Sábado, 13 de junio de 199_, Alfama, Lisboa
Llamé para que enviaran un coche a buscarnos. Dejé que Jamie Gallacher comprara tabaco y fumó todo el camino hacia la Polícia Judiciária mientras jugueteaba con el seguro de la puerta hasta que el conductor no pudo soportarlo más. No le había permitido lavarse ni afeitarse. Llevaba todavía la camiseta arrugada y los vaqueros manchados de cerveza, pero los acompañaba en los pies por unas Nike que a buen seguro no serían suyas durante mucho tiempo en los tacos, que era lo que le tenía reservado para después de la declaración. No es que no le creyera, es que no me caía bien.
La posibilidad del coche grande y oscuro coincidía con el curso que iban tomando mis pensamientos: que había aparecido un tarado después de Valentim y Bruno, después de Jamie Gallacher, que la había sodomizado y asesinado para que no hubiese alguien suelto por ahí que supiese la clase de persona que era en realidad. También encajaba el que la víctima hubiese tenido una riña y se hubiese ido hecha una furia. Con las chicas era posible: se emocionaban, se volvían vulnerables y era entonces cuando podía recogerlas un tarado y violarlas o matarlas. Los he visto; no muchos, Lisboa no es una ciudad violenta. Son gente cruel, esos tarados. Ofrecen consuelo: un abrazo, una caricia, un besito, un apretoncillo, un feo agarrón y después el caos.
Era posible que el conductor del coche grande y oscuro ya la conociera. Tal vez la había esperado a la salida del instituto, había visto a Gallacher pegarle y había entrado en escena. El estómago me hablaba. El único problema era que no dejaba de hablarme desde que estuviera en el apartamento de Luisa Madrugada.
Jamie Gallacher declaró y lo metí entre rejas. Protestó y me dijo que el lunes por la mañana tenía que dar clase.
—Es sospechoso de asesinato, señor Gallacher. Ha reconocido una relación sexual con una menor que además era alumna suya —le dije—. Puedo tenerle sin cargos en un calabozo durante un año mientras llevo a cabo mis investigaciones. Esto es Portugal. Es nuestro sistema legal. Uno es culpable hasta que se demuestra lo contrario. Que tenga un buen fin de semana.
Carlos tenía la orden de registro. Fuimos en coche hasta Odivelas. Se estaba haciendo tarde pero tenía que echar un vistazo.
La garrapata abrió la puerta y se leyó la orden de cabo a rabo. Se la llevó a la madre de Valentim. Estaba sentada en la cocina, fumando con la cara vuelta de espaldas a la televisión de la habitación contigua, que mostraba a unos gordos que fingían ser ricos y pretendían ser graciosos sin conseguirlo. La garrapata chupaba de una botella de Sagres. La mujer alzó la vista, los ojos rojos, las cuencas ennegrecidas por el rímel, el pintalabios desvanecido. La saliva, la bebida y las lágrimas espesaban su voz.
—¿Por dónde quiere empezar? —preguntó.
—Sólo esta habitación. ¿Está cerrada?
Se encogió de hombros. La garrapata asintió.
—¿La llave?
La garrapata meneó la cabeza. La garrapata lo sabía todo.
Bajé el picaporte y cargué mi peso contra la puerta. Cedió con facilidad al ser demasiado pequeña para su marco. Empecé por un lado de la habitación y Carlos por el otro. Me pasó un par de guantes quirúrgicos y se puso otros. Era metódico, cuidadoso. Sabía que lo sería. Examinó cada uno de los libros página por página, tratándolos todos como si fueran suyos. Se comportó igual con las partituras. Registré el armario que había a la cabecera de la cama. No contenía nada raro. Había cuadernos de espiral cargados de anotaciones de los libros de texto. Los hojeé. Carlos se deslizó bajo la cama con una linterna en la boca. Al poco gruñó y salió con una llave que tenía una etiqueta de plástico. Llevaba escrito «7D». La metimos en una bolsa y salimos de la habitación.
—¿Han encontrado lo que buscan? —preguntó la madre.
Les pedí si la llave les decía algo. La garrapata negó con la cabeza, pero sabía algo. La mujer bajó la vista hacia el cenicero que tenía delante; se le había caído del hombro un tirante del sujetador.
Entramos en el coche y contemplamos la llave a la luz de las farolas.
—¿Qué le parece? —preguntó Carlos.
—A lo mejor un garaje.
—¿Para el coche?
—Es posible. O sólo un sitio para guardar sus cosas en secreto.
Apareció una cara en la ventanilla de Carlos. La garrapata a la caza de más sangre.
—¿Quieren saber qué puerta abre esa llave?
—No le cae bien, ¿verdad?
—Es un mierdecilla.
—Entre.
La garrapata nos guio en un breve recorrido de menos de dos kilómetros hasta un polígono de industrias ligeras lleno de pequeños almacenes, talleres de chapa, mecánicos, fabricantes de muebles de goma espuma y otras empresas de bajo capital. La Unidad 7D tenía el tamaño de un garaje doble con una gran puerta para envíos y entregas y una más pequeña que daba a la oficina. Era un local barato, si uno no era un estudiante que se ganaba la vida con eso. Probé la llave. Encajó y giró. La saqué.
—¿No van a entrar? —preguntó la garrapata.
—No sin una orden de registro.
—No se lo contaré a nadie.
—Me importa un carajo —dije—. Si hay algo allí dentro no pienso arriesgarme a no poder utilizarlo. Y tampoco sé a qué juega usted. A lo mejor cambia de bando.
Dejamos a la garrapata en un bar cercano a la finca. Entró, enganchó el trasero a un taburete e hizo un gesto con el dedo para pedir una cerveza. Volvimos a Saldanha y rellenamos el papeleo correspondiente para la llave. Carlos estaba enfurruñado, de modo que me lo llevé al otro lado de la calle para invitarle a una cerveza en el único sitio abierto de una parte de la ciudad que estaba derrengada tras una larga semana y mucho calor. Bebimos en silencio nuestras Super Bock bajo el brillo del neón, con las chaquetas colgadas en los respaldos de las sillas. El camarero miraba el fútbol. Le pedí el resultado, no muy interesado.
—Cero a cero —dijo, sin apenas escucharme.
—Ahora lo dan a todas horas —comenté.
No hubo respuesta. Me volví hacia Carlos, que estaba absorto.
—Habla inglés como si fuera de allá —observó Carlos.
—Pasé cuatro años y medio en Inglaterra, cuatro y cuarto de ellos en el pub —expliqué—. Con mi esposa sólo hablaba en inglés, y aún lo empleo con Olivia.
—No me ha contado por qué estuvo en Inglaterra.
Me encendí un cigarrillo y lo miré con fijeza.
—¿No está cansado? —pregunté.
—Algo habrá que hacer mientras me bebo la cerveza.
—No quiere hablar de fútbol.
—No sé nada de fútbol.
—¡Mierda! —exclamó el camarero.
Levantamos la vista a tiempo de ver perderse la pelota en las gradas.
—Mi padre estaba en el ejército, eso ya lo sabe. Sirvió en Guinea combatiendo en aquellas guerras coloniales de antaño a las órdenes del general Spínola. A lo mejor eso también lo sabe…
—Siga.
—Eran guerras imposibles de ganar. Cada día mataban a chavales de su edad sin mejor motivo que las ganas de Salazar de ser emperador. El general Spínola tuvo una idea brillante y original. En vez de matar gente para hacerlos ciudadanos portugueses, ¿por qué no ser amables con ellos? Decidió librar lo que dio en llamarse una guerra «de corazones y mentes». Mejoró la atención médica y la educación, repartió libros, ese tipo de cosas, y de repente los africanos le amaban y los rebeldes perdieron su causa. Significaba que ya no iban a matar a los hombres de mi padre, y eso le convirtió en un gran admirador de Spínola.
Carlos se recostó, ya dispuesto a ofrecer algo de resistencia. Hacía que me sintiera cansado.
—Así que, después de la revolución, al apagarse la euforia, cuando Portugal era una masa en ebullición de partidos y programas políticos diferentes y los comunistas acaparaban una buena parte del poder funcionarial, mi padre decidió que la solución de su viejo colega Spínola al problema que suponía aquel caos era la acertada.
—Un segundo golpe —dijo Carlos.
—Exacto. Y como sabe, lo descubrieron y mi padre tuvo que salir por piernas. Tenía amigos en Londres, así que nos fuimos para allá. Eso es todo.
—Tendrían que haberlo fusilado —le comentó Carlos al interior de su cerveza.
—¿Cómo dice?
—Que… a su padre… tendrían que haberlo fusilado.
—Eso mismo pensé que diría.
—Se había hecho una revolución. El proceso democrático estaba en marcha, una marcha caótica, de acuerdo, pero así es el proceso. Lo que menos falta hacía era otro golpe de estado y la instauración de una dictadura militar. Opino, sin la menor sombra de duda, que a su padre y a todos los demás tendrían que haberlos fusilado.
Había sido un día largo y caluroso. Me había tomado una cerveza con el estómago vacío. Llevaba un día entero con mi cara nueva a la vista de todo el que quisiera descifrarla. Había motivos de toda clase por los cuales oír que aquel chaval condenaba a muerte a mi padre, a mi difunto padre, con toda la calma del mundo… bueno, despertó en mí algo que no salía a la luz desde hacía bastante. Por usar una expresión inglesa, «lo perdí». Hasta entonces nunca había sabido a ciencia cierta qué era lo que se perdía. Ahora lo sé. Es el control que nos hace humanos. Por una vez arremetí con las garras desnudas.
Estampé los puños sobre la mesa y las dos cervezas saltaron y cayeron al suelo. El camarero se apoyó en la barra de acero.
—¿¡Quién coño te crees que eres!? —bramé—. ¿Eres fiscal, juez y jurado todo en uno? Cuando pasó todo eso no llevabas ni pañales. Ni siquiera tenías dientes. No conociste a mi padre, y no tienes ni puta idea de lo que es vivir bajo una dictadura fascista, ver hombres asesinados, verlos salvados por las ideas de un hombre, ver tu país hundido en la mierda por un hatajo de cabrones sedientos de poder y llenos de autobombo. Así que ¿quién coño te has creído que eres para condenar a nadie a muerte? Eres el motivo de que pasen este tipo de putadas.
Carlos se tiró hacia atrás en la silla y se puso a salvo en la ventana, con la camisa y los pantalones manchados de cerveza pero la cara tranquila e impasible, sin acobardarse.
—Y usted cree que eso es parte del proceso democrático, ¿verdad? Volver a sus tanques y tomar la Avenida da Liberdade. ¿Cree que ésa es la mejor manera de resolver las diferencias políticas en un mundo moderno? A lo mejor también tendrían que haberle fusilado a usted.
Fui a por él, tiré la mesa al suelo, tropecé con ella, me corté en la mano con un fragmento de cristal, resbalé con la cerveza, volví a levantarme, me abalancé sobre Carlos y de improviso topé con el hombro gordo y seboso del camarero, que debía de estar acostumbrado a este tipo de cosas y había desplazado sus cien kilos de un salto por encima de la barra más rápido que un gimnasta chino. Agarró mis brazos batientes.
—¡Filho da puta! —bramé.
—¡Cabrao! —gritó Carlos en respuesta.
Volví a abalanzarme sobre él arrastrando conmigo al camarero, y nos fuimos todos al suelo en un montón junto a la puerta acristalada del bar. Dios sabe lo que cualquier paseante que mirase hubiera pensado: otra discusión futbolística que se ha salido de madre.
El camarero fue el primero en ponerse en pie. Sacó a Carlos a la noche de una patada y a mí me llevó a rastras hasta los baños que estaban en el fondo del bar. Me senté temblando; me chorreaba sangre de la muñeca y empapaba el puño de mi camisa. Limpié la herida en el lavamanos. El camarero me dio unas cuantas servilletas.
—En mi vida —dijo el camarero— te había visto así. Jamás.
Volvió detrás de la barra. Recogí la americana y abrí la puerta.
—¡Mierda! —exclamó el camarero, de vuelta a la televisión— ¡pues no se han puesto 2-1!
Crucé la calle y en el edificio de la Polícia Judiciária me apliqué unos primeros auxilios en la mano. Me fui a casa. La sangre, todavía enardecida, circulaba a toda máquina por mi sistema a la vez que argumentos mejores y de más peso se abrían paso en mi cerebro. Para cuando aparqué en Paço de Arcos y caminé hasta casa estaba cerca de una agitada versión de calma.
Olivia no estaba y había cerrado con llave. Busqué las llaves por mis bolsillos.
—¿Inspector? —dijo detrás de mí una voz de mujer.
Teresa Oliveira, la mujer del abogado, estaba unos metros calle abajo, con un aspecto diferente, el pelo recogido, vaqueros y una camiseta roja con la palabra GUESS estampada. Traté de reunir algo de amabilidad sacándola de la esquina de mi cerebro en la que aún se escondía.
—¿Se trata de algo importante, dona Oliveira? —pregunté—. Ha sido un día muy largo y me temo que no tengo novedades para usted.
—No llevará mucho —dijo ella, pero me daba la impresión de que quizá sí.
Entramos en la cocina. Bebí un poco de agua. Se escandalizó por mi camisa ensangrentada. Me cambié y le ofrecí una copa. Optó por la Coca-Cola.
—La medicación, ya sabe —se sintió obligada a explicar.
Yo me serví un whisky de una vieja botella de William Lawson que no había visto la luz en los últimos seis meses.
—He dejado a mi marido, inspector —anunció, y me encendí un cigarrillo.
—¿Ha sido buena idea? —inquirí—. Dicen que es mejor no hacer cambios traumáticos inmediatamente después de una tragedia.
—Tal vez haya observado que no es cosa de ayer.
Asentí sin comentarios. Ella escarbó en su bolso en busca de su tabaco y un mechero. Entre los dos conseguimos encender uno.
—Nunca nos fue bien, fue mal desde el mismísimo principio —confesó, en referencia a su matrimonio.
—¿Cuánto hace de eso?
—Quince años.
—Eso es mucho tiempo para un matrimonio que no va bien —comenté, incapaz de encontrar nuevos enfoques en aquello.
—Nos convenía mantenerlo.
—Y ahora le deja —dije, y me encogí de hombros—. ¿Fue la muerte de su hija el catalizador?
—No —respondió con rotundidad; la mano del cigarrillo le temblaba tanto que tuvo que agarrársela con la otra—. Él abusaba de ella… sexualmente.
Su Coca-Cola chisporroteó en el vaso.
Íbamos acercándonos.
—Se trata de una imputación muy grave —le advertí—. Si piensa presentar una reclamación en firme le sugeriría que se acompañara de un abogado y ofreciese unas cuantas pruebas palpables. Y, de ser cierto, podría afectar también a mi investigación, pero no soy la persona más adecuada con la que hablar.
Lo planteé para que supiera que lo sabía.
—Es cierto —afirmó, más firme—. La doncella lo corroborará.
—¿Cuánto llevan así?
—Cinco años, que yo sepa.
—¿Y usted lo toleraba?
Su mano aún temblaba cuando se llevó el cigarrillo a la boca.
—Mi marido siempre ha sido un hombre poderoso, tanto en el plano público como en el privado. Extendía ese poder a sus relaciones… conmigo y sus hijos.
—¿Fue eso lo que la atrajo al principio?
—Nunca me entusiasmaron los hombres de mi edad. —Se encogió de hombros—. Mi padre murió cuando era pequeña, a lo mejor es por eso.
—Tenía veintiuno cuando…
—Siempre me interesaron los hombres de prestigio —me interrumpió—, y él se interesó por mí. Puede ser muy seductor. Me sentí halagada.
—¿Cómo se conocieron?
—Trabajaba para él, de secretaria.
—De modo que lo sabe todo sobre él.
—Lo sabía —corrigió ella— cuando era su secretaria. Como tal vez sabrá, las esposas no están tan bien informadas.
—¿Así que no sabe quiénes son esos pocos clientes para los que trabaja ahora?
—¿Por qué lo pregunta?
—Quiero saber con quién me enfrento.
—Sólo sé para quién trabajaba hace quince o dieciséis años.
—¿Quiénes eran?
—Peces gordos.
—¿Por ejemplo?
—Químical, Banco de Océano e Rocha, Martins Construções Limitada…
—Peces muy gordos —constaté yo—. ¿Cree que usted, su doncella y el abogado que pueda encontrar por dinero están capacitados para vérselas con esta clase de persona?
—No lo sé —reconoció ella, pasando el pulgar por el filtro del cigarrillo.
—¿Es por eso que ha venido esta noche?
Alzó unos ojos embadurnados de carbón en sus cuencas profundas, que destacaban en una cara no tan hinchada como por la mañana, al haberse impuesto la gravedad sobre la retención de líquidos.
—No entiendo muy bien a qué se refiere.
—En este caso ya tengo todo el trabajo que pueda desear, dona Oliveira —dije para rehuir una verdad pequeña pero desagradable—. Su hija era muy promiscua.
—¿Acaso no era de esperar en una chica de la que han abusado? —preguntó mientras sacaba el pañuelo y se limpiaba los ojos.
—También se ha observado el mismo comportamiento en chicas de las que no han abusado —expliqué yo—, pero eso es cosa suya, no mía. A medida que avanzaba el día hemos descubierto que se acostaba con su examante y que había tenido una sesión colectiva con dos chicos del grupo en una Pensão de la Rúa da Gloria. El dueño de esa Pensão por horas la había visto con anterioridad los viernes al mediodía con hombres a los que cree clientes de pago. Y acabo de hablar con uno de sus profesores, que había mantenido una relación de seis meses con ella. Catarina podría haberse ido con cualquiera y yo he llegado al punto de mi investigación en el que necesito algo de suerte para seguir adelante.
—Eso ya lo sé —dijo ella—. Sólo intento ayudar. Intento mostrarle que había factores psicológicos…
—No estoy en ningún bando, dona Oliveira —la atajé, firme y tranquilo.
Se puso en pie y apagó a tientas el cigarrillo en el cenicero que había encima de la mesa. Se puso el bolso al hombro. La acompañé hasta la puerta medio decidido a plantear mi acuciante pregunta: «¿Era Catarina hija suya?». Pero estaba demasiado agotado para escuchar la réplica. La puerta se cerró con un chasquido. Volví a abrirla para llamarla, pero ya estaba en mitad de la calle, caminando bajo el resplandor amarillo del alumbrado municipal, entorpecida por los tacones y los adoquines.