15 de abril de 1955, despacho de Abrantes, Banco de Océano e Rocha, rúa do Ouro, Baixa, Lisboa
—La absenta se come el cerebro —dijo Abrantes.
De repente el tipo sabía todo lo que había por saber sobre cualquier cosa, últimamente, henchido de su éxito en la fraternidad empresarial lisboeta. Felsen tomó otro sorbo del líquido verde de su vaso y observó los pelotones de paraguas negros que la lluvia azotaba en la calle de abajo. Eran las diez en punto de la mañana y la segunda absenta del día. Felsen se palpó la cabeza preguntándose por dónde empezaría a pudrirse y por qué Abrantes lo había sacado de su apartamento antes de la hora de comer.
Felsen había vuelto de África dos semanas atrás, después de dedicar la mayor parte de la década a abrir sucursales del banco en Luanda, Angola y Lourenço Marques, Mozambique. Se encontraba en horas bajas, como siempre que volvía a poner un pie en Europa y su historia se desplegaba ante sus ojos.
Los rojos habían aislado Berlín, el telón de acero empezaba a oxidarse de lado a lado del continente y la península Ibérica entera estaba a todos los efectos cercenada y a la deriva por el Atlántico mientras Salazar y Franco, los locos al timón, enarbolaban sus anticuadas banderas fascistas. Los grandes imperios se resquebrajaban. Los ingleses perdieron la India, los franceses Marruecos, Túnez e Indochina, con el colofón de la humillación de Dien Bien Phu en mayo del año anterior. El poder mundial pasaba a manos de los estadounidenses mientras los europeos contemplaban sus naciones, lobreguecidas por los costes de la guerra, sus uñas rotas y ensangrentadas por el último intento desesperado de aferrarse al dominio mundial.
Para Felsen todo estaba revestido del hedor de la muerte, del tufo a podrido de la decadencia, y para apartar esa peste de su nariz durante el segundo café de la mañana había dejado que el chorrillo de absenta enverdeciera su vaso.
Después de la guerra los aliados se habían instalado en Portugal. Los estadounidenses habían ocupado el viejo palacio de la legación alemana en Lapa. Pero Felsen y Abrantes habían estado de suerte. Precintaron sus minas de volframio pero el mineral tenía poco valor. Les requisaron sus reservas de corcho, aceite de oliva y sardinas en lata porque las consideraron futuros bienes alemanes. Pero el banco, con su peculiar estructura de gestión, había sobrevivido a diversos intentos de congelación de sus activos por parte de los hombres de traje oscuro que enviaban los aliados. Les habían salvado los contactos de Abrantes en el gobierno de Salazar. Al finalizar la guerra la construcción experimentó un boom en Portugal y allí estaba Abrantes, que no tenía ni idea de edificación pero era un gran experto en chanchullos. Los funcionarios del Ministerio de Obras Públicas recibían parcelas y casas construidas y sus hijos encontraban trabajos que no se merecían; los urbanistas y arquitectos del ayuntamiento de Lisboa, el alcalde, de repente todos empezaron a encontrar la vida más asequible. El Banco de Océano e Rocha desarrolló una promotora inmobiliaria, una rama en la construcción, y deslizando proyectos a amigos se ganó la protección de los más altos despachos del gobierno.
Y el oro seguía allí, diez metros por debajo de los pies de Felsen, a buen recaudo en las cámaras subterráneas sobre las que traqueteaba el tráfico de la Rúa do Ouro.
Abrantes disfrutaba de su tercera media tacita de alquitrán de la mañana. Iba bebiéndoselas hasta que hacía de vientre, lo cual solía suceder en torno a la quinta o la sexta. Tras una deposición exitosa se tomaba un anís y, tras una malograda, más café. Se había pasado a los puros. Al parecer también contribuían a aflojarle las tripas, puesto que el estreñimiento se había convertido en un problema desde que dejó la Beira para afrontar las preocupaciones del despacho y una dieta demasiado carnívora.
—¿Todavía no han terminado esa casa tuya? —le preguntó a Felsen, a sabiendas de que sí.
—Supongo que necesitas mi piso para una de tus amantes —replicó Felsen apartándose de la ventana; aquella mañana la causticidad acudía presta.
Abrantes chupó de su cigarro con cara de saber algo que Felsen desconocía. Contempló el techo en busca de inspiración. A causa de las lluvias invernales y aquellos aguaceros de abril se estaba formando una mancha allá arriba. En la esquina empezaba ancha y abultada, atravesada por una grieta como un río, e iba menguando hasta recordar una Argentina cuya Tierra del Fuego estaría junto al rosetón.
—¿Has vuelto a plantearte lo de Brasil? —preguntó Abrantes.
—Puedes quedarte el piso, Joaquim —respondió Felsen—. Me mudaré, de verdad. No hay problema.
Se sonrieron con sorna.
—Brasil es un paso lógico —continuó Abrantes—. A lo mejor tendríamos que habernos ido allá de buen principio. Los brasileños son…
—No conocíamos a nadie… y seguimos igual.
—¡Ajá! —exclamó Abrantes, y le dio una pomposa calada a su cigarro, satisfecho de estar apretándole las clavijas a Felsen. Exhaló el humo con grandes aspavientos.
—Cuéntame —le exhortó Felsen, hastiado.
—Siempre has sido el alemán que hablaba portugués con acento brasileño. Eso es lo primero que oí de ti.
—Ya te lo conté, me lo enseñó una brasileña en Berlín.
—Susana Lopes —dijo Abrantes—, ¿no se llamaba así?
Una imagen relampagueó en el cerebro de Felsen: Susana con las piernas enlazadas sobre sus corvas y presionando su pubis contra él. Carraspeó. Su pene empezó a abultarle en los pantalones.
—¿Te hablé de ella? —inquirió Felsen.
Abrantes meneó la cabeza. «Nos vamos acercando», pensó Felsen.
—No creo que llegase a mencionarte su nombre.
—Anoche me llamaron. Era Susana Lopes, que preguntaba por su viejo amigo Klaus Felsen, que le decían se había convertido en director del Banco de Océano e Rocha.
A Felsen le dio un brinco el corazón y tuvo que recostarse en la silla.
—¿Dónde para?
—Un encanto de mujer —dijo Abrantes mientras jugueteaba con el cortapuros.
—¿Está aquí? —preguntó; de golpe se abría un mundo de posibilidades.
—Hablamos de Brasil.
—¿Te conté cómo la conocí?
—No, se encargó ella —respondió Abrantes.
—Era una chica de club… —Felsen vaciló ante el descomunal bloque de historia compleja que se desprendía del glaciar de su memoria para estrellarse contra su cerebro.
—Ese tipo de chicas conocen a un montón de gente —comentó Abrantes.
—¿Qué? —preguntó Felsen, a remolque aún de la avalancha.
—Parece que no le ha ido mal por allí. Es propietaria de un club de primera línea de playa en una urbanización de las afueras de Sao Paulo… Guarujá, se llama.
—No has perdido el tiempo —comentó Felsen, disimulando.
—Son diferentes de nosotros, los brasileños. Les gusta hablar, divertirse, siempre miran hacia delante. Los portugueses, bueno, ya conoces a los portugueses —concluyó con un ademán que abarcaba el aguacero, la calle oscura y la mancha que se había propagado por el techo hasta alcanzar el tamaño de Rusia.
Felsen se relajó, reacio a que Abrantes siguiera disfrutando a su costa. Su socio vio que se había acabado la diversión.
—Le dije que comerías con ella, en Estoril, en el Hotel Palacio.
Felsen esperaba en el comedor del Hotel Palacio. Llevaba un traje azul pastel con corbata amarilla de seda. La luz del exterior menguaba y se encendía según coincidieran las nubes en un cielo que se iba despejando para descargar chaparrones que azotaban los jardines y forcejeaban con las palmeras de la plaza. Se sintió enfermo, después hambriento, luego enfermo otra vez. Su vida le volvía en oleadas, en grandes y aplastantes crestas atlánticas. Se echó al coleto otra copa de vino blanco y alargó el brazo hacia la cubitera donde descansaba la botella, vacía ya en sus tres cuartas partes. Pidió otra.
Felsen observó la llegada de los comensales, contempló a todas las mujeres que iban tomando asiento hasta que dio con una que avanzaba hacia él sin desviarse. Era más alta de lo que la recordaba. Había perdido su juventud: llevaba corto el largo pelo negro y brillante, y la esbeltez flexible de sus mocedades se había rellenado para dar paso a lo que un estadounidense hubiera calificado de «clase». Llevaba un escueto vestido blanco de cuello cuadrado y ceñido al talle que anunciaba la mercancía, y el frufrú de sus muslos de nailon sonaba como un reclamo de apareamiento. Los machos hacían un esfuerzo de cabeza para evitar que sus ojos derivaran hacia ella.
Susana era consciente del efecto que causaba. Lo había diseñado ella. Pero no estaba dispuesta a permitir que un hombre se pasase más tiempo de la cuenta con la boca abierta.
—¿Y bien? —dijo, y la cubertería sonó de nuevo en la loza.
Felsen se levantó. Apareció el camarero con otra botella de vino. Bailaron el uno en torno al otro, se besaron, se sentaron y maniobraron para acercarse.
—¿Cuánto hace? —preguntó Felsen, por un momento desorientado.
—Quince años…
—No, no, dieciséis, creo —replicó, y le molestó mostrarse tan alemán sobre el asunto.
Alzó la copa. Brindaron y bebieron sin dejar de mirarse a los ojos.
—Mi socio dice que te va viento en popa —dijo.
—Eso es sólo lo que yo le dije.
—Tienes pinta de que te va bien.
—He estado de compras por París, nada más.
—Eso demuestra algo.
—He tenido suerte —dijo ella—. He tenido buenos amigos. Ricos que querían un sitio adonde ir…
—… ¿para escapar de sus mujeres?
—Aprendí mucho en Berlín —siguió ella—. De Eva. Eva me enseñó todo lo que necesitaba saber. ¿Aún os veis?
El nombre le pasó disparado por encima como un animal salvaje en la noche y le dejó aturdido, tembloroso. El comedor se oscureció. La lluvia arreció contra las ventanas y atrajo miradas por toda la sala.
—Murió en la guerra —respondió de forma un tanto brusca con la cara hundida en el vino. Susana sacudió la cabeza.
—Ya nos enteramos del bombardeo.
—Te fuiste justo a tiempo —dijo Felsen.
El camarero depositó un panecillo en el plato de Susana con unas tenacillas de plata.
—¿Qué es lo que aprendiste de Eva?
—Lo que quieren los hombres —contestó ella, y lo dejó en eso, de modo que Felsen empezó a pensar que había aprendido más cosas de Eva, por ejemplo a dejar de decir cosas. Le excitaba.
El camarero les llevó la carta. Pidieron al momento.
—Has perdido tu acento brasileño —comentó Susana.
—He estado en África.
—¿Haciendo qué?
—Por el banco. Minerales, madereras…
—Tendrías que venir a Brasil. ¿Todavía no estáis en Brasil, verdad?
—Nos lo estamos pensando.
—Bueno, allí estaré… si necesitas ayuda.
—Con tus amigos —añadió él, y ella le sonrió sin ofrecer la información que quería saber.
Llegó la sopa, de marisco, y se la tomaron. El viento golpeteaba las ventanas del comedor y las rachas de lluvia arrancaban pétalos de las rosas del jardín.
—Quería preguntarte —dijo él— si alguna vez coincidiste con alguien llamado Lehrer, en Berlín. Oswald Lehrer.
Susana dejó su copa en la mesa y el camarero retiró los platos de la sopa.
—No me caía bien —respondió ella con la vista puesta por encima de la cabeza de Felsen—. Tenía unos gustos muy desagradables.
—Me asignó un trabajo aquí durante la guerra. Sabía que hablaba portugués.
—Así era Lehrer. Siempre quería saberlo todo.
Frente a ella apareció un lomo de rodaballo en salsa blanca y, delante de Felsen, un filete de pez espada. El alemán descubrió que le apetecía fumar, beber, comer y todo lo que fuera humanamente posible. Susana abrió su pescado. Felsen desgajó un panecillo. Habían tocado la superficie entera de su historia, todos los puntos, con su dolor y su placer. Se sentía soldado a ella por algunos lugares.
—Tienes buen aspecto, Susana —afirmó, en confirmación hablada de lo que pensaba.
—Incluso después de dos hijos —replicó ella, mirándole para ver cómo se lo tomaba.
—Madre —fue su comentario.
—Pero no esposa —aclaró—. ¿Y tú?
Soltó los cubiertos y abrió las manos.
—Ya me lo parecía.
—¿Y por qué?
—Un traje azul pastel y una corbata amarilla no es que anuncien a gritos «papá».
Él sonrió. Ella soltó una carcajada. El sol salió en la sala cual focos de teatro puestos al máximo. Pidieron más vino y charlaron de sus dos hijos, que estaban con su madre en Sao Paulo. No se extendió sobre el padre ausente.
Tomaron el café en otra parte del hotel y Felsen se fumó uno de los finos entreactos color tostado que Susana prefería. Subieron a su habitación sin mediar palabra. Ella abrió la puerta. Se besaron. Su mano fue a dar en la bragueta, firme, experta, con fuerza.
Felsen se desvistió y estuvo desnudo antes de que Susana saliese de su ropa interior. Cayó sobre ella. Sus muslos ligados le rasparon las piernas. Hicieron el amor con una urgencia sólo un poco menor que cuando lo hacían dieciséis años antes. La única diferencia —cuando Felsen llegó entre sacudidas al final— fue que ella le agarró la cabeza, la llevó a su regazo y la atrajo hacia sí. Felsen no las tenía todas consigo. No había hecho eso nunca. No le gustaba. Pero ella lo mantuvo allá hasta que la notó temblar en sus manos.
A Susana le quedaba una semana de estancia. Quería ir a Berlín pero no logró sacarse el visado, y eso la había dejado con tiempo libre en Lisboa. Pasaron juntos la mayor parte de la semana. En el ínterin Felsen se trasladó a su habitación del Hotel Palacio. Se pasaron el tiempo viajando en coche a su casa, la más occidental de la Europa continental, donde sólo el brezo, la aulaga, los acantilados y el faro de Cabo da Roca los separaban del océano. Recorrieron las habitaciones vacías que aún conservaban un tenue olor a pintura y a la humedad mohosa del yeso que se seca. Compraron dos sillas para sentarse en la terraza cerrada del tejado, beber coñac y observar sobre el mar las tormentas, las nubes enloquecidas y el naranja sanguíneo de las puestas de sol. Charlaron. Rebautizaron la casa: Casa ao Fim do Mundo. Juntos la amueblaron con las piezas subastadas de un palacio de la Serra da Sintra, incluyendo un par de vetustos divanes rosados, por los que Susana había pujado un absurdo, que «estrenaron» la tarde siguiente, tras lo cual se contaron bajo unas toscas mantas sus planes hasta que, al final, trazaron uno en común.
Felsen compró un billete para el mismo avión a Sao Paulo. Se pasó una tarde atando cabos sueltos con Abrantes sobre la inauguración de su sucursal brasileña: cómo le iba a presentar Susana a sus amigos y el modo de poner en marcha el negocio. Comieron los tres al día siguiente, Abrantes en uno de los lados de la mesa, impresionado por Susana y casi celoso de Felsen.
El día del vuelo Felsen se despertó con una erección dura como la teca y la cabeza llena de futuro. Se apretó contra Susana y ésta se puso tensa y se dio la vuelta. Él sonrió hacia el monolito. Susana le dio un papirotazo en la punta. El menhir cayó de lado.
—Yo llegué de noche —dijo ella—. Llegaremos tarde.
Había equipaje suficiente para que el botones se enderezase la gorra. Felsen bajó a pagar la cuenta, que era sensacional y ocupaba varias páginas. Firmó un cheque con la cabeza puesta en otra parte.
Enviaron el equipaje en un taxi y lo siguieron con otro. Hacía un día brillante, despejado y ventoso, y el mar que lamía la Marginal lucía un azul intenso con crestas blancas. No cambiaron palabra. Susana miraba por la ventana y Felsen tamborileaba en la tapicería, todavía algo resentido por el rechazo matutino.
En el aeropuerto Felsen se hizo con los servicios de un mozo de equipajes. Susana estiraba las piernas en prieta geometría; sus tacones sonaban nerviosos sobre el pavimento. Se sumaron a la cola del mostrador de facturación. Susana le dio a Felsen su pasaporte y fue en busca de los servicios de señoras. Felsen lo hojeó y contempló la foto, sacada pocos años antes, con el pelo más largo y las cejas más espesas, sin depilar. Pasó páginas. Cayó un papel y lo recogió. Se trataba del resguardo de un billete nacional de ida y vuelta Fráncfort-Múnich-Fráncfort con fecha del 28 de marzo de 1955, apenas unas tres semanas antes. Felsen miró la otra cara del resguardo. Llevaba escrito un teléfono que no era portugués.
Devolvió su atención al pasaporte y encontró el visado alemán y un sello de entrada fechado el 24 de marzo en Francfort. Junto a él había un sello de salida de Lisboa y debajo estaban los de la vuelta, el 13 de abril. En otra página descubrió los sellos de salida de Sao Paulo y entrada en Lisboa con fecha del 20 de marzo. No había más sellos. No había visado francés. Volvió a mirar el número de teléfono, pensando más rápido de lo que había hecho en un mes. Sacó la cuenta del hotel y se fijó, en esta ocasión, en el colosal montante de la factura telefónica. Pasó las páginas. Se habían hecho siete llamadas a un número que coincidía con el del resguardo del billete.
Se acercó a una de las oficinas de las líneas aéreas y solicitó que le dejaran usar el teléfono. Llamó a la telefonista, le dio el número y le pidió que le dijera de dónde era. Le respondió de inmediato que se trataba de un número brasileño y al poco añadió que correspondía a una población llamada Curítiba. De repente sentía el pecho frío como una catedral.
Susana apareció junto al equipaje buscándolo con la mirada. Atravesó el suelo resplandeciente con las piernas rígidas y una sensación de frío y debilidad en los músculos. Susana le preguntó si pasaba algo. Sacudió la cabeza. Facturaron. El vuelo se había retrasado hasta las tres de la tarde. Susana rabiaba en silencio al recoger su pasaporte y la tarjeta de embarque. Fueron al restaurante y se sentaron el uno frente al otro. El local estaba tan poblado como la cabeza de Felsen. Pidió vino y miró por la ventana al oír el traqueteo y el largo, interminable aullido que señalaba el arranque de las cuatro hélices de un avión de carga.
Vertieron el vino en el palpable silencio que los separaba. Susana miraba en torno suyo, consciente de que la presencia que tenía delante era el último sitio donde quería posar la mirada. Felsen relajó los hombros hasta bajárselos de las orejas y se reclinó en el asiento.
—¡Saúde! —exclamó, alzando la copa con un esfuerzo por adoptar un tono alegre.
Ella correspondió.
—No te he llegado a preguntar —dijo mientras se encendía un cigarrillo— cómo me encontraste.
—Por casualidad —respondió ella—. Buscaba el número de un amigo mío que se apellida Felizardo y el tuyo estaba debajo. No creía que fueses tú pero de todas formas llamé. No lo cogieron. Al día siguiente estaba en Lisboa. Fui a la dirección que había encontrado y descubrí tu apartamento de encima del banco. El padre de mi amigo sabía quién eras. Cuando regresé a Lisboa de mi viaje con una semana libre volví a llamar, esta vez al banco. Me pasaron con tu socio.
Él asintió a lo largo de la plausibilidad. La prolongada y bien pensada plausibilidad.
—Pero no fuiste a París, ¿verdad?
—¿Se trata… —hizo una pausa— de un interrogatorio?
Le puso delante el resguardo.
—Estuve en Alemania —reconoció con calma; los ojos se le fueron a la derecha.
—El número del dorso —dijo Felsen— es de Cutítibia, en Brasil. Desde que estuvimos en el Palacio has llamado a ese número cada día. ¿De quién es? ¿Tus amigos?
—Mi familia…
—¿Uno diferente del de tu madre y tus hijos en Sao Paulo?
Acudió el camarero y retrocedió ante el dorso de la mano extendida de Felsen.
—Sí —afirmó con aire retador y los dientes apretados tras los labios.
—Nunca me has enseñado ninguna foto de tus hijos —añadió él, y se abalanzó sobre su bolso.
Ella lo puso fuera de su alcance de un tirón.
—No me lo pediste.
—Ahora sí.
Sacó bruscamente dos fotografías y se las plantó frente a la cara durante una fracción de segundo. El niño era moreno y de aspecto brasileño pero la chica, aunque morena de piel, tenía el pelo rubio y los ojos azules. Susana torció la boca en una mueca despectiva.
—He oído hablar de Curítiba —dijo Felsen—. Allí hay una comunidad alemana muy nutrida. Sé a lo que se han dedicado… hace tan sólo tres días, en realidad. El 20 de abril de cada año: el cumpleaños del Führer. Izan la bandera. ¿Quién te envió, Susana?
No respondió.
—No se me ocurre quién puede estar al tanto de mi existencia, con la posible excepción de ODESSA. Tal vez ellos dispongan de los recursos, la información. La Organisation der SS-Angehórigen… ¿Fueron ellos, Susana?
—Lo más importante que aprendí de Eva —escupió ella con desprecio mientras se enderezaba en la silla con la barbilla alzada— fue que Klaus Felsen no piensa más que con su gran y estúpida polla suaba.
Eso le dejó cortado, de cuajo, y le pegó por haberlo dicho. Le cruzó la cara de un bofetón administrado con la manaza abierta. Resonó como un pinchazo de neumático y todo el mundo se puso a mirar por la ventana. Susana cayó rodando de la silla y luego se levantó con la marca de su palma en la mejilla. Tenía los ojos fijos y oscuros, centelleantes de ira y un odio intensísimo. Le masculló algo. Le hubiera gustado volverla a abofetear de descarnada que era su humillación, pero ahora el restaurante entero tenía la vista puesta en ellos. Se volvió y fue a recuperar su equipaje.
1 de julio de 1955, apartamento de Abrantes, rúa do Ouro, Baixa, Lisboa, Portugal
Maria Abrantes aguardaba sentada en el brazo del diván con una falda de tubo azul, blusa blanca y chaqueta de traje abierta. Llevaba un collar de perlas ceñido al cuello, rojo de ira hasta los lóbulos de las orejas y las mejillas. Fumaba y escuchaba como llevaba haciendo los últimos tres cuartos de hora, cruzando, descruzando y volviendo a cruzar las piernas cada tres o cuatro minutos, en espera de que tocase a su fin lo que sucedía en la habitación de al lado.
Ya lo había dado por terminado tres veces y se había preparado, con la boca apretada y el puño cerrado. Pero en las tres ocasiones habían vuelto a la carga y había tenido que aspirar por la nariz poco a poco, en profundidad, y relajar la mandíbula. En la mano que no fumaba sostenía una tarjeta de las que vendían en los estancos esos últimos diez o quince años. Repiqueteaba con ella en el brazo del diván. La tarjeta era la foto de una actriz que se hacía llamar Pica, aunque su auténtico nombre era Arlinda Monteiro. Maria examinó la tarjeta por enésima vez: Pica la rubia de bote con labios gruesos y brillantes que intentaba parecer americana. Alisó su pelo rubio natural como si le confiriera un estatus superior.
La puerta del dormitorio se entornó y volvió a cerrarse. Maria Abrantes empezó a dar golpecitos con el pie y luego se contuvo. La puerta se abrió al fin de par en par con una risotada y Pica, con la cabeza vuelta por encima de su hombro, entró en el salón. Sus tacones altos castigaban el suelo de madera. En un principio se le pasó por alto Maria, pero aquella presencia erizada en la habitación acabó frenando el avance de sus tacones, que al verla retrocedieron cuatro pasitos hasta que Pica dio con el hombro en la mitad cerrada de las puertas dobles del dormitorio. Echó un vistazo al interior y estiró el cuello para hacer acopio de cierta dignidad a lo diva. Alzó la mandíbula y reemprendió su recorrido por el suelo de madera desnuda, con el bolso blanco colgado de su mano izquierda.
—Puta —dijo Maria Abrantes, sin alzar la voz.
La palabra se estrelló contra la espalda de la actriz y le dio la vuelta. Infló el pecho. Maria Abrantes esperaba un chorro de insultos pero el hacha de guerra en que había convertido su cara era al parecer demasiado afilada. La actriz apenas alcanzó a proferir el tipo de siseo que debía de oír de las filas de atrás una noche floja de trabajo.
En las puertas del dormitorio apareció Joaquim Abrantes, que había detectado la presencia de fieras en su salón. Llevaba pantalones grises de traje, camisa blanca con los gemelos ya en su sitio y en las manos una corbata de seda que Maria no había visto nunca.
—¿Tú qué haces aquí? —preguntó.
Pica se volvió, golpeteó con los tacones las tablas del suelo y la puerta del apartamento se abrió con una ráfaga de viento y se cerró con estruendo de escopeta. Abrantes se puso la corbata con parsimonia y estiró el cuello para liberarlo de la camisa. Todo lo que Maria había ensayado se vino abajo y desapareció, para dejar tan sólo puro rencor y ninguna palabra.
—Creía que habías dicho que hoy ibas a estar en Estoril —dijo Joaquim Abrantes, que dejó el umbral, entró en el dormitorio y salió con la americana gris del traje puesta.
—Estaba… —empezó ella.
—¿Por qué has vuelto a la ciudad? —preguntó él, comportándose como si Pica nunca hubiese estado en el piso—. ¿De compras?
—No, no estaba de compras —respondió.
—¿Ah, no?
—He vuelto porque no aguanto más los cotorreos de Estoril sobre las zorras que tienes por aquí.
—¿En Estoril hablan de las zorras que tengo por aquí? No creo.
—Pues sí. A lo mejor no las llaman putas, a lo mejor las llaman… actrices, quizá, pero cobran en regalos y cenas igual que las zorras del puerto cobran en metálico.
Abrantes se preguntó quién la habría ayudado a ensayar aquello. No creía que fuesen sus propias palabras. Tal vez en los cafés de Estoril admirasen el corte parisino de sus vestidos, el nailon de América y los sombreros traídos de Londres, pero lo que él veía era una chica de la Beira con una vasija de agua sobre la cabeza.
—¿Y tú? —le espetó él, encrudecido por la imitación de lisboeta.
—¡Yo soy tu mujer! —gritó ella, y le tiró la tarjeta de Pica en el regazo.
Él la recogió, la examinó y la plantó en la mesa junto a él. La miró, inexpresivo y desapasionado, con sus mates ojos negros de ónice. Maria se quedó paralizada y rectificó.
—Soy la madre de tus hijos, tus dos hijos —prosiguió, pensando que eso lo ablandaría, pero aquella vez no funcionó.
—Tengo nuevas —dijo él—, de la Beira. De hace dos semanas.
—¿Dos semanas? —repitió de forma automática; sobre ella se posó una extraña oscuridad, como la sombra de la radiografía de un pulmón.
—Mi esposa ha muerto.
—¿Tu esposa? —preguntó ella, confundida por un momento.
—No repitas todo lo que digo. Sé de lo que estoy hablando. Mi esposa ha muerto. Te acuerdas de ella, ¿verdad?
La recordaba. La vieja bruja de la colina a la que había dado la patada por ella. Asintió.
—Ha muerto —insistió Abrantes—. ¿Comprendes?
—Comprendo —dijo ella; el entendimiento avanzaba por su cuerpo como cicuta.
—Voy a volver a casarme —anunció él, poniéndose en pie y alejándose de ella—. Daré a conocer mi intención de casarme con la senhora Monteiro a finales de esta semana.
Maria le gritó algo incoherente. Eso le hizo volverse. Aquella cabeza grande y lenta, más negra que las entrañas de un toro.
—¿Y yo? —chilló—. ¿Qué pasa conmigo?
—Seguirás cuidando de los niños en Estoril.
—Como una niñera —dijo, y se puso en pie de un salto—. ¡Cómo una niñera inglesa!
—Eres su madre —arguyó él en tono helado—. Te necesitan.
—Y tú su padre —aulló ella con un pisotón en el suelo—, y nosotros…
Cesaron las palabras. Dentro ya no quedaban. Abrantes captó un destello de pura malicia tras sus ojos. Estaba morada, con los brazos en jarras. Pensó que tal vez tuviera que abofetearla para que se le pasase el ataque y dio dos pasos hacia ella con ese objeto.
—¿Recuerdas la Navidad de 1941? —preguntó ella, y él se detuvo en mitad de la zancada.
—No —contestó, sopesando su mano.
—Te habías ido a vender tu volframio al otro lado de la frontera y el senhor Felsen volvió antes de tiempo y te pilló.
—¿Cómo te enteraste? Entonces eras sólo una cría.
—Intentabas engañarlo… Hasta eso llegaba, y él también. Vi cómo te estuvo esperando todo el día, furioso —explicó ella, frenando para el golpe final—. Pero él también te engañó.
—¿Me engañó?
—Aquella noche me violó en nuestra cama, y la noche siguiente y aquello…
Ella veía lo que le había hecho. Captó ese momentáneo bajío de autocompasión en sus ojos y el aflojamiento de los músculos de su cara, atontados por sus palabras. De pronto se sentía fuerte, demasiado fuerte, porque estaba disfrutando. Viró la cabeza hacia él.
—Manuel no es hijo tuyo —dijo con calma, y se rio, superada por la emoción que se respiraba en la habitación.
La risa chirriaba por su laringe como garras sobre cristal. Abrantes bajó la cabeza y parpadeó por debajo de su gruesa frente. De repente los grandes espacios de su cabeza estaban cargados y apuntados. Alzó el puño con lentitud y después se lo hundió en la cara. Le aplastó la nariz. Ella la sintió astillarse contra los huesos de la cara y el cráneo. La sangre, caliente y espesa, manó a borbotones sobre sus labios y le extendió su sabor metálico por la boca. Cayó de culo y su cabeza topó con el brazo del diván. Quedó aturdida. Por su blusa se desplegaba un ancho fular carmesí. Presintió la llegada de otro golpe y logró interponer las manos. El puño de Abrantes le estampó la mano alzada contra la boca y se llevó por delante sus dos incisivos, además de destrozarle los nudillos. Se desplomó de lado, atragantada, y vio el charco de sangre que empezaba a empapar el borde de la alfombra.
—Te vas a volver a la Beira a vivir con los cerdos.