católica la técnica de la marcha atrás era una práctica de todas las clases.

Felsen se movió para ver mejor lo que fascinaba a Manuel. ¿Era el culo de Pica? En ese caso, era buena señal, ya que sus propios ojos derivaban con frecuencia hacia esa región. No había perdido la figura. No había tenido hijos. Abrantes se había ofrecido a llevarla a ver a la senhora dos Santos en la Beira y por respuesta había encontrado un silencio compasivo. En lugar de eso la había llevado a Londres varias veces y gastado grandes sumas de dinero en Harley Street sin lograr que jamás se quedara embarazada, y mucho menos abortara. Ése era el motivo de que sus padres se pasaran de educados cada vez que iban a casa de Abrantes o a sus fiestas, lo cual daba lugar a conversaciones aburridas.

Felsen devolvió la vista a Manuel que, en aquel momento, se enderezó como si hubiera visto el motivo de su asistencia. Su padre había deslizado la mano por la espalda de Patricia y en aquel momento sostenía con toda tranquilidad una de sus nalgas, mientras que con la otra jugueteaba con el cierre que ocultaba el tejido del vestido de Pica. «Viejo zorro», pensó Felsen, cuando Pica se volvió y distinguió la blancura de la camisa de Manuel bajo la buganvilla. Se zafó de la mano de su marido y el otro apéndice de Abrantes salió disparado como un lagarto de la nalga de Patricia.

Transcurrió la velada. La concurrencia desfilaba a medida que se acababa la comida. Abrantes se unió a Felsen en la terraza con dos copas de coñac y una botella de aguardente que se había traído de la Beira. Se sentaron en las sillas acolchadas de rafia con una mesa de hierro forjado de por medio, y bebieron y fumaron mientras Abrantes palmeaba con suavidad en la baranda de madera pintada.

—Así son los portugueses —dijo Felsen, que observaba la partida de los invitados—, no saben hacer nada sin comida.

Abrantes no le prestaba atención. Tiraba la ceniza por encima de la baranda sin preocuparse de dónde iba a parar.

—Ha sido un mal año —comentó, adoptando el típico aire de empresario muy próspero pero pesimista por naturaleza.

—Salimos de África sin perder la camisa —replicó Felsen.

—No, no, no hablo de negocios. Los negocios han ido bien. Es eso que dices… las colonias. El problema africano de marras no va a desaparecer.

—Salazar seguirá el ejemplo de los ingleses. Le han concedido la independencia a Ghana y Nigeria. Kenia será la próxima. Lo mismo hará Salazar. En un par de años volveremos a África a hacer dinero con los nuevos gobiernos independientes.

—Ajá —exclamó Abrantes, inclinándose hacia delante con las rodillas abiertas y los tobillos cruzados, contento de tener la oportunidad, por una vez, de corregir al alemán—, si eso es lo que crees, es que no entiendes a Salazar. Te olvidas de lo que pasó con los australianos que desembarcaron en Timor Oriental durante la guerra. Salazar jamás se desprenderá de las colonias. Son parte de su Estado Novo.

—Venga ya, Joaquim; el tipo ya tiene setenta y dos años.

—Si te crees que no se atreverá, vas muy equivocado. Es una debilidad suya. Todo el mundo lo sabe. ¿Por qué crees que tiene tantos problemas en casa?

—¿Moniz trata de hacerle dimitir? —preguntó Felsen con sorna y se llevó la mano al hombro como si lanzara sal.

—Y no te olvides del general Machedo. Sigue suelto por ahí.

—En Brasil, a un par de miles de kilómetros.

—Ahí tienes a un hombre con respaldo popular —siguió Abrantes, sin hacer caso a Felsen—. Ahí tienes a un hombre que haría cualquier cosa por hacerse con el poder; y si no consiguiera poner de su lado a los altos mandos del ejército hablaría incluso con ésos.

—¿Ésos? —inquirió Felsen.

Abrantes dio vueltas y más vueltas con la mano, cada una rematada por una palmada en la baranda, para mostrar que había cada vez más; los dos empresarios actuaban entre ellos como si representaran alguna vertiente de teatro formal.

—Estos no paran de llamar la atención. Tomaron aquel transatlántico, el Santa María. Secuestraron ese avión de la TAP. Ellos…

—¿Quiénes son ellos? ¿Quiénes son ésos o éstos, quiénes?

—Los comunistas —aclaró Abrantes con los ojos abiertos en un gesto que Felsen tomó por miedo fingido pero era, en realidad, estupefacción—. A ésos más vale tenerles miedo. Tú, precisamente, tendrías que saberlo. Mira lo que han hecho en Berlín.

—¿El muro? Eso no durará.

—Es un muro —dijo Abrantes—. Nadie construye un muro si no espera que dure. Créeme. Y aquí también se están haciendo fuertes. Lo sé.

—¿Cómo?

—Tengo amigos —contestó Abrantes—, en la PIDE.

—¿Y los de la PIDE hablan así de Salazar?

—No lo entiendes, amigo. Has pasado mucho tiempo fuera del país. Yo he estado en Lisboa todo el tiempo. La PIDE —explicó con un evangélico ademán de la mano—, la PIDE no es sólo la policía; son un estado dentro del Nuevo Estado. Ven las cosas tal y como son. Entienden los peligros. Ven las guerras de África. Ven los problemas en casa. Ven el desacuerdo. Ven el comunismo. Todo eso son amenazas para la estabilidad del… ¿Sabes lo que hacen los comunistas con los bancos?

Felsen no replicó. Sabía que Abrantes era muchos animales —el astuto socio de su empresa, el implacable practicante de las relaciones laborales brutales, el recortador de gastos, el negociante— pero nunca, que él supiera, un animal político.

—Los nacionalizan —continuó Abrantes, extendiendo la mano como si en ella llevara una Biblia.

Felsen se pasó la mano por su pelusa gris. Abrantes estaba molesto por su aparente falta de preocupación.

—Eso significa que nosotros nos quedaríamos sin nada —reiteró la enormidad.

—Ya sé lo que es la nacionalización —dijo Felsen—. Sé lo que es el comunismo. Me da miedo. No hace falta que me convenzas. Pero ¿qué propones? ¿Qué vendamos y nos larguemos? Yo no pienso irme a Brasil.

—Manuel se apunta a la PIDE —anunció Abrantes, y Felsen se mordió las ganas de romper en carcajadas; ¿y eso era una solución?

—¿Qué hay de su educación universitaria? —preguntó de forma automática.

—Suspendió —aclaró Abrantes mientras se daba golpecitos en la sien con el puro—. Miro a Pedro, miro a Manuel… no puedo creer que tengan los mismos padres. Pero no me malinterpretes, creo que a Manuel le irá muy bien en la PIDE. Ya he hecho las presentaciones. Les cae bien. Ahora el chaval tiene una estructura en su vida. Y tampoco le gustan los comunistas. No tendrán que enseñarle nada sobre eso. Ya lo verás, saldremos ganando. Si en nuestras fábricas tenemos comunistas los erradicará y los meterá en el penal de Caxias. Y en el penal de Caxias saben cómo tratar a los comunistas.

Felsen murmuró, ya cansado por la aspereza, antes inexistente, que el fanatismo de su socio le daba al aguardente. Abrantes volvió a recostarse, se metió el puro en la boca y se enderezó la corbata sobre la panza.

Más allá de la terraza, la cabeza enmarañada de Manuel se deslizó de nuevo a la penumbra de la tapia.

Abrantes se fue a la hora de cenar con su familia y Patricia, que aseguraba no sentirse bien aunque el motivo fuera que Felsen estaba borracho como una cuba. Tan borracho que fueron necesarias varias acometidas tentativas antes de acertar con el cigarrillo entre los labios.

Consiguió poner Jailbouse Rock en el tocadiscos y de algún modo se las apañó para subir hasta la terraza, donde esnifó con desmesura la brisa marina, todavía floja, y perdió la vista en la noche negra.

Cuando acabó la música y quedó sólo el crepitar y el chasquido rítmico de la aguja, bajó dando tumbos las escaleras y bebió agua hasta quedarse sin aliento.

Transcurrió un breve eón y se encontró por arte de magia en su dormitorio; abrió las ventanas de par en par, se sacó las faldas de la camisa de un tirón y pisó los pantalones después de dejarlos caer al suelo. Sentía calor y una gran necesidad de estar desnudo e inconsciente bajo unas sábanas frescas.

Deshizo la cama con gesto brusco, se enderezó de una sacudida y retrocedió anonadado dos pasos.

En mitad de la cama había un enorme lagarto. Un lagarto vivo, que cabeceó y se irguió sobre la sábana blanca. Felsen salió a la carrera de la habitación, dio con las herramientas y volvió con un rodillo y un martillo. Su primer golpe falló de mucho e hizo rebotar al lagarto hasta el suelo. Lucharon por espacio de diez minutos, destrozando el dormitorio, hasta que Felsen logró noquear al animal con el rodillo que le había arrojado, presa de la frustración. Lo machacó con el martillo y sólo se detuvo cuando le vino a la cabeza un incidente sucedido en una carretera calurosa y polvorienta de la Beira. Levantó al lagarto por la cola. Su peso era sorprendente. Lo tiró al patio.

Por la mañana lo despertó el golpeteo de su corazón contra la caja torácica. Todavía estaba borracho. Lo sabía porque no le dolía la cabeza ni le molestaba la visión de la sangre que manchaba sábanas y almohada. Por las ventanas entraba una pálida luz grisácea y el helor del mar abierto. La habitación estaba nublada. Eran las diez de la mañana. Una espesa niebla sepultaba la casa.

Felsen tenía un tajo encostrado en la frente. Se lo limpió en el baño y se duchó hasta empapar su cuerpo de algo de sensatez. Salió a por el coche con traje y abrigo de lana. Bordeó el lagarto mientras avanzaba, de espaldas, hacia el garaje, lleno de asombro: un bicho enorme, medio metro contando la cola. Volvió hasta él y lo volteó con el pie. Una bestia foránea, suponía.

Abrió el garaje y miró de inmediato a sus pies, como si tuviera instrucciones. En la parte de atrás del coche, bajo el parachoques, alguien había dispuesto de través un par de herraduras oxidadas. Se puso en cuclillas. Detrás de las ruedas de atrás había también herraduras. Las recogió todas y las lanzó por encima del muro con un exagerado alarde de fuerza. Una rebotó hasta él y le aplicó un tratamiento especial.

Cuando puso la marcha atrás todavía jadeaba. Al salir para cerrar el garaje vio que bajo las ruedas delanteras habían puesto dos herraduras más. Corrió hacia ellas y las arrojó a la maleza del exterior con fuerza enloquecida. Condujo hasta Estoril al ritmo del golpeteo que empezaba a nacerle tras de los ojos.

A menos de un kilómetro de la casa emergió a un sol deslumbrante. Llegó a Estoril sudado y se tomó en la plaza mayor un café que pareció dañar la parte de su cerebro que controlaba la respiración. Notaba el corazón acelerado como si bombeara éter en vez de sangre fuerte y espesa. Dejó el abrigo en el coche y fue a pie hasta la casa de Abrantes con la americana al hombro. Llegó con las cejas cargadas de sudor y oscuros estados africanos en la pechera y la espalda de la camisa. La doncella por poco le cierra la puerta en las narices. Lo hizo pasar al salón y le dio un vaso de agua, pero Felsen estaba demasiado agitado para sentarse y recorrió la habitación con grandes zancadas de pantera enjaulada.

Joaquim Abrantes entró con un bamboleo cargado de energía y determinación hasta que vio la camisa manchada de Felsen y su cabeza cortada que lucía la resaca de puertas afuera.

—¿Qué ha pasado?

Se lo contó.

—¿Un lagarto? —preguntó Abrantes.

—No me importaría saber quién lo metió allí.

Llamaron a Manuel y se lanzó la acusación de broma en primer grado. El chico, que escuchaba en posición de firmes, se quedó pasmado. Lo negó con vehemencia y le ordenaron retirarse.

—No sé qué pensar de este chaval —dijo Abrantes—. Siempre está fisgando en casas ajenas.

Felsen le contó lo de las herraduras. Abrantes seguía en pie, inmóvil, encorvado, y Felsen captó un destello del campesino de la Beira: supersticioso, pagano, con la nariz enhiesta al olor de algo que no pintaba bien.

—Mal asunto —afirmó—. Muy malo. A lo mejor has molestado a tus vecinos.

—No tengo vecinos.

—Gente del pueblo, a lo mejor.

—No conozco a nadie del pueblo excepto a la sirvienta, y ésa está más que contenta con mi dinero.

—¿Sabes lo que tienes que hacer?

—Esperaba que me lo dijeses tú. Es tu gente.

—Tienes que ir a la senhora dos Santos.

—¿En la Beira?

—No, no. Una del lugar. Pregunta en el pueblo, ellos lo sabrán. Esa magia no es de la Beira.

—¿Magia?

Abrantes asintió con gravedad.

Felsen volvió hasta Azóia, que seguía envuelta en la niebla, un mundo estacionario, cerrado y amortiguado que resultaba gélido tras el sol agostizo de Estoril. Se acercó al bar, ocupado por cuatro personas, tres de negro y el camarero. Nadie hablaba. Hizo la pregunta y llamaron a Chico, un chaval.

Chico lo guio por las callejuelas del pueblo, entre una niebla tan espesa que Felsen, en su estado, se paraba de vez en cuando y retrocedía como si encarara un muro macizo. El crío lo condujo a una casa baja de las lindes del pueblo. La humedad se había acumulado en su pelo moreno como el rocío de la mañana.

Abrió la puerta una mujer en bata floreada azul que se secaba con un trapo las manos ensangrentadas: recién llegada de matar la comida o quizá de una inspección de entrañas. Tenía la cara redonda y unos ojos muy pequeños que sólo se abrían en minúsculas ranuras. Miró al chico, que era de su altura, aunque fue Felsen quien habló.

—Tengo un problema; me gustaría que viniera a ver mi casa —dijo.

La mujer le ordenó al niño que se fuera. Felsen le dio una moneda. Atravesaron el patio trasero, que albergaba un palomar del tamaño de una cúpula de iglesia. Metió la mano y las aves aletearon y arrullaron. Sacó una que tenía pintas marrones en las alas. Se la llevó al pecho y la acarició. Felsen sentía una extraña calma.

La llevó en coche hasta la casa entre una niebla tan espesa que Felsen sacó la cabeza por la ventana para comprobar si así veía mejor.

La senhora dos Santos estudió el lagarto muerto, plagado ya de hormigas.

—Se lo ha encontrado en la cama, dice.

Felsen asintió, con el escepticismo agazapado en el hombro.

—Habría sido mejor que no lo matara.

—¿Por qué?

—Vamos a ver la casa.

En cuanto entró en el vestíbulo el aliento de la mujer se volvió trabajoso, como si padeciera un ataque respiratorio. Recorrió la casa, pugnando por dar cada paso, con la cara enrojecida y sudada a pesar del frío del océano. Felsen se encontraba al borde de la carcajada ante lo absurdo del espectáculo. Caminaba en pos de ella, indiferente, como si se tratara de una inspección de rutina en un cuartel cualquiera.

La senhora dos Santos contempló la cama, que aún conservaba las manchas de sangre causadas por la herida de Felsen, como si en ella reposara un cadáver tres veces apuñalado. Dando traspiés salió de la habitación, bajó las escaleras y salió al patio, perseguida por Felsen, interesado como un escolar morboso.

La mujer recobró el aliento y su cara recuperó su color natural. La paloma no tuvo tanta suerte. Cayó de sus manos muerta y ya rígida. La miraron, ella con tristeza y Felsen afrentado por tanto curanderismo. No le cabía duda de que la había matado ella.

—¿Qué le parece? —preguntó.

Su gesto al alzar la cara no resultaba alentador. Las que fueran rendijas se habían convertido en ojos abiertos como platos, negros, todos pupila, sin iris.

—Esta magia no es nuestra —anunció.

—Pero ¿qué quiere decir todo esto? —preguntó Felsen—. ¿El lagarto? ¿Las herraduras?

—Mató al lagarto… en su propia cama. Quiere decir que usted mismo se destruirá.

—¿Me suicidaré?

—No, no. Será el causante de su caída.

Felsen resopló.

—¿Y las herraduras?

—Impedirán que vaya a ningún sitio. Impedirán…

—Acabo de estar en un sitio. Acabamos de estar los dos en el coche.

—No se trata del coche, senhor Felsen —aclaró, y por un momento el alemán se preguntó cómo sabía su nombre.

—Entonces, ¿qué?

—Su vida.

—¿Qué es este… este…? —preguntó él, dando vueltas y revueltas con la mano en busca de la palabra.

—Esto es Macumba.

—¿Macumba?

—Magia negra brasileña.